3. La Red a través de un Lente Social
© 2022 Geoffrey Baker, CC BY-NC 4.0 https://doi.org/10.11647/OBP.0263.03
Enseñar a la gente que su amor por Schubert les hace mejores personas no les enseña nada más que la autoestima, e inspira actitudes que son todo lo contrario a la humanidad.
Richard Taruskin, “¿Is There a Baby in the Bathwater? (Part II)”
Con la amabilidad y la generosidad características de los paisas, como se conoce a los habitantes de Antioquia y sus alrededores, La Red me abrió sus puertas y llegué a conocer a representantes de todos sus estamentos. Seguí los esfuerzos de reforma de la dirección (descritos en el Capítulo 1), e investigué cómo fueron recibidos esos esfuerzos por los directores, los profesores, los administrativos y los estudiantes (Capítulo 2). Sin embargo, fue en el equipo social donde mis preguntas de investigación sobre la ciudadanía y el desarrollo social encontraron su hogar natural. El equipo social estaba en el centro de los asuntos que más me interesaban: tanto la principal fuente de pensamiento crítico sobre La Red como un punto focal de las críticas por parte del personal musical y de los estudiantes.
Cuando llegué a Medellín, me encontré con dos agradables sorpresas. La primera fue que, con el nombramiento de la nueva dirección a principios de año, el equipo social de La Red había cambiado su enfoque hacia la investigación interna. La segunda fue que, aunque habíamos estudiado de forma independiente diferentes programas, de diferentes países, en diferentes momentos antes de conocernos, los cuatro miembros del equipo social y yo compartíamos muchas preguntas y preocupaciones. Esta convergencia de actividades y perspectivas nos sirvió a todos, aunque por diversas razones. Esperaba desarrollar un ángulo de colaboración en mi investigación, y encontrar un equipo social interno que exploraba cuestiones similares ofrecía la oportunidad perfecta. Además, no conocían mis publicaciones sobre El Sistema, por lo que sus perspectivas sobre la ASPM sirvieron como punto de triangulación sobre las mías. Consideré que su trabajo verificaba, iluminaba y reforzaba mi investigación anterior sobre El Sistema, los estudios críticos sobre la ASPM en general y mi nueva investigación sobre La Red.
El equipo social también estaba interesado en la colaboración y la corroboración, pero por razones diferentes. Me veían como un aliado útil: en primer lugar, porque era un investigador extranjero experimentado; y, en segundo lugar, porque era un músico con un máster en interpretación de un conservatorio europeo y un doctorado en musicología. Como explicaron, lo primero (con razón o sin ella) me proporcionaba un prestigio extra en Colombia, y lo segundo significaba que podía hablar con los músicos de La Red como un igual, algo que los científicos sociales sentían que no podían hacer, y así ayudar a conectar las preocupaciones de las ciencias sociales con el mundo musical.1
¿Por qué les importaba esto? El equipo social ocupaba una posición peculiar en La Red: en el centro de su misión y su discurso y, sin embargo, extrañamente marginado en la práctica diaria. Intentaba constantemente hacerse un espacio y justificar su existencia dentro de una comunidad musical escéptica que a menudo los veía como una carga o un obstáculo. El equipo social se esforzó por encontrar un papel en un programa que supuestamente tenía una orientación social, pero en el que pocos miembros del personal querían algo más que el apoyo psicológico a determinados estudiantes con problemas. La experiencia del equipo era a menudo de frustración; sus miembros estaban agotados por las batallas para persuadir al personal de que se comprometiera más con las cuestiones sociales. El equipo social pensó que La Red e incluso el gobierno de la ciudad estarían más dispuestos a escucharlos si yo estaba a bordo. De hecho, como veremos más adelante, el tema de la ciudadanía artística pasó a ocupar un lugar destacado en la agenda como resultado de nuestro interés compartido y colaboración.
Al igual que el equipo social, las cuestiones que se abordan en este capítulo son, al mismo tiempo, fundamentales y algo periféricas para La Red: se encuentran en el centro de lo que hace y pretende hacer la ASPM, pero no eran temas cotidianos de debate como lo eran los temas de los Capítulos 1 y 2. El principio organizador principal aquí es el de los debates de “segundo orden”. Se trata de asuntos que surgían ocasionalmente, pero que nunca se debatían en profundidad o públicamente. Cuando se produjeron debates, generalmente fueron limitados: a puerta cerrada en una pequeña reunión, en una conversación privada o en las páginas de un informe interno que pocos leían. Aunque estos debates eran menos urgentes y, por lo tanto, tenían un perfil más bajo que los del capítulo anterior, son igual de importantes para comprender a fondo la ASPM. Quedaron en segundo plano para La Red, pero en primer plano para sus especialistas sociales. Este capítulo amplifica esas cuestiones y les da el protagonismo que el equipo social y yo creemos que merecen.
Aquí, pues, el énfasis se desplaza hacia las voces del equipo social de La Red, aunque no de manera exclusiva. La participación de científicos sociales (especialmente psicólogos y antropólogos) en cargos clave ha sido una característica importante y constante de La Red desde 2005. Los coordinadores sociales han sido figuras de alto rango e influencia, trabajando junto a los directores generales. La primera (Rocío Jiménez) duró una década, el segundo (Aníbal Parra) cuatro años en el momento de escribir este libro; otros miembros del equipo también pasaron años en el programa. Este involucramiento a largo plazo y a tiempo completo contrasta con el contacto más fugaz de la mayoría de los evaluadores externos de los programas de ASPM, y proporcionó al equipo social una imagen mucho más detallada y precisa de los temas centrales que la que aparece en cualquier evaluación publicada de ASPM. También adoptaron un enfoque más crítico que la mayoría de los evaluadores, ya que su función era analizar y mejorar, no justificar la financiación; era una función más interna que externa. Como dijo uno de los miembros, el trabajo del equipo consistía en sacar al personal de su zona de confort y hacerlo avanzar en nuevas direcciones. Aunque la suya era una perspectiva interna, observaban desde una posición de distancia crítica, sin la perspectiva de color de rosa de la ideología de la música clásica. Al situar la investigación en el centro del programa, el equipo social comprendió la importancia de “trascender la mirada ideal de la Red” (“Informe” 2017c, 27).
Trabajé o entrevisté a más de una docena de miembros actuales o antiguos del equipo social, y todos ellos tenían una opinión positiva sobre la educación artística y los objetivos sociales de La Red; sin embargo, la mayoría no compartía algunas ideas clave que prevalecían entre los músicos, como que la educación musical era inherentemente beneficiosa desde el punto de vista social. La mayoría estaba preocupada por algunas de las dinámicas sociales que generaba La Red y consideraba que la formación musical por sí sola no constituía un programa social genuino y eficaz. Al carecer de la socialización de los músicos en las normas de las orquestas o bandas sinfónicas, y con una formación y experiencia directamente relacionadas con el objetivo social de La Red, sentían las brechas entre la teoría y la práctica de forma más aguda que muchos de sus colegas músicos.
Las voces del equipo social se mezclan considerablemente con la mía, ya que lo que empezó como una relación de observador/observado se convirtió enseguida en algo mucho más colaborativo. En la medida de lo posible, intentaré diferenciarlas, pero una cierta mezcla simplemente refleja una conclusión de mi trabajo de campo en Medellín: era poco lo que separaba las críticas internas del equipo social de La Red con mi década de investigación sobre la ASPM.
Ciudadanía
En la primera reunión de los representantes estudiantiles en 2019, descrita en el Capítulo 1, Giraldo preguntó cuál era el propósito fundamental de La Red. “Formar buenos ciudadanos”, fue la respuesta. Asintió con aprobación. Efectivamente, el discurso de la ciudadanía se invocaba regularmente en el programa y en torno a él. La Red contaba con el apoyo de la Secretaría de Cultura Ciudadana y afirmaba que su pedagogía se basaba en “valores ciudadanos”. En 2006, el objetivo principal del programa fue declarado como “la formación en competencias cívicas y ciudadanas” (Arango 2006, 5). Sin embargo, durante mi trabajo de campo, el debate sobre lo que podría ser un “buen ciudadano” o los “valores ciudadanos” fue escaso. Esto podría deberse a la suposición generalizada de que todo el mundo se refería a lo mismo cuando invocaba estos términos, pero en realidad no era así. La ciudadanía es un concepto notoriamente complejo y polifacético, por lo que no es de extrañar que bajo la superficie lingüística haya disyuntivas conceptuales.
Una destacada campaña ciudadana emprendida por la administración del alcalde Federico Gutiérrez (2016–2019) se basó en el lema “Pórtate bien”. Se trataba de intentar “erradicar los principales comportamientos que alteran la convivencia ciudadana, como las riñas, el ruido y la mala disposición de las basuras”.2 Esta campaña fue vista con recelo por algunos de los habitantes más liberales de la ciudad, entre ellos varios de mis interlocutores. En el ámbito cultural, el texto de referencia fue el Plan de Desarrollo Cultural 2011–2020, elaborado bajo la anterior administración de Alonso Salazar. Aquí se encuentra una visión muy diferente de la ciudadanía, que hace hincapié en la democracia, la participación, la inclusión, la diversidad, la creatividad y la reflexión crítica. La cultura se presenta como “fundamentada en una ética política” (“Plan” 2011, 31), y “la ciudadanía debe ser entendida como activa, crítica y propositiva frente a los grandes problemas que desafían al conjunto de la ciudad y como actor determinante de las políticas culturales; pero ello requiere la participación ciudadana y la deliberación pública” (48).
Esta dicotomía a nivel urbano —concepciones conductistas de la ciudadanía frente a concepciones políticas—, se reproducía bastante en La Red. Entrevistas con los directores de las escuelas apuntaban a una comprensión de la formación para la ciudadanía en términos de inculcar valores como la disciplina, el orden, la responsabilidad, la puntualidad y el respeto, y comportamientos como pedir permiso, no interrumpir y decir hola, por favor y gracias. En la historia oficial de La Red, un director afirmó que el programa enseñaba a los estudiantes a ser mejores ciudadanos inculcando cuatro valores: disciplina, respeto, responsabilidad y orden (El libro 2015, 20). La centralidad de estos valores ha quedado en evidencia desde la primera evaluación de La Red (“Medición” 2005), en la que los profesores destacaron la disciplina, el ritmo de trabajo, la organización del tiempo, la perseverancia y la concentración como los principales impactos sociales del programa. Esto era coherente con una pedagogía basada en la inculcación de valores ciudadanos, como se declaraba en la misión del programa. Si esta concepción de la ciudadanía hacía eco a lo que Bull (2019) llama la “ética de la corrección” de la música clásica, también hay paralelismos con la campaña municipal de “Pórtate bien”. El equipo social de Parra, sin embargo, tenía una visión de la ciudadanía mucho más cercana al Plan de Desarrollo Cultural. Esta proximidad se debe, en parte, a una base intelectual compartida y, en parte, a que los científicos sociales enraizaron explícitamente su análisis en el plan oficial de la ciudad para que se percibiera que tenía una base sólida, en lugar de ser una cuestión de capricho intelectual o preferencia personal. El equipo social defendía una concepción de la ciudadanía más política que conductista: se preocupaba por la “subjetivación política de los estudiantes a través de la música”, o más bien por su ausencia.
El plan cultural imaginaba la educación artística como formadora de “ciudadanos activos, críticos y propositivos” (“Plan” 2011, 100). Hablaba del “desarrollo de potencialidades y capacidades más que a dar instrucción o información a los ciudadanos y está orientada al desarrollo de conciencia ciudadana capaz de vivir libre y ser autónoma, y por ello no responde a la estandarización de comportamientos; en consecuencia, privilegia pedagogías activas y reflexivas sobre pedagogías instructivas y directivas” (95). El equipo social de 2017 vio un claro abismo entre esta política cultural y las prácticas cotidianas la ASPM (que ejemplificaban precisamente lo que el plan rechazaba), por lo que desarrolló una crítica a la formación para la ciudadanía en La Red. Su informe fue contundente:
La Red, aunque tenga la misión de formar para la ciudadanía, no lo hace porque no está orientada en el currículo y porque el tipo de formación que ofrece desde un componente sinfónico —cuyas características no permiten la reflexión— no posibilita sujetos críticos, como dice Martha Nussbaum, ni gente que construya en colectivo con el otro. […] La información que se ha recopilado hasta el momento habla de formación en valores y no de formación ciudadana, que es más política. (“Informe” 2017a, 28, énfasis añadido)
Su diagnóstico era que, al centrarse en cuestiones técnicas y estéticas e inculcar un buen comportamiento, el programa no desarrollaba la subjetividad política de los estudiantes ni su capacidad para reflexionar críticamente sobre el mundo a través de la música. El equipo dudaba de que la educación en valores a través de la música fuera suficiente para “formar ciudadanos con capacidad de participar activamente en la vida de su comunidad y de la ciudad” (187), por lo que cuestionaba que La Red constituyera una educación para la ciudadanía.
La crítica del equipo social giraba en torno a la concentración del programa en cuestiones musicales y su relativo descuido de elementos constitutivos clave de la ciudadanía como la reflexión, la voz y el agenciamento: “[La creencia en] La Red como salvadora, y el impacto social a través de conciertos ausenta la necesidad (social) de articular el arte con la estimulación del agenciamiento en los sujetos” (115). Tanto el equipo social como el equipo directivo en general solían caracterizar los eventos de La Red como estudiantes que llegaban, tocaban, tal vez escuchaban a algunos adultos hablar, y luego se marchaban de nuevo. Un informe anterior insistía en la importancia de incluir las voces de los estudiantes en la toma de decisiones, pues de lo contrario el programa perdería legitimidad como ejercicio de participación ciudadana y los estudiantes dejarían de creer en la posibilidad del diálogo y de la resolución de conflictos para la transformación social (“Jornada” 2014). En otras palabras, la ciudadanía debía ser modelada y practicada mediante la participación real en la toma de decisiones; no bastaba con tocar en un ensamble. Pero las soluciones eran esquivas. Tres años después, otro informe señalaba: “A veces los estudiantes se tratan como objeto, como un instrumento, el único interés real pareciera que fuera la música en sí, no quienes la hacen, el interés es ‘que suene’, no se ha preguntado ¿qué quieren los estudiantes?” (“Informe” 2017c, 72). En una gran reunión de personal por la misma época, un directivo preguntó: ¿Los estudiantes son participantes en La Red o instrumentos de La Red?
Para el equipo social, el problema principal era el formato sinfónico. Sencillamente, no pudieron encontrar pruebas de una conexión entre la formación en ensambles grandes y la estimulación del pensamiento crítico, la creatividad, el diálogo, el respeto a la diversidad, la capacidad de leer la ciudad, la participación cívica o la formación de “ciudadanos autónomos y libres” (188). Más bien, relacionaron esta formación con “el carácter conservador de La Red” (98). “¿Qué tipo de ciudadano puede formar el formato sinfónico?”, se preguntaba el informe. “¿Qué tipo de ciudadano forma La Red?” (31). Su respuesta fue: un sujeto que sigue las normas y no cuestiona. El equipo argumentaba que la educación en valores de La Red podía alejar a algunos jóvenes de las drogas y la violencia, pero que también apuntaba a “la formación del ‘Buen ciudadano’ caracterizado por un pensamiento conservador poco crítico de su entorno” (98). Su informe sugería que los estudiantes de La Red seguramente “serán ciudadanos que acaten las normas y disposiciones de la autoridad, pero difícilmente las cuestionarán cuando no estén de acuerdo o afecten sus intereses” (195). “¿Hasta qué punto un músico en un formato sinfónico logra ser agente de su propia transformación?” (31), se preguntó el equipo. No en gran medida, concluyeron, ya que este formato exigía obediencia, seguir un guion y callar (ya que el director tenía la última palabra). Un director de escuela reveló los valores sociales inherentes a la cultura orquestal convencional: “Siempre he dicho que la música es social por su propia naturaleza […]. En la orquesta aprenden a ser disciplinados, responsables, a saber que tienen que obedecer las reglas, a cuidar su instrumento”. ¿De dónde saldría entonces una ciudadanía autónoma y críticamente reflexiva? ¿Cómo aprendería un estudiante a convertirse en “agente de su propia transformación”?3
Sin embargo, estas críticas no fueron exclusivas del equipo social y de la dirección, sino que también fueron expresadas por algunos miembros del personal musical. Un director de escuela declaró:
Creo que yo en todos esos aspectos políticos y de formación ciudadana no he hecho nada, tal vez dar ejemplo […]. El mismo hecho de que en la música los reconocimientos sean para una sola persona (concertino) ya cierra esa posibilidad de equidad y reflexión crítica. […] A la Red sí le falta formación de sujetos políticos, es algo que no se ha desarrollado, se enseña es a estar siempre en conjunto, en ir para el mismo lado, ¿cuándo se ha visto a un ‘pelao’ criticando algo? (“Informe” 2017a, 71–72)
Otro director reflexionó: “Me gustaría que La Red nos enseñara a ser más críticos […] somos como borregos, nos limitamos a seguir, no enseñamos a los chicos a tener sus propias opiniones”. Un tercer director decidió centrarse en el desarrollo del pensamiento crítico tras comprobar que “en un ensayo, ante diversas preguntas los/las estudiantes ‘se quedan en blanco’ porque carecen de una voz propia que exprese lo que piensan sobre el lugar que ocupan en la agrupación, en la escuela y en su entorno; es común encontrar que los/las estudiantes busquen continuamente que les digan qué hacer” (“Informe” 2017d, 47–48).
El equipo social reconoció la existencia de dinámicas positivas en el programa, como una conexión más estrecha y un mayor grado de calidez humana entre el personal y los estudiantes de lo que es habitual en la enseñanza común. Algunos directores y profesores asumieron una especie de rol de padres. El equipo reconoció la utilidad de valores como la disciplina, el compromiso y la búsqueda de objetivos. Por tanto, las escuelas ofrecían un potencial de socialización positiva. Pero el equipo social creía que La Red tenía que ir más allá, en lugar de limitarse a reforzar las mismas normas y valores defendidos por otras instituciones sociales (como la escuela y la familia), y educar a “seres humanos con conciencia de ciudadanía” (186). Pretendían una educación más completa desde el punto de vista social, en la que los estudiantes pudieran tomar lecciones de la escuela de música y aplicarlas a su comunidad y a la ciudad en general. De este modo, los jóvenes músicos podrían
avanza[r] en la comprensión del rol como ciudadanos y no solamente cómo estudiantes que cumplen con deberes para alcanzar logros, la pregunta es cómo crear conciencia y estimular el ejercicio de la ciudadanía, la valoración de lo público y el sentido de pertenencia a una ciudad, siendo conscientes del papel que como músicos y artistas tienen en la sociedad de la que hacen parte. (195)
En este caso, había un estrecho paralelismo con mi anterior trabajo sobre El Sistema. Frente a la concisa afirmación de Abreu de que “cuando se forman músicos, se forman mejores ciudadanos”, me había preguntado si esto era realmente así. Esta pregunta dio lugar a un capítulo en el volumen Artistic Citizenship (Elliott, Silverman y Bowman 2016), en el que reflexioné sobre la falta de voz o participación política de los estudiantes de El Sistema (Baker 2016a). Comparé las realidades de tocar en un gran ensamble convencional con las características de la educación para la ciudadanía, que los antiguos griegos llamaban paideía y tenía “el objetivo general de desarrollar la capacidad de todos sus miembros para participar en sus actividades reflexivas y deliberativas, es decir, educar a los ciudadanos como ciudadanos” (Fotopoulos 2005). En la educación para la ciudadanía, se suele hacer hincapié en modelar la democracia, implicar a los estudiantes en la toma de decisiones y promover el pensamiento crítico y creativo. En comparación, El Sistema parecía estar diseñado para producir súbditos leales, entrenados para obedecer a la autoridad, en lugar de buenos ciudadanos, educados para participar en procesos democráticos.
Me basé también en el famoso estudio de Roger Hart (1992) sobre la participación de los niños. Hart sostenía que la participación es el derecho fundamental de la ciudadanía, pero tuvo el cuidado de desglosarla en ocho categorías, que conceptualizó como una escalera. Solo cuando nos acercamos a la cima de su escalera de participación, donde encontramos decisiones iniciadas y compartidas por los niños, la participación se aleja del simbolismo para acercarse a la ciudadanía. Los tres peldaños inferiores de la escalera —manipulación, decoración y simbolismo—, pueden parecerse a la participación, pero, según Hart, no lo son y, por tanto, no fomentan la ciudadanía. Argumenté que la mayoría de las actividades de El Sistema entran en la categoría de Hart de simbolismo, que describe “aquellos casos en los que aparentemente se da voz a los niños, pero de hecho tienen poca o ninguna opción sobre el tema o el estilo de comunicarlo, y poca o ninguna oportunidad de formular sus propias opiniones” (9). A medida que el programa se alineaba más abiertamente con el gobierno venezolano en el siglo XXI, mostraba cada vez más signos de decoración y manipulación. El estudio de Hart ofrece buenas razones para ser escépticos con respecto a la afirmación optimista de Abreu de que tocar en una orquesta constituye necesariamente una educación para la ciudadanía.
La ciudadanía está así íntimamente relacionada con la participación y, como explora Brough (2014, 50), numerosos estudiosos han matizado este último término, distinguiendo entre participación “funcional” y “transformadora”, “profunda” y “estrecha”, “nominal” y “transformadora”, “pseudo” y “auténtica”, e “intensidades participativas” minimalistas y maximalistas. Muchos autores coinciden en que la participación muchas veces sitúa a quienes participan como beneficiarios en lugar de ciudadanos. Brough afirma que “una cultura participativa debería caracterizarse como tal en función de si los participantes tienen una influencia significativa sobre las decisiones que les afectan a ellos mismos, a sus comunidades de práctica y, en última instancia, a la propia cultura” (202). Ella sostiene que la ampliación del acceso a las tecnologías y a las habilidades no promueve necesariamente una cultura pública más participativa ni refuerza el poder de las voces de los ciudadanos; estos esfuerzos deben estar vinculados a prácticas y espacios comunicativos caracterizados por la horizontalidad, el diálogo, la apertura y la autonomía. Brough utiliza estas cuatro categorías para analizar hasta qué punto los programas digitales de Medellín promovían una cultura participativa y, por lo tanto, una ciudadanía juvenil, y un proceso similar podría aplicarse a los programas de ASPM que pretenden educar a los ciudadanos y, de hecho, a la etiqueta “creación musical participativa”. Su argumento de que la ciudadanía digital requiere mucho más que simplemente dar a la gente acceso a un ordenador y a algunos programas de Microsoft y enseñarles a usarlos es igualmente relevante para la educación musical.
Por lo tanto, debemos escarbar bajo el discurso de la ciudadanía y observar detenidamente los procesos que subyacen. “Los discursos de participación pueden ser fácilmente apropiados para servir a una variedad de agendas ideológicas (y económicas) mientras que las prácticas correspondientes de participación pueden, de hecho, ser mínimas” (319–20). Al centrarse en exhibir a los estudiantes en lugar de confiarles la toma de decisiones, la ASPM ortodoxa es una cultura de presentación más que de participación (Turino 2008) y, por tanto, se asemeja más al simbolismo de Hart que a la educación ciudadana.
Volviendo a La Red, una perspectiva analítica útil la proporciona el artículo de Westheimer y Kahne (2004), “What kind of citizen? The politics of educating for democracy,” (¿Qué tipo de ciudadano? La política de educar para la democracia), que plantea precisamente la misma pregunta que el equipo social en su informe de 2017. Los autores identifican tres respuestas o categorías en la educación para la ciudadanía en Estados Unidos: el Ciudadano Personalmente Responsable, el Ciudadano Participativo y el Ciudadano Orientado a la Justicia. Argumentan que cada visión tiene aspectos positivos, pero también es incompleta. De especial relevancia para la ASPM es el Ciudadano Personalmente Responsable —que es respetuoso, obediente, atento, trabajador y con buenos modales. Westheimer y Kahne sostienen que estos son valores importantes, pero
no son inherentes a la democracia. De hecho, los líderes gubernamentales de un régimen totalitario estarían tan encantados como los líderes de una democracia si sus jóvenes ciudadanos aprendieran las lecciones que proponen muchos de los defensores de la ciudadanía personalmente responsable: no consumir drogas; ir a la escuela; ir a trabajar; donar sangre; ayudar a otros durante una inundación; reciclar; recoger la basura; limpiar un parque; tratar a los ancianos con respeto. Estos son rasgos deseables para las personas que viven en comunidad. Pero no son rasgos que respondan a la ciudadanía democrática. (5–6)
Los autores sugieren que la educación para la ciudadanía democrática debe ir más allá de la educación en valores para abarcar la participación (en el sentido de Hart y Brough) y la justicia social.
En Medellín, la visión del personal musical se alineaba estrechamente con la primera categoría, mientras que la perspectiva del equipo social tenía mucho en común con la segunda y la tercera. Había claros paralelismos entre la crítica del equipo social al enfoque de la ciudadanía de La Red y la crítica de Westheimer y Kahne al Ciudadano Personalmente Responsable. Sin embargo, la concepción de la ciudadanía del equipo social no encajaba precisamente ni con la segunda ni con la tercera categoría. Lo que se acentuó en La Red en 2018 fue el enfoque en el territorio y la relación entre la ciudadanía y la ciudad.
La Red se fundó en una década de extrema violencia en Medellín, y su objetivo era ofrecer entornos protectores a los jóvenes. La Red comenzó como un intento de contener el problema de la violencia aislando a los jóvenes de las influencias negativas. Uno de sus lemas clave llegó a ser “transformando vidas”. Veinte años después, en la dirección crecía la preocupación de que este enfoque era anticuado; la ciudad seguía siendo un lugar problemático, pero los niveles de violencia física habían disminuido sustancialmente desde la década de los 90. Los dirigentes consideraban ahora que las escuelas estaban un tanto divorciadas de la ciudad y de sus corrientes culturales, y se preguntaban hasta qué punto La Red fomentaba la reflexión y la acción sobre los problemas que existían fuera de sus muros. El equipo social trató de ampliar la concepción de la ciudadanía en el programa, pasando de corregir a los individuos (transformar vidas) a abordar los problemas de la sociedad urbana (transformar la ciudad).
El equipo concluyó su argumento a favor de un cambio de la educación en valores a la educación para la ciudadanía:
puede decirse que existe una conciencia y cuidado de transmitir algunos valores mediante la práctica musical, pese a ello falta generar estrategias que permitan el desarrollo de capacidades como la imaginación creativa, el pensamiento crítico, y la participación activa y deliberativa de los estudiantes no solo en relación al proceso de aprendizaje, sino en relación con el papel y aportes que como músicos pueden hacer en la transformación positiva de su entorno inmediato el barrio, la comunidad y la ciudad. (“Informe” 2017a, 202)
Esta visión se sustenta en el plan cultural de la ciudad, que establece: “El sistema educativo tiene como reto impulsar una educación ciudadana para actuar en la ciudad, lo que implica verla como objeto de análisis y como fuente de aprendizaje” (“Plan” 2011, 96). En un artículo que conecta el trabajo de Westheimer y Kahne con la educación artística, Kuttner (2015) propone que la investigación futura podría tratar de probar e ir más allá de las tres categorías del primero y explorar qué otros tipos de ciudadanía cultural pueden estar fomentando los programas de educación artística. Lo que el equipo social (y en general la dirección y la Secretaría de Cultura) trató de formar, diría yo, fue algo parecido a un Ciudadano Orientado a lo Local —un joven en diálogo con su barrio y comprometido con su transformación.
Nuestro interés compartido en el tema de la ciudadanía nos llevó al equipo social y a mí a mantener conversaciones periódicas sobre este tema, y como resultado el programa incorporó la ciudadanía artística como prioridad estratégica en 2018. La Red también me ofreció un papel formal como su consultor en materia de ciudadanía artística. Lamentablemente, no pude aceptar la oferta por razones contractuales, por lo que La Red contrató a un investigador local. Pero antes de dejar Medellín, hice dos presentaciones en el programa y propuse un modelo para pensar sobre este tema. Presenté una visión de la ciudadanía artística basada en la noción del ciudadano como individuo que desempeña un papel en la creación y el cambio del orden social, y la educación artística como un ámbito importante para desarrollar las capacidades necesarias. Ofrecí un modelo muy sencillo, centrado en cuatro nociones: reflexión, creación, participación y acción. La reflexión y la creación permiten a los estudiantes desarrollar su agenciamiento y una voz autónoma, mientras que la participación (en el sentido de Hart) y la acción los animan a proyectar esa voz, a dialogar con los demás y a poner su música al servicio de sus comunidades y su ciudad.
Esta propuesta intentaba aunar las investigaciones externas pertinentes con las deliberaciones y prioridades internas de La Red desde 2017. Por un lado, intenté traducir (literal y figuradamente) y condensar ideas que estaban en circulación en otros lugares para que pudieran ser fácilmente accesibles a La Red. Me basé en mi trabajo anterior y en las fuentes ya mencionadas, pero también me inspiré considerablemente en la tesis de Brad Barrett (2018), que se había basado en el volumen Artistic Citizenship (y en mi capítulo dentro de él) para construir un modelo para un programa inspirado en El Sistema en el Conservatory Lab Charter School de Boston. También fui influenciado por el trabajo del programa hermano de La Red, La Red de Artes Visuales, que había articulado una visión de la ciudadanía centrada en la transformación del contexto social (Organismo vivo 2016; La ciudad 2017), en contraste con el “transformando vidas” de La Red; y por el argumento de Hensbroek (2010) de que la ciudadanía cultural requiere la coautoría (aportación creativa) y no solo la visibilidad (ejecución del guion de otro). Por otro lado, no había nada en mi propuesta que no se hubiera discutido o probado ya en algún lugar de La Red. La directora de una escuela, por ejemplo, recalcó a los estudiantes que tenían una responsabilidad con la sociedad y que debían devolver algo a la comunidad a cambio de la educación gratuita que recibían; llevó a cabo acciones como llevar a la orquesta de la escuela a tocar a una residencia de ancianos. Mi objetivo no era la novedad, sino unir los hilos prometedores de La Red con las corrientes internacionales más amplias, presentar las ideas clave de la forma más sencilla y memorable posible, y utilizar mi posición privilegiada para ayudar al equipo social a dar más importancia a la educación para la ciudadanía dentro del programa.
Al igual que el equipo social, fundé esta propuesta en una crítica a la equiparación de la formación para la ciudadanía con la inculcación de un buen comportamiento. El trabajo de estudiosos como Michel Foucault (1991) y James C. Scott (2012) sugiere que inculcar disciplina puede ser en realidad antitético para fomentar la ciudadanía. Los programas de ASPM generalmente se esfuerzan por producir “buenos ciudadanos”, pero si van a perseguir el cambio social, necesitan preguntarse: “¿El papel de los educadores implica la obligación de ayudar a los estudiantes a aprender a ser ‘malos ciudadanos‘ —a hacer sus propias declaraciones artísticas políticas o sociales?” (Bradley 2018, 79). Vujanović (2016) defiende la importancia social de los “malos ciudadanos artísticos” —aquellos que son críticos y desobedientes. Para los grupos dominantes, un buen ciudadano suele ser ordenado y obediente, pero desde la perspectiva del cambio social, un buen ciudadano podría ser todo lo contrario (pensemos, por ejemplo, en la desobediencia civil en pos de la justicia social).
En el ámbito de la ASPM, El Sistema busca forjar “buenos” ciudadanos (leales, obedientes), pero algunos participantes en los últimos años también podrían ser considerados como “malos” ciudadanos (desvinculados de los procesos democráticos, apuntalando un régimen político dudoso). Gustavo Dudamel fue criticado en Venezuela por evitar hablar de política y, por tanto, por no ser un buen ciudadano (véase Baker 2016a). ¿Quiénes fueron los buenos ciudadanos, los músicos que actuaron obedientemente como propaganda del gobierno de Venezuela o los que desobedecieron y se levantaron contra el régimen de apartheid de Sudáfrica (Hess 2019)?
“Convertirse en y ser un ciudadano artístico no se produce de forma automática; el arte debe integrarse con otras formas de saber y hacer”, sugiere Bowman (2016, 81). Más concretamente, “[l]os estudiantes no pueden y no van a convertirse en ciudadanos plenamente comprometidos a menos que estén preparados para penetrar, desenmascarar y transformar sus mundos positivamente. Esto es lo que implica y exige la ciudadanía de pleno derecho, y la ciudadanía artística”, sostienen Silverman y Elliott (2016, 100). La acción es, entonces, crucial para la ciudadanía artística, pero se trata de una concepción de la acción muy diferente a la de la ASPM ortodoxa. En esta última, la educación y la interpretación musicales se consideran ser acción social. Pero como admitió un director de una escuela de La Red, “los conciertos son como ‘paños de agua tibia’ porque llegan a casa y se encuentran con los mismos problemas” (“Informe” 2017a, 78). La ciudadanía artística, sin embargo, implica comprometerse de alguna manera con esos problemas que esperan en casa y no solo proporcionar un espacio para evitarlos. Implica una acción en y sobre la sociedad, que surge de la reflexión crítica y tiene dimensiones éticas, políticas y cívicas, en lugar de disciplinarse. La ciudadanía artística implica poner en práctica las artes. Como escribe Bowman (2016, 65–66), “la noción de ciudadanía artística sugiere una relación necesaria entre el arte y la responsabilidad cívica. […] Los ciudadanos artísticos son (o al menos aspiran a ser) socialmente comprometidos, socialmente conscientes y socialmente responsables”. Esto es algo que el equipo social comprendió perfectamente. Citaron el plan cultural de la ciudad: “La ciudadanía debe ser entendida como activa, crítica y propositiva frente a los grandes problemas que desafían al conjunto de la sociedad” (citado en “Informe” 2017a, 201).
En resumen, mi propuesta representaba un esfuerzo por tomar en serio el tema de la formación para la ciudadanía en el contexto de los programas de ASPM, en los que el discurso de la ciudadanía ha sido bastante prominente pero la reflexión profunda mucho menos. De las entrevistas se desprende que gran parte del personal y de los estudiantes de La Red no habían reflexionado mucho sobre este tema; que el debate profundo y colectivo había estado un tanto ausente fuera del equipo directivo; y que, en consecuencia, el programa carecía de una concepción clara y compartida de la educación para la ciudadanía. Mi esperanza era contribuir a los esfuerzos del equipo social para estimular una mayor reflexión y acción en torno al objetivo de la formación ciudadana, y distinguir este objetivo de otras metas de la ASPM como lo son la acción social o la inclusión. Mi intención es destacar una pregunta importante para un campo con aspiraciones de educación ciudadana: ¿qué tipo de ciudadano?
Preguntas sobre Ciudadanía
Como reflejo de la complejidad de este tema, una serie de dudas empezó a asaltarme tras la presentación sobre la ciudadanía artística a La Red. Con el ánimo de promover la reflexión autocrítica, esbozaré aquí tres de ellas.
La ambigüedad de la ciudadanía
El objetivo oficial de La Red, la convivencia, es el término central de la cultura ciudadana, un concepto muy utilizado en Colombia que se asocia a la regulación del comportamiento ciudadano y a la promoción de normas sociales positivas. La Red depende de la Subsecretaría de Arte y Cultura, que forma parte de la Secretaría de Cultura Ciudadana. Institucionalmente, la cultura definida en sentido estrecho (como las artes) forma parte de una estrategia más amplia centrada en la cultura definida en sentido amplio (como las normas y los comportamientos). En otras palabras, a pesar de que los valores que defiende La Red pueden ser positivos para vivir en comunidad, como reconocen Westheimer y Kahne, la confluencia de cultura y ciudadanía aparece aquí como una forma de gobierno. La Red, con su énfasis histórico en la producción de “ciudadanos responsables” (Barnes y Prior 2009), parece una vía para una concepción conductista o disciplinaria de la ciudadanía dentro de una ideología urbana conductista de cultura ciudadana. El programa pretende producir sujetos que estén de acuerdo con la ideología política dominante, y los efectos que se buscan y reclaman son los que se sancionan políticamente. Incluso el intento del equipo social de inyectar más política en el programa supuso la alineación con la política oficial, aunque más progresista (el Plan de Desarrollo Cultural).
La Red ejemplifica una gubernamentalización de la cultura que se remonta al siglo XIX. La cultura fue instrumentalizada para servir como herramienta de control social, con el objetivo de cambiar el comportamiento de los pobres urbanos (Belfiore y Bennett 2008; Mantie 2018). En este periodo florecieron las afirmaciones de que las artes promovían el progreso moral y el orden público, y los intentos de llevar a las clases trabajadoras hacia la “recreación racional” (las actividades culturales de las clases medias y altas).
Existen estrechos vínculos entre La Red y el programa “Cultura Metro” de Medellín, que busca promover el buen comportamiento en el sistema de metro de la ciudad. Como escribe Brand (2013, 10): “El programa ‘Cultura Metro’ refuerza permanentemente el comportamiento ‘correcto’ […], con sus mensajes sobre el ‘buen ciudadano’ y los valores, actitudes y hábitos cotidianos que espera de los usuarios. El sistema de metro ofrece música clásica y préstamo de libros de autores locales. La cultura que promueve es burguesa y tradicional; una estrategia de ‘mejora social‘“.4 La alianza de La Red con la Cultura Metro, en forma de oferta de conciertos en las estaciones de metro, ilustra su papel en la propagación de una noción oficial y conductista de buena ciudadanía.
En consecuencia, hubo cierto escepticismo sobre el discurso de la ciudadanía por parte de algunas ramas menos institucionalizadas de la escena cultural de Medellín. Acosta Valencia y Garcés Montoya (2013) señalan que los colectivos juveniles en general veían la ciudadanía como un discurso algo vacío y oficial del Estado y preferían hablar de empoderamiento. En un debate público sobre cultura y ciudadanía, Lukas Perro, del colectivo audiovisual Pasolini, caracterizó la ciudadanía como un discurso civilizador, disciplinador y normativo dirigido desde el centro a la periferia y sustentado en una voluntad de control. A él le interesaban más las voces disruptivas de los márgenes.
Vale la pena comparar La Red, una respuesta musical oficial a la violencia en Medellín, con escenas locales como el hip-hop y el punk, que han ofrecido una visión más crítica y resistente, no solo de la violencia sino también del orden dominante que contribuye a su producción. Wiles (2016, 27) evoca este tipo de dicotomía cuando se pregunta: “¿Cuál es el propósito del arte? ¿Unir a la gente en algún tipo de comunidad, o proporcionar una voz disidente radical que subvierta un statu quo irreflexivo?”. También lo hace Vujanović (2016, 114–15): “Uno de los potenciales más poderosos del arte […] es producir un conocimiento afectivo en el que las imágenes y las narrativas de la sociedad real pueden ser discutidas, distorsionadas, pervertidas y confrontadas por imágenes de lo que las artes y la sociedad podrían ser y pueden ser.” Por lo tanto, “como actividad pública, el arte es más ‘malo’ (rebelde, ruidoso, perturbador, provocador de pensamientos, al borde de ser castigado) que ‘bueno’ (silencioso, obediente, que mantiene el orden público)”. Estas perspectivas cuestionan el uso de las artes (y la educación artística) como telonero a las ideologías dominantes.
La ciudadanía es, por tanto, un término ambiguo y controvertido, y a menudo es empleado por los grupos dominantes para promover sus objetivos. Como señala Levinson (2011, 281), “la ciudadanía autoritaria y legitimadora de las élites está muy viva”. Este era claramente el caso de El Sistema, que utilizaba el término libremente mientras negaba sistemáticamente a los participantes cualquier voz política. Pero de una manera más sutil en Medellín, la ciudadanía era un discurso que unía una concepción disciplinaria y correctiva de la educación musical con las prioridades políticas de la ciudad. La educación musical centrada en la educación en valores aparece como un vehículo para una concepción de la ciudadanía vertical, oficial y conductista: cultura ciudadana y “pórtate bien”. A cambio de la educación musical gratuita, se esperaba que la población destinataria asumiera la posición de sujeto de ciudadanos autodisciplinados que se comportan de forma adecuada (Nuijten 2013). Por lo tanto, la educación musical se ajustaba a la norma en la educación para la ciudadanía en Colombia: legitimar las élites políticas y el orden social dominante, y pasar por alto los problemas fundamentales de la inequidad, la injusticia y la exclusión (Galeano y Zapata 2006).
Sin embargo, la ambigüedad de la ciudadanía también puede ser explotada. Como discurso oficial consagrado, puede utilizarse para introducir una agenda más progresista o incluso radical sin asustar a las instituciones y a los financiadores. Para el equipo social de La Red, invocar la ciudadanía era una forma de abrir un espacio para pensar en la formación de los jóvenes como sujetos políticos autónomos y no solo como robots obedientes. En el programa de artes visuales, la ciudadanía estaba ligada a imaginar a los jóvenes como agentes y creadores de su propia realidad social. Este último programa (que se analiza más adelante) es un ejemplo de cómo utilizar el lenguaje oficial de la ciudadanía para impulsar la educación artística en direcciones más innovadoras y progresistas. Algunas concepciones de la ciudadanía, como la “ciudadanía insurgente” (Holston 1999) o la “ciudadanía subversiva” (Barnes y Prior 2009), parecen prometedoras desde la perspectiva del cambio social.
El discurso de la ciudadanía tiene, por tanto, facetas tanto conservadores como progresistas, y cubre (o encubre) tanto la reproducción social como el cambio social. Dagnino (2007) habla de una “confluencia perversa”, ya que el lenguaje de la ciudadanía y la participación puede ocultar posiciones políticas muy diferentes, que van desde la democracia radical hasta el neoliberalismo. Incluso dentro del gobierno de la ciudad de Medellín y sus políticas, la palabra “ciudadanía” no tenía connotaciones consistentes o estables. En parte, esto se debía simplemente a los cambios de alcalde y de gobierno cada cuatro años, pero también refleja la ciudadanía como un campo disputado y ambiguo.
En consecuencia, la ciudadanía es tanto un riesgo como una oportunidad para la ASPM; puede apoyar el estancamiento o el cambio. Puede actuar como una especie de caballo de Troya. Puede abrir un espacio para agendas más progresistas, pero también puede utilizarse para introducir ideologías y prácticas conservadoras en esferas progresistas. No hay nada intrínsecamente progresista en el discurso de la ciudadanía, por lo que hay que examinarlo y manejarlo con cuidado. Existe el riesgo de que la ciudadanía artística se aleje de los debates críticos y se emplee como una nueva etiqueta para las prácticas convencionales. Se trata de una noción que tiene un gran potencial, pero la trayectoria de términos como ciudadanía, participación y creatividad sugiere la importancia de protegerla contra la neutralización o la cooptación a otras agendas (incluidas las neoliberales).
Ciudadanía en América Latina
También tuve dudas ideológicas que me hicieron cuestionar mi propia perspectiva sobre la ciudadanía. Comencé a preguntarme si un enfoque normativo, profundamente arraigado en el pensamiento europeo, era realmente justificable en un contexto latinoamericano. ¿Se apoyaba en o perpetuaba una noción colonialista de los pueblos latinoamericanos como deficientes y necesitados de corrección (Rosabal-Coto 2019)? ¿No era mi propuesta una manifestación de la colonialidad tanto como el modelo de El Sistema que criticaba y buscaba suplantar? ¿No sería más apropiada una versión más basada en las realidades colombianas y no en las normas europeas (Galeano y Zapata 2006)? ¿Por qué le di tanta importancia a la autonomía y a la reflexión crítica, que son mucho menos destacadas en los sistemas de conocimiento indígenas? Por otro lado, me había pasado un año hablando con los directivos de La Red y con científicos sociales y leyendo sus informes; mi propuesta coincidía con su pensamiento y fue bien recibida por ellos. Al fin y al cabo, me habían ofrecido un puesto de asesor en materia de ciudadanía artística. ¿Estaba siendo yo ahora más papista que el Papa?
No tengo respuestas fáciles a estas preguntas críticas. Sigo encontrando un valor considerable en la noción de ciudadanía artística, y sigo creyendo que un programa que abarque la reflexión, la creación, la participación y la acción sería más fuerte que uno que no lo hiciera; sin embargo, las preguntas también son válidas. Tengo la firme sospecha de que este modelo requiere una mayor elaboración en un contexto latinoamericano (y ofrezco algunas indicaciones en la Parte 2). Puede ser simplemente que este tema no se preste a soluciones concluyentes y que, al igual que la ASPM en general, la investigación honesta de la educación para la ciudadanía sea una búsqueda interminable con más preguntas que respuestas. Tal vez tengamos que ser escépticos con todos los modelos, incluido el mío.
¿Acción o activismo?
De la crítica al enfoque normativo surge un interrogante sobre la acción, la última de las cuatro palabras de mi modelo. La elección de esta palabra revela mi duda, porque en Artistic Citizenship y otros trabajos recientes sobre este tema (p. ej. Hess 2019), el énfasis está en el activismo, que tiene una connotación más política. Aunque apoyo este enfoque en teoría, también soy consciente de que el activismo implica algo diferente en Colombia de lo que implica en gran parte del Norte global. El activismo es potencialmente peligroso en Colombia —el asesinato regular de activistas sociales es un escándalo nacional—, y por eso muchos lo evitan. De ahí que haya razones para ser cautelosos a la hora de enmarcar la ciudadanía artística como algo necesariamente centrado en el activismo.
También cabría preguntarse si una presión constante para participar en la acción o el activismo podría ser una carga y/o una limitación para los programas de educación musical, sea cual sea su contexto. En consecuencia, prefiero pensar en la acción como un resultado posible o deseable, más que necesario. También es uno que podría tener lugar más allá del programa de música (ya sea por fuera o después). Al promover la reflexión, la creación y la participación, la educación musical podría dar a los jóvenes herramientas para comprometerse con la acción o el activismo en otras áreas de sus vidas o cuando sean mayores, si así lo deciden. En un contexto como el de Colombia, esto significaría que la ASPM sentaría las bases y fomentaría las capacidades activistas en lugar de poner a los estudiantes en la línea de fuego. Este punto de vista encuentra un eco en la visión de Hess de la educación musical como “establecer las condiciones para el activismo” (156) en lugar de garantizar la acción.
Sin duda hay otras críticas que se podrían hacer, y espero que se hagan. No creo que haya un solo modelo para la ciudadanía artística dentro de la ASPM que hay que seguir. Pero sí creo que sería un camino productivo para el sector enfocar la ciudadanía como un tema para el debate y no solo como un discurso publicitario.
“La Educación Musical es Política”
El tema de la ciudadanía está estrechamente ligado al de la política; de hecho, podría argumentarse que la política es lo que diferencia la educación para la ciudadanía de la acción social. Mullin (2016) sugiere que la ciudadanía artística “profunda” es políticamente reflexiva y comprometida; para el equipo social, la educación para la ciudadanía era inseparable de la subjetivación política. En La Red, la política era, por excelencia, un “debate de segundo orden”: atravesaba gran parte de lo que observaba y, sin embargo, rara vez era objeto de discusión directa fuera del equipo social. Este es también el caso en la ASPM en general, por lo que merece la pena sacar este tema a la luz para seguir discutiéndolo. En el caso de La Red, hubo poco debate abierto porque la política es una especie de palabra sucia para mucha gente en Colombia. A menudo se asocia con la politiquería y la corrupción. Algunos confunden ser un sujeto político con la politiquería (“Informe” 2017a). Por lo tanto, en el contexto de la educación artística, la política puede ser un tema delicado. No obstante, los esfuerzos de la nueva dirección a partir de 2017 podrían entenderse como profundamente políticos.
El equipo social abordó el tema de la política de forma directa al instar a La Red a centrarse más en “la subjetivación política de los estudiantes a través de la música”. En una presentación a todos los directores en 2018, Parra incluyó una diapositiva titulada: “La educación musical es política”. De hecho, constituir y empoderar a los estudiantes y a sus familias como sujetos políticos había sido una preocupación de los dirigentes desde la época de Arango, y había sido el objetivo principal de Jiménez, la antecesora de Parra al frente del equipo social, que había considerado que el valor de la ASPM residía principalmente en los procesos sociopolíticos que podía catalizar. Estos puntos de vista estaban respaldados por el plan cultural de la ciudad, que presentaba la cultura como “fundamentada en una ética política” (“Plan” 2011, 31). Para los sucesivos líderes y equipos sociales, por tanto, La Red era, en el fondo, un proyecto político, y su éxito o fracaso debía evaluarse en términos de nociones políticas como el agenciamiento y la voz.
Giraldo también se comprometió con la política de forma explícita, por ejemplo, durante sus palabras de apertura a los nuevos representantes estudiantiles en 2019. Pero su reinterpretación de La Red y la de Franco a través de los lentes de la diversidad y de la identidad también constituyó una forma de política cultural. Su frecuente evocación de términos como horizontalidad, agenciamiento y diálogo de saberes subrayó que sus nuevas iniciativas estaban impulsadas por consideraciones políticas y no simplemente estéticas. Su promoción de la creación además de la presentación musical tenía que ver con la representación y no solo con la innovación. La adopción del ABP se explicó como una vía para alejarse de las dinámicas autocráticas y acercarse a la construcción participativa, lo que ilustra una preocupación por La Red como encarnación de un ideal político. Pero Giraldo también invocaba el arte como contracultura y como herramienta para cuestionar la sociedad. Estos músicos siguieron caminos algo diferentes a los de los científicos sociales y utilizaron un lenguaje diferente, pero sus diagnósticos y sus objetivos políticos eran bastante similares. A su manera, estaban igualmente preocupados por constituir a los estudiantes como sujetos políticos.
Una vertiente importante de su política cultural fue la adopción de la interculturalidad y su respuesta crítica a las dinámicas colonialistas en la educación musical colombiana. La Red no es un espacio académico, por lo que palabras como “colonial” y “decolonial” no formaban parte del discurso cotidiano, pero estos términos surgieron con suficiente frecuencia en pequeñas reuniones y conversaciones privadas que dejaron claro que informaban el pensamiento de los líderes. Los dirigentes no descartaron la música clásica ni sugirieron que no debería formar parte de La Red, sino que criticaron la mentalidad colonizadora de que lo extranjero es mejor que lo local y centraron sus esfuerzos en reforzar el lado popular y tradicional del programa (históricamente más débil). A partir de 2018, utilizaron cada vez más la escuela de música tradicional, Pedregal, para mostrar el programa en eventos externos. Al defender la música colombiana y abrazar términos como interculturalidad y horizontalidad, dejaron claro que pretendían alejar a La Red de una jerarquización colonialista de la cultura que colocaba la música clásica europea en un pedestal. Giraldo declaró explícitamente que el nuevo énfasis en la diversidad, la identidad y la horizontalidad tenía un “poderoso trasfondo político.” Mignolo y Walsh (2018, 57) proporcionan más detalles sobre ese trasfondo, describiendo la interculturalidad como “tanto un proyecto político, epistémico y existencial complementario como un instrumento y una herramienta de la praxis de la decolonialidad”, lo que distinguen de “una política de inclusión que, la mayoría de las veces, está ligada a los intereses del orden dominante”.
Por el contrario, El Sistema —que ha operado bajo la bandera de la inclusión desde principios de la década del 2000—, siempre ha renegado de la política y se ha presentado como apolítico. Siguiendo el ejemplo de su mentor Abreu, Dudamel se negó rotundamente a hablar de política durante su primera década en el candelero mundial; sus representantes de relaciones públicas dejaron claro a los periodistas que no quería hablar de este tema, y cuando se le presionó, respondió: “El Sistema es demasiado importante para someterlo al discurso y a las batallas políticas cotidianas. Debe mantenerse al margen” (citado en Baker 2016a). La política es otra área en la que La Red se separó de El Sistema en 2005, hasta el punto de ofrecer una visión profundamente distinta de la ASPM.
En realidad, toda la educación musical es política, como declaraba la diapositiva de Parra; lo que varía es el tipo de política y el grado de apertura. Tanto El Sistema como La Red están financiados por el Estado y supervisados directamente por los políticos. El Sistema depende del Despacho del Presidente y cuenta con destacados políticos en su consejo de administración. El director de La Red responde directamente a la Secretaria de Cultura Ciudadana. La relación de estos programas con la política formal ha sido fuente de su éxito, pero también de críticas, tanto desde dentro como desde fuera de la organización, ya que su posición los ha sometido a los dictados políticos.
La afirmación de que El Sistema es apolítico es simplemente un discurso estratégico. Abreu era político antes de crear el programa, se convirtió en ministro del gobierno mientras dirigía El Sistema, y fue ampliamente conocido como un maestro de la politiquería. El programa siempre ha colaborado estrechamente con los gobiernos de Venezuela, y esta relación se hizo aún más estrecha con los presidentes Chávez y Maduro. En los últimos años, El Sistema ha bailado abiertamente al son del gobierno, contradiciendo claramente sus continuas afirmaciones de neutralidad política. Este alineamiento político abierto ha hecho que el programa sea objeto de críticas cada vez más estridentes por parte de los venezolanos en los últimos años (p. ej. Esté 2018; Kozak Rovero 2018), aunque la ficción apolítica sigue teniendo un considerable arraigo en el imaginario público del Norte global.
En el caso de La Red, las críticas han sido más internas y más apagadas, y han venido sobre todo de la primera generación. Algunos miembros del personal musical vieron un largo proceso de politización formal de La Red, que comenzó con el paso de una empresa privada (Amadeus) al gobierno de la ciudad, y se acentuó con el nombramiento de los directores generales a partir de Zuluaga por parte del alcalde. Zuluaga y sus sucesores se encargaron de alinear La Red más estrechamente con las prioridades de la Secretaría de Cultura Ciudadana y la administración municipal. Estos cambios fueron vistos con recelo por una parte del personal, que recordaba una “época dorada” en la que La Red era más independiente y que resentía la idea de estar a la suerte de los políticos.
Ambos programas son también políticos a un nivel más micro. Como señalan Ansdell et al. (2020, 138) acerca de la música comunitaria, “el trabajo íntimo y personal de hacer música con la gente en una variedad de formas y entornos es también necesariamente micropolítico”. La estricta limitación del agenciamiento de los estudiantes por parte de El Sistema, hasta el punto de decirles incluso por quién votar en las elecciones, y su enfoque abiertamente autocrático, construido en torno a la disciplina y las figuras masculinas de autoridad, son tan políticos como la preocupación de La Red por el empoderamiento y la subjetivación política.5 La negación de la política y de la ideología suele ser un signo de una agenda conservadora implícita, y este es el caso de El Sistema, como han atestiguado numerosos estudiosos.6
Aunque la política progresista de La Red contrastaba con el conservadurismo de El Sistema, en la práctica la distinción entre ambos programas era algo menos clara. El hecho de que el equipo social siguiera luchando con los mismos problemas una década después de su creación era indicativo: La Red evolucionó como un satélite de El Sistema, y no cambió de la noche a la mañana con la llegada de una nueva dirección. La preocupación primordial de Parra en 2017 por la subjetivación política de los estudiantes revela hasta qué punto las intenciones anteriores de Jiménez, que se remontaban a una década atrás, se habían visto frustradas o posteriormente revertidas. De ahí que el enfoque más político de La Red, centrado en el empoderamiento y la voz, pueda entenderse mejor como una visión de gestión, que se vio constantemente frenada en mayor o menor medida por la arraigada filosofía de la disciplina y la corrección que recorría el corazón del programa (y, de hecho, de la educación musical clásica en general). Así pues, La Red aparece en realidad como un espacio en el que coexisten en tensión diferentes enfoques de la ASPM, más que como un ejemplo puro de un modelo diferente de la ASPM. Sin embargo, por muy parciales que fueran los avances en la práctica, las críticas de la dirección a la ideología eurocéntrica y colonialista y su adopción de objetivos como la horizontalidad y la interculturalidad comenzaron a desestabilizar algunos de los fundamentos políticos más conservadores de la ASPM.
Mirar juntos El Sistema y La Red nos permite cuestionar la noción dominante de que la ASPM es o debería ser independiente de la política, y comprender cómo un enfoque más abiertamente político está vinculado a una agenda más progresista y es, por tanto, más prometedor si el objetivo es el cambio social. La ASPM “apolítica” de El Sistema, por debajo del caparazón retórico, se centra más en el fortalecimiento de los valores existentes que en la generación de otros nuevos, como se verá en el próximo capítulo. El Sistema es una especie de excepción entre los programas musicales de orientación social por su negación de la política; en campos como la música comunitaria o la justicia social en la educación musical, los individuos suelen estar impulsados por creencias políticas y las organizaciones suelen enmarcar su actividad en términos políticos. La política también es más prominente en otras partes del campo de la ASPM latinoamericana.7
También es interesante comparar La Red con los programas de ASPM del Norte global. Por supuesto, hay una variación considerable en estos últimos. Sin embargo, la ideología del “poder de la música” está muy extendida en la promoción y el discurso público allí, mientras que estaba totalmente ausente entre la dirección de La Red durante mi trabajo de campo. Nunca escuché a los dirigentes explicar el impacto de la música en términos de efectos cognitivos o psicológicos, o de coeficiente intelectual o resultados de pruebas. En cambio, estaban interesados en animar a los jóvenes a encontrar una voz, a conectar con su herencia cultural y a actuar sobre los problemas de sus barrios. Para Parra, el valor de la música era como un medio para que los estudiantes reflexionaran y expresaran quiénes eran y qué experimentaban. El cambio social surgiría de la creación cultural y de la participación política, no de los cambios invisibles en las cabezas de los estudiantes. No se hablaba de milagros ni de salvación; se consideraba que los beneficios dependían de la postura pedagógica y política del programa y de las formas en que permitía o no a los estudiantes desarrollarse como sujetos sociales y políticos.
Este tipo de cuestiones son dejadas de lado no solo por el modelo dominante de El Sistema, sino también por la cultura evaluativa que prevalece en el Norte global. La Red fue financiada por el gobierno de la ciudad como un programa de convivencia. En este sentido, su objetivo general era tanto político como casi imposible de medir y, de hecho, uno de los pocos retos a los que no se enfrentó el programa fue la obligación de demostrar su valor mediante evaluaciones de impacto periódicas (ha habido una sola en su historia). Podría parecer que la falta de evaluación sería una receta para la mala calidad, pero otra perspectiva es que permitió a la dirección del programa centrarse en las cuestiones que realmente le importaban, en lugar de las que podían ser medidas por otros. En el caso de La Red, esto significó que los aspectos culturales y políticos de la ASPM pasaron al centro del debate, y los indicadores medibles, como los efectos cognitivos y el rendimiento académico, quedaron relegados a un segundo plano.
En este sentido, me llamó la atención lo indiferente que parecía el equipo de Giraldo a los estudios que no abordaban cuestiones culturales o políticas. Mostraron poco interés por las evaluaciones cuantitativas o psicológicas, pero no por las razones que a veces se encuentran en otros lugares (una creencia inquebrantable en el valor del programa). Por el contrario, creían claramente que un programa de ASPM que no fomentaba una voz musical ni política en los estudiantes era deficiente, y ninguna cantidad de estudios sobre otros temas iba a cambiar esta valoración.
En resumen, la política es un tema que hay que abarcar si queremos comprender más profundamente la educación musical, pero a menudo se ha evitado, incluso en muchas investigaciones. Si partimos de la idea de Parra de que “la educación musical es política” y asumimos que no existe una educación musical apolítica, es más probable que comprendamos las fuerzas macro y micropolíticas que estructuran y atraviesan los programas. Todos los programas están implicados en cierta medida en la política nacional, regional o local, y alinearse con las personas e ideologías dominantes no es lo mismo que ser neutral. Cada programa encarna una forma de política cultural a través de su elección de plan de estudios y de pedagogía, y dicha política no es menos real por ser implícita. Todos los programas participan en cierta medida en la constitución de sujetos políticos; la cuestión es: ¿qué tipo de sujeto?
La Burbuja
Un director describió su escuela como una especie de oasis: un lugar donde todo el mundo dejaba sus problemas en la puerta y se respiraba una atmósfera diferente. Nora, miembro del equipo social, tenía una opinión diferente. Consideraba que el programa creaba una separación entre la escuela y el barrio, y construía dicotomías de “niños buenos” versus “niños malos”, “culto” versus “inculto”. Caracterizó la actitud de algunos estudiantes de La Red hacia sus compañeros como “tú, tan simplón, que solo escuchas reggaetón y yo, tan sofisticado, que escucho Beethoven”. Según ella, esto no era culpa de los estudiantes o de los profesores, sino que era algo inherente a La Red. Sostuvo que esos binarios podrían haber sido productivos si se hubieran tomado como temas de discusión; en cambio, solo generaban prejuicios. “Esta es la dinámica más peligrosa que produce La Red, porque no debería tratarse de señalar con el dedo a unas personas y poner a otras en un pedestal”. En su opinión, esto era lo contrario de lo que el programa debería hacer realmente, que era promover la empatía y actuar en beneficio de los demás. En lugar de calificar a los jóvenes atrapados en el conflicto urbano como “niños malos”, y en vez de fomentar un binario de “yo soy músico y tú eres delincuente”, La Red debería intentar humanizar y comprender a los demás.
Nora continuó: “Lo que estamos haciendo, o lo que se genera aquí, es que esos jóvenes no tienen una visión crítica de esas realidades y esos barrios, sino que simplemente quieren distanciarse”. Si soy un estudiante de música dentro de un contexto violento, dijo, pero me quedo en mi burbuja musical, no estoy haciendo nada para mejorar ese contexto; no estoy haciendo nada para transformar la realidad de otras personas que viven a mi lado. Describió la dinámica como “huir, pero no devolver”. Los estudiantes trataban la escuela de música como un refugio, pero había sido mucho más parcial un movimiento contrario o de devolución a la comunidad. “Así que, al final, el impacto que tiene La Red se limita a la escuela de música y no va más allá”. ¿Su conclusión? “Si estamos creando esa burbuja, deberíamos estallar esa burbuja”.
La explicación de Nora fue especialmente detallada, pero el punto de vista subyacente no era exclusivo de ella. Parra aludía con frecuencia al imaginario histórico de La Red sobre niños buenos y niños malos, los que se salvaron y los que se quedaron atrás. El informe del equipo social de 2017 critica la construcción de un mundo cerrado en sí mismo:
Otro de los aspectos que se encuentra en las entrevistas y en la recolección de información de campo (visitas a escuelas y reuniones) es el poco acercamiento de las comunidades a las proyecciones del Programa, es decir, el poco impacto alrededor de las personas que no están vinculadas a la REMM, y la resistencia de formadores y direcciones para abrirse a otras posibilidades que amplíen la mirada del quehacer y que le permita al estudiantado recorrer otros espacios. (“Informe” 2017a, 99)
Siguió diciendo que el modelo pedagógico y el enfoque de presentaciones musicales limitaban la comprensión de los estudiantes de las realidades sociales de otros jóvenes de la ciudad. En una reunión con directivos, Parra señaló la contradicción entre el supuesto empleo de pedagogía crítica por parte de La Red, según los documentos oficiales, y lo que describió como “una negación total” de la cuestión de la violencia en muchas escuelas. Se preguntó: ¿La Red está formando sujetos políticos o personas que se refugian en la música y se aíslan de la sociedad?
Lucía, una de las predecesoras de Nora, afirmó que “la burbuja” había sido un tema importante de discusión durante su época. Describió La Red como un programa “elitista” que sacaba a los niños de su entorno cotidiano, les daba nuevos conocimientos y les abría los ojos a otras realidades, pero también abría brechas entre ellos y sus contextos, sus familias y sus comunidades. Esto suponía un riesgo constante de tensión o conflicto con sus vidas cotidianas, con el que La Red nunca se había enfrentado realmente. Haciéndose eco de Nora, afirmó que los estudiantes se distanciaban de la realidad y dejaban de vivir plenamente en sus territorios. Según ella, “levitan” cuando caminan por el barrio (una imagen que evoca lo contrario de “con los pies en la tierra”); creen que están en un plano superior al de sus compañeros.
María, una de las compañeras de Nora, criticó la intensidad original de La Red (muchas horas, siete días a la semana) por perturbar las relaciones y las actividades de los estudiantes con sus familias y amigos. También miró con recelo el discurso generalizado de La Red como una familia: no, dijo, no es una familia, es un programa público y no debe suplantar a la familia. La mayoría de los participantes ya tienen una familia y deberían pasar algún tiempo en casa.
La evidencia de semejantes visiones se remontaba a más de una década. El primer informe del equipo social señalaba que entre las motivaciones de los estudiantes para ingresar en La Red estaba “ser diferentes a los demás (mejores)” (“Informe” 2008, 5), y que “los alumnos de las escuelas se sienten orgullosos y diferentes, incluso dentro del mismo contexto del barrio” (23). La evaluación de 2005 era aún más clara:
los beneficiarios tienen sentido de pertenencia al grupo de músicos, lo cual miran como algo positivo, atractivo, pero que los hace distintos. Distintos por cuanto tienen un talento que deben poner al servicio de los demás, porque son más sensibles hacia el mundo y las personas que los rodean, porque aprenden tolerancia y reconocimiento y porque son ejemplo para los demás niños de su edad o de su familia. (“Medición” 2005, 13)
También señala: “Los profesores buscan inculcarles mucha seguridad para que puedan asumir el ser distintos” (4). Llama la atención la repetición de la palabra “distinto”. Además, en la categoría de inclusión social, el informe destaca el afecto de los participantes entre sí, con quienes pasan gran parte de su tiempo.
Lo que se desprende de estos informes y testimonios es una clara sensación de que La Red alienta el vínculo entre los estudiantes de música y los distingue o separa de otros jóvenes. Existen paralelismos con los estudios de los programas de ASPM en otros países. Wald (2009; 2011; 2017) descubrió que los jóvenes músicos de ASPM en Buenos Aires tenían una fuerte visión del mundo de “nosotros versus ellos”: un claro sentido de diferencia y distancia con respecto a sus compañeros no músicos, a los que consideraban problemáticos y menos dignos. Sostiene que los programas no transformaban a los jóvenes más vulnerables, sino que proporcionaban una salida a los jóvenes de los barrios populares cuyas familias eran económicamente estables, ya compartían el sistema de valores de clase media de la ASPM y estaban comprometidos con la participación de sus hijos. De ahí que los programas exacerbaran la distancia imaginada entre ambos grupos. En su estudio sobre la Orquestra Geração de Portugal, Teixeira Lopes et al. (2017, 207) señalan que “este fuerte ambiente de unidad también acaba teniendo un lado negativo, dado que a veces la orquesta funciona un poco como un pequeño mundo aislado de todo lo demás, ‘una esfera muy cerrada‘“.8
Sarrouy (2018) pinta un retrato detallado de un grupo de madres que pasan todas las tardes esperando a sus hijos fuera de una escuela de El Sistema en Venezuela. Observa un contraste entre los niños dentro de la escuela, que van elegantemente vestidos, y los que están afuera, en las calles del barrio, sin zapatos y sucios. Pregunta a las madres sobre este tema. Ellas responden que los que están afuera provienen de familias que se preocupan menos por sus hijos. Una de ellas dice: “Son sobre todo madres solas que sufren de alcoholismo y de vicio del juego; prefieren pasar las tardes viendo las novelas y no se preocupan por los hijos que pasan días en la calle y se convierten en malandros” (50). En este relato, El Sistema aparece no como un programa de inclusión social dirigido a los más excluidos, sino como un motor de separación social, trazando una línea entre los niños que reciben más apoyo familar y los que reciben menos.
El marcar límites es un tema importante del estudio de Bull (2019) sobre la música clásica juvenil en el Reino Unido. Por lo tanto, su aparición en los programas de ASPM en América del Sur no parece ser una coincidencia, sino más bien una consecuencia de sus cimientos compartidos: la educación en música clásica. Bull abre su libro con un relato autocrítico de su propia experiencia como joven músico clásico, que tiene ecos inconfundibles de los informes del equipo social de La Red: describe “una sensación de estar de alguna manera aparte del resto del mundo: las preocupaciones cotidianas no nos tocaban a mis compañeros músicos ni a mí porque estábamos haciendo algo mucho más importante que todos los demás” (xi). Junto con su argumento de que ser un músico clásico era un poderoso modelo de identidad social para los jóvenes de su grupo, esto nos lleva a un punto poco comprendido sobre la ASPM: la dinámica característica del colectivo en la ASPM no es el tan promocionado trabajo en equipo, del que una orquesta dirigida por un director es de hecho un ejemplo sorprendentemente pobre (véase Baker 2014), sino más bien el tribalismo.
En su primera fase, La Red tenía un lema, “Siempre juntos”, y un himno del mismo nombre. El sentido de unión dentro del grupo es obvio en las propias palabras y fue subrayado por el hecho de que los miembros de la primera generación seguían utilizando este lema veinte años después. Algunos empleados hicieron eco de la caracterización que hizo Bull de los jóvenes músicos clásicos como si estuvieran “de alguna manera apartados del resto del mundo”, describiendo a los estudiantes de La Red como “con la cabeza en las nubes” porque tocaban instrumentos clásicos, o como desconectados de otras culturas juveniles. La convivencia, el objetivo central de La Red, se imaginaba generalmente entre los estudiantes de música, más que entre los estudiantes de música y el resto de la sociedad. Este tribalismo es especialmente marcado en El Sistema. En su discurso publicitario se refuerza constantemente la noción de “una gran familia”, pero la otra cara de esta moneda es una sorprendente insularidad y exclusividad. Mora-Brito (2011, 60) describe “un sistema cerrado e inhóspito para los de fuera”, mientras que una experimentada administradora de orquesta bromeó: “Es una gran familia… como la mafia siciliana” (véase Baker 2014, 223).
El desarrollo de la amistad, de la vinculación y de la pertenencia entre personas con ideas afines es una característica reconocida de la educación musical y puede considerarse un proceso positivo (Hallam 2010). Shieh (2016) señala algunos aspectos positivos de la filosofía de “burbuja” de El Sistema, aunque también plantea varias críticas. Las actividades colectivas ofrecen potencialmente considerables beneficios a las sociedades fragmentadas por el neoliberalismo, la polarización política y las nuevas tecnologías. Un director de La Red declaró: “El tipo de amistad que se genera en las escuelas de música no es el mismo que se genera en los colegios”. Afirmó que los estudiantes se convertían más en hermanos o almas gemelas, ya que estaban allí por elección e interés compartido, más que por obligación.
Sin embargo, lo que se desprende de los análisis de La Red y de otros programas es la otra cara de la moneda: la vinculación dentro del grupo a costa de la solidaridad o la empatía con los demás y, por tanto, la construcción y el mantenimiento de divisiones sociales. Como escribe Bowman (2009b, 122): “Las otras caras de la capacidad inspiradora de la música para forjar la unidad en medio de la diversidad, son la supresión de al menos ciertas dimensiones de la diferencia individual y la creación y refuerzo de las fronteras que separan y distinguen los de adentro de los de afuera”. Del mismo modo, Daykin et al. (2020), en su estudio sobre el papel del capital social en las artes participativas para el bienestar, afirman: “Los datos sugieren algunos aspectos negativos del capital social. Por ejemplo, la vinculación puede crear identidades dentro del grupo y, por definición, puede reforzar la exclusión de los grupos externos”. La ASPM parece fortalecer, en lugar de cuestionar, una dinámica evolutiva de solidaridad dentro del grupo y hostilidad fuera de él, lo que plantea dudas sobre su contribución a la convivencia y la armonía social. Además, el discurso de “una gran familia” ha servido para normalizar y encubrir dinámicas problemáticas en las instituciones de educación musical, incluidos los abusos sexuales, tanto en el Reino Unido (Newey 2020) como en Venezuela (Baker 2014).
En la filosofía de El Sistema es fundamental la noción de la orquesta sinfónica como campo de entrenamiento para la vida. Sin embargo, una orquesta convencional es una unidad delimitada que fomenta la insularidad y limita el intercambio con la sociedad en general de diversas maneras (como los requisitos de entrada y el diseño y uso del espacio). En un contexto educativo, forma a los estudiantes para que se relacionen con quienes tienen habilidades e intereses similares y los separa de los demás. En el caso de la ASPM ortodoxa, con su intenso compromiso de tiempo, los estudiantes suelen describir la reducción de sus conexiones sociales, ya que su vida gira cada vez más en torno a la escuela de música y a otros estudiantes de música. Un mundo en miniatura que limita el trato de sus habitantes con extraños con gustos e ideas diferentes no es “un modelo para una sociedad global ideal”, como afirma Dudamel (Lee 2012).
Un tipo de tribalismo es la ASPM frente al resto. El conciso resumen de Nora —”tú, tan simplón, escuchando reggaetón y yo, tan sofisticado, escuchando Beethoven”—, indica cómo este tribalismo está mediado por el género musical, así como por la actividad. Aunque la ASPM puede analizarse positivamente como la adquisición de capital cultural por parte de los participantes, Daykin et al. (2020) señalan: “A veces se observa que el capital cultural refuerza las jerarquías a través de juicios y distinciones estéticas basadas en el gusto, el repertorio, las habilidades creativas, los logros y las experiencias.” Wald (2017, 72) hace una observación similar con especial referencia a la ASPM: “La experiencia estética de la música académica colabora en la construcción identitaria de ese colectivo, de ese ‘nosotros‘, los diferentes”. La actitud despectiva de los músicos de la ASPM hacia el reggaetón es algo que yo también he observado repetidamente. El reggaetón es un estilo de música popular consumido en toda América Latina, y aunque tiene un atractivo interclasista, se asocia especialmente a las clases populares. Es claramente irónico que programas que supuestamente se centran en la armonía social y se dirigen a los barrios populares, de hecho fomenten el desprecio por la música más consumida allí. Los programas de ASPM podrían enfocar el tema de otra manera: por ejemplo, desafiando a los estudiantes que se quejan del empobrecimiento musical y lírico del género a escribir una buena canción de reggaetón; o enseñándoles todos los géneros musicales populares que se remontan al siglo XVI y que han sido inicialmente despreciados por las élites sociales y que luego se han convertido en símbolos nacionales consagrados en América Latina (como el tango, la samba y la rumba) o en elementos básicos de la música clásica (como la chacona y la zarabanda). En cambio, la ASPM a menudo fomenta una división entre los músicos clásicos supuestamente superiores y los aficionados al reggaetón, supuestamente inferiores.
Cheng (2019, 59–60) escribe: “Lo que en realidad escasea —lo que está en la raíz de tantos perjuicios e injusticias—, es la limitada capacidad o voluntad de las personas para comprender, tolerar y dignificar las diferentes cosas que otras personas encuentran bellas. Pensemos en todos los conflictos que estallan cuando los habitantes de la sociedad no logran empatizar o soportar los gustos e intereses de los demás”. ¿No deberían los programas que dicen centrarse en la inclusión o la convivencia a través de la música aspirar a tender puentes entre los consumidores de distintos géneros en lugar de utilizar la música para dividirlos?
Otro tipo de tribalismo es una característica del mundo orquestal, que se encuentra de forma más evidente en la atribución de características distintas a los músicos de cuerda, viento-madera y metal, o en las burlas a la sección de viola. Su presencia en La Red puede verse en los informes internos comentados en el Capítulo 1, con sus referencias como “mucha rivalidad y envidia entre vientos y cuerdas y entre instrumentos”, y “jerarquías reales o imaginarias que pueden estar funcionando y siendo reproducidas en las agrupaciones, generando malestar, discriminación y exclusión”. Una de las profesoras de viola reaccionó airadamente después de que un colega hiciera una broma sobre la viola en una actividad de formación del personal a la que asistí. Se supone que aquí estamos intentando alejarnos de la dinámica de la orquesta sinfónica, se quejó; se supone que somos iguales. En las orquestas tengo que aguantar bromas sobre la viola todo el tiempo; no debería tener que aguantarlas aquí. Este breve incidente ilustró cómo el tribalismo de la música orquestal se infiltró incluso en un programa supuestamente social, y cómo sus burlas y estereotipos pueden fomentar la separación y la tensión en lugar del objetivo oficial de la convivencia. Las evidencias de La Red plantean dudas sobre la idoneidad de un colectivo musical tradicionalmente marcado por las divisiones internas y externas, las jerarquías y la competencia como modelo y motor de la armonía social.
Entendí el nuevo enfoque territorial de La Red en 2018 como, en parte, un intento de contrarrestar la construcción de dicotomías y distinciones sociales que contradecían el objetivo central del programa de promover la convivencia. En la década de los 90, las escuelas de música se fundaron como refugios de los problemas de la ciudad y como baluartes de la diferencia musical. Sin embargo, la evaluación de La Red realizada en 2005 reveló que el 88,2% de los estudiantes encuestados se sentían seguros en el barrio donde vivían. Es decir, en pocos años la idea de la escuela de música como refugio de la violencia había perdido relevancia para la gran mayoría de los estudiantes, pero seguía definiendo a La Red. Doce años después, el equipo social constató que “muchas veces la REMM [Red] se percibe como un refugio que protege o evita que se entre en contacto o se reflexione acerca de las problemáticas que afectan a la comunidad o entornos inmediatos de la escuela” (“Informe” 2017a, 199). Un miembro del equipo puso un ejemplo: la narrativa en una escuela es que hay un dispensario de drogas cerca, pero los estudiantes pasan por delante sin siquiera mirar porque son “buenos chicos”. Hay una clara dicotomía en el imaginario de la escuela: los niños buenos aquí, la sociedad mala allí. Lo que había faltado en la historia de La Red, dijo, eran estrategias para tender un puente entre ambos. La noción de entornos protectores era fundamental en el pensamiento de La Red. Por lo tanto, llevaba la separación, tanto social como cultural, en sus genes.
Con el tiempo, La Red comenzó a preguntarse cómo sus estudiantes podrían actuar como agentes de cambio positivo en la ciudad y no solo dentro de las escuelas de música. A partir de 2017, la nueva visión fue que el programa abriera los ojos, los oídos y las puertas; “conocer los territorios y las comunidades, aportar sus estrategias para que los estudiantes conversen mucho más con sus entornos en aras de una transformación social que tenga impacto a nivel de ciudad y de país” (“Informe” 2017a, 106). La conexión y el intercambio, más que la huida, estaban ahora a la orden del día.
Esto implicaba una visión diferente de la ASPM, no basada en una narrativa de salvación individual, sino preguntando cuál es la responsabilidad de los estudiantes de música con el resto de la sociedad. Parra criticó un imaginario de La Red como un grupo de los que huyen de los problemas del barrio. Se preguntaba, ¿qué hacía el programa por los que se quedaban? Aquí encontramos una concepción política de la ASPM aliada a una espacial: una preocupación tanto por “los de afuera” así como por “los de adentro”, por relaciones sociales más amplias así como por la transformación individual y la vinculación dentro del grupo, por la comunidad en general y no solo por los estudiantes y sus familias.
En una de las reuniones del equipo directivo, se debatió cómo podría contribuir La Red a la construcción del tejido social, en lugar de limitarse a dar conciertos. ¿Cómo podrían servir las escuelas de música para fomentar la comunidad y la solidaridad que faltaban en la ciudad neoliberal? El programa comenzó a preguntarse: si los espacios que rodean la escuela son peligrosos, ¿qué podría hacer la escuela para hacerlos más seguros? Si son feos, ¿cómo podría la escuela hacerlos más bonitos? Los ejercicios de cartografía del equipo social fueron un ejemplo concreto de este cambio, que pasó de concebir el contexto social más amplio como un problema que había que evitar a reconocer el mundo exterior, comprometerse con él e incluso repararlo. Laverde, el director de la escuela de San Javier, hablaba a menudo de la importancia de romper la idea de La Red como una isla exclusiva para unos pocos privilegiados y reconectarla con el barrio; el proyecto de la escuela estaba dedicado a este fin. Sus “improvisajes” se imaginaban como una forma de sanación del territorio.
Esta concepción de la ASPM trata a los jóvenes menos como delincuentes potenciales a los que hay que rescatar y transformar con el poder de la música, y más como sujetos políticos en formación y futuros agentes de cambio social. Rechazando las viejas ideas de distanciar y “salvar” a los niños de sus realidades sociales, pone más énfasis en su capacidad y responsabilidad para actuar sobre los problemas de la ciudad. Reconoce que los estudiantes de música suelen estar en condiciones de servir a otros más desfavorecidos o aislados. El equipo social concebía la música como una herramienta para nombrar y trabajar las realidades sociales, no para evitarlas, instando al programa a ir más allá de la construcción de entornos protectores frente a la violencia para fomentar la reflexión crítica sobre la misma “y de esta manera transformar la sociedad a través de la formación de sujetos analíticos con criterio propio” (“Informe” 2017a, 116). Se preguntó cómo se podrían crear entornos protectores no solo dentro de las escuelas de música sino también en el barrio. El equipo destacó la afirmación de Nussbaum de que la educación para la ciudadanía implica fomentar la capacidad de pensar en el bien común y no solo en un grupo local (198).
La concepción dominante de la ASPM ortodoxa ha sido que los estudiantes que reciben una educación musical equivalen a la acción social. Existe una vaga noción de que los valores se extienden desde los niños a sus familias y a la sociedad en general, aunque hay poca explicación o evidencia de este proceso, y los datos de Sarrouy (2018) sugieren lo contrario (véase el Capítulo 4). Lo que falta en gran medida, en este modelo osmótico, es la idea de que la acción social implica que los estudiantes den —en otras palabras, una concepción de la acción social construida sobre el servicio a los demás. El “impacto social” era normalmente la abreviatura de los beneficios para los estudiantes. Ahora La Red prestaba más atención a los beneficios potenciales para la sociedad en general, no solo para los cinco mil participantes del programa, sino también para los tres millones de habitantes de la ciudad.
Hess (2019) explora el potencial de la música en este sentido. Elabora una “pedagogía de la comunidad” que hace hincapié en la conexión en tres niveles:
En primer lugar, los jóvenes se relacionan entre sí en la comunidad local del aula, fomentando un entorno de apoyo mutuo en el que aprenden a valorar sus propias contribuciones y las de otros miembros de la comunidad. En segundo lugar, los jóvenes relacionan la música con su contexto sociopolítico y sociohistórico de manera que les permite comprender sus propias vidas y las de los Otros en una matriz más amplia de relaciones sociales. Por último, los jóvenes se encuentran con Otros desconocidos a través de examinar diferentes tradiciones musicales que proporcionan una ventana tanto a la comunidad local como a la comunidad global más amplia. (152)
De este modo, Hess amplía la filosofía de burbuja unidimensional de la ASPM ortodoxa a un modelo tridimensional que mira tanto hacia afuera como hacia adentro, tanto a través del tiempo y el espacio como a los presentes en el aquí y ahora. Como sostiene Sachs Olsen (2019), el reto del arte socialmente comprometido no es promover la solidaridad entre personas con ideas afines, sino entre grupos muy diferentes. Del mismo modo, la visión de Silverman y Elliott (2018) sobre la ciudadanía artística se ocupa de muchos “otros” y no solo de los participantes y su círculo inmediato:
una ‘ética de la atención‘ no debe limitarse a los emparejamientos uno a uno, a los grupos pequeños o a las circunstancias locales exclusivamente. Para ir más allá del ‘yo‘, más allá de la relación individual que es habitual en los programas de música de la comunidad local, hay que ‘buscar‘ intencionadamente las necesidades de una comunidad mucho más amplia. Por lo tanto, ¿qué es ‘bueno para‘ muchos ‘otros‘? ¿Qué hace falta para comprender y atender las necesidades más amplias de aquellos con los que no necesariamente nos relacionamos a nivel local o diario? Parte de la respuesta radica en la naturaleza de la responsabilidad propia y ajena que está, o debería estar, en el corazón de la ciudadanía artística. (369)
El cuarto elemento del modelo de ciudadanía artística presentado anteriormente —la acción—, intenta captar este enfoque alternativo de la ASPM: tratar a los estudiantes como agentes de la acción social, como ciudadanos y no como meros beneficiarios. En el contexto de un programa social, la música debe ser considerada como una acción política y ética y un ejercicio de responsabilidad cívica (Elliott, Silverman y Bowman 2016), lo que implica un movimiento hacia afuera, hacia la sociedad, en lugar de un movimiento hacia adentro para disciplinar a unos pocos jóvenes. La ciudadanía artística gira en torno a poner la música al servicio de la mejora de los demás; conlleva una ética del cuidado dirigida a la sociedad y no solo al individuo. Este modelo rechaza el pensamiento deficitario que se encuentra en el corazón de El Sistema, articulado en su misión oficial como “rescata[r] al niño y al joven de una juventud vacía, desorientada y desviada”, y la patologización de los individuos que tiene lugar cuando la educación musical en grandes ensambles se imagina como corrección o cura (Mantie 2012).9 Spruce (2017, 725) resume el modelo deficitario en la educación musical: “Los jóvenes son caracterizados aquí en términos de […] lo que no tienen, en lugar de en términos de lo que podrían traer a los lugares de la educación musical como seres musicales sensibles que a menudo encarnan ricos patrimonios musicales y culturales”. La ciudadanía artística sigue este último camino; no se centra en lo que les falta a los jóvenes, sino en lo que podrían aportar a la cultura y a la sociedad. En palabras de Mantie, “se inclina más hacia la educación como proyecto ético que hacia el entrenamiento basado en la presunta carencia y la conformidad obligatoria“ (120).
Eun Lee, clarinetista y fundadora de la orquesta activista The Dream Unfinished, utiliza la analogía de un automóvil para representar diferentes niveles de compromiso musical con la justicia social (Robin 2020). El nivel 1 es el adorno del capó: superficial, centrado principalmente en el posicionamiento y las exhibiciones. El nivel 2 es el motor: todo está en su sitio, todo está bien montado, pero el automóvil sigue parqueado. El nivel 3 es cuando el automóvil realmente se mueve. En el caso de The Dream Unfinished, su tema para 2020 era el compromiso cívico y el derecho al voto. El nivel 3 significaba, por ejemplo, realizar conciertos en comunidades que históricamente habían tenido una baja participación electoral y tener disponible el registro de votantes: “Para que no sea solo un concierto sobre algo, sino que se pueda hacer ese algo en el concierto”. The Dream Unfinished ofrece un ejemplo sugerente para la ASPM: tratar la educación musical como una apertura de oportunidades para la acción social, más que como una forma de acción social en sí misma.
Al considerar a los jóvenes menos como un problema que hay que resolver y más como una solución potencial, La Red también se alejó de la ideología del déficit de Medellín de finales del siglo XX y se acercó al pensamiento progresista contemporáneo sobre la juventud, la cultura y la política. En el Medellín de los años 80 y 90, la juventud se percibía ampliamente como peligrosa o vulnerable y, por tanto, debía ser contenida o protegida. La Red se formó bajo la doble influencia de esta ideología y de El Sistema, de ahí su práctica de encerrar a los jóvenes durante largas horas tocando música y su discurso de “un niño que empuña un instrumento no empuñará un arma”. Pero a principios de la década del 2000, los jóvenes se convirtieron cada vez más en protagonistas políticos de la ciudad, asumiendo puestos de responsabilidad (por ejemplo, en el gobierno de la ciudad). En 2007, había casi 300 colectivos de jóvenes en Medellín, muchos de los cuales tenían un enfoque cultural o artístico (Brough 2014).
Hubo un cambio hacia la percepción de los jóvenes como agentes políticos y productores de cultura. Este cambio está ampliamente documentado en un reciente volumen en el que los investigadores de la juventud en Medellín rechazaron rotundamente un modelo de déficit a favor del desarrollo positivo de los jóvenes. Su título lo dice todo: “Los jóvenes: un fuego vital” (Jóvenes 2015). Sin embargo, La Red se quedó atrás, a pesar de los esfuerzos a nivel de gestión. Seguía anclada en una visión de la juventud del siglo XX centrada en la carencia y el riesgo, en lugar de una visión del siglo XXI centrada en el potencial. Su enfoque de burbuja protegía a los jóvenes de los problemas sociales y les proporcionaba una alternativa segura, pero también fomentaba la desconexión con las nuevas dinámicas y movimientos juveniles positivos en la ciudad. Los cambios de La Red a partir de 2017 podrían verse como un intento renovado de ponerse al día con los recientes movimientos de la cultura y de la política juvenil urbana y con las organizaciones sociales y culturales que ahora se encuentran por toda la ciudad.
Comparar a La Red con este tipo de organizaciones sería un ejercicio revelador, si bien excede el alcance de este libro. Un miembro del equipo social me expresó su ambivalencia sobre La Red: por un lado, el programa tenía claras limitaciones y había mucho margen de mejora en el aspecto social; por otro, algunas escuelas funcionaban en circunstancias difíciles, y el mero hecho de hacer su trabajo básico de enseñar música ya era un logro. Tal vez fuera un error esperar que La Red hiciera algo más que mantener a los niños fuera de las calles y de los problemas, reflexionó. Luego, respondiendo a su propio argumento, continuó: pero había muchas otras organizaciones que trabajaban en circunstancias más difíciles, más arriba de las laderas, con menos recursos, y que sin embargo se las arreglaban para mantener los temas sociales y políticos en el centro de lo que hacían. Esto es algo que las famosas escuelas de hip-hop de la ciudad supieron hacer. Consiguieron mirar tanto hacia afuera como hacia adentro. ¿Por qué no La Red?
El “canal”
Durante los primeros años de La Red, había un “canal” musical que funcionaba bien. El programa se inició en una época en que la formación profesional y la escena orquestal de Medellín estaban muy menguadas. Por lo tanto, había una ruta relativamente clara para los estudiantes que tomaban la música más en serio, que iba desde La Red a los departamentos de música de las universidades (particularmente en la Universidad de Antioquia) hasta las dos orquestas profesionales de la ciudad, la Orquesta Filarmónica de Medellín y la Orquesta Sinfónica de EAFIT (una prestigiosa universidad privada). Me dijeron en repetidas ocasiones que una parte importante de estas orquestas en 2018 estaba conformada por egresados de La Red.
Sin embargo, con el paso del tiempo, esta vía se hizo más estrecha. A medida que La Red se expandía, la competencia por las plazas universitarias también crecía, y a medida que las orquestas de la ciudad se llenaban de jóvenes graduados de La Red, el número de oportunidades profesionales disminuía. Así surgieron dos cuellos de botella. Esta cuestión se planteó ya en 2005, cuando la evaluación de La Red señaló que, independientemente de sus objetivos sociales declarados, el programa estaba produciendo un número considerable de músicos con aspiraciones profesionales y la oferta había superado rápidamente la demanda de la ciudad.10
Al principio, entonces, el enfoque ortodoxo de la ASPM sirvió para fomentar una escena orquestal más vibrante en Medellín (como se pretendía hacer en Venezuela). Pero a medida que La Red crecía, la capacidad de la ciudad para absorber a tantos músicos no lo hacía. Medellín se acercó constantemente al punto de saturación. Sin embargo, la línea de producción de músicos continuó, planteando la pregunta cada vez con más insistencia: ¿a dónde iban a ir todos? ¿Qué iban a hacer para ganarse la vida? El surgimiento de Iberacademy y de la Sinfónica de Antioquia (otra orquesta juvenil) solo contribuyó al problema. En 2018, Medellín contaba con tres programas de formación orquestal y, sin embargo, solo dos orquestas profesionales, un desequilibrio entre la oferta y la demanda que exacerbaba la preocupación por las perspectivas futuras de los estudiantes. En la segunda década de La Red también se dio mayor prioridad al objetivo social del programa. Esto llevó a que se cuestionara cada vez más hasta qué punto La Red debía servir como un canal orquestal o si debía centrarse más en otro tipo de procesos y resultados.
Franco argumentó que en Medellín había un amplio abanico de caminos y carreras musicales, pero que La Red solo preparaba a los estudiantes para una de ellas, la profesión orquestal —a la que solo llegaría una mínima parte dada la competencia. Otro directivo estuvo de acuerdo. El mundo de la música está cambiando, dijo, así que La Red tiene que cambiar con él; nuestros estudiantes tienen que ser versátiles y tener amplias habilidades si quieren vivir de la música en el futuro. Estas opiniones no se limitaban a la dirección. Un director de escuela fue tajante: no tiene mucho sentido que La Red sea una línea de producción de músicos sinfónicos cuando hay tan poco trabajo para ellos. Otro habló de invitar a profesionales a dar charlas a los estudiantes sobre diferentes carreras, argumentando que era importante mostrarles que había otras posibles rutas profesionales. Un tercer director dijo al equipo social: “El Programa, al centrarse en la formación musical y no de ciudadanos, en 20 años ha sacado muchos músicos en la ciudad, y ésta no da abasto para ubicar laboralmente a los profesionales en la música” (“Informe” 2017a, 75–76).
Incluso uno de los profesores más conocidos del programa, uno de los de la primera generación, me dijo que la música clásica se había convertido en un campo profesional saturado en Medellín y que él generalmente alejaba a sus estudiantes de ella. Su consejo profesional era que siguieran tocando pero que estudiaran otra cosa en la universidad. Criticaba la educación musical superior que enseñaba a los estudiantes una gran cantidad de repertorio clásico que nunca tocarían en público fuera de los muros de la institución. Si se ganara algo de dinero con la música, decía, sería tocando salsa, no un concierto clásico.
Nora, del equipo social, declaró: “Deberíamos preguntarnos si en realidad los estamos perjudicando al poner la música como objetivo de vida, si este es un mercado que ya está sobre abastecido de músicos”. La música popular era un campo más amplio y con más oportunidades, pero La Red solo ofrecía una preparación limitada en este ámbito. Argumentó que las cosas serían diferentes si La Red utilizara la música clásica como medio para proporcionar una educación humanística completa a los jóvenes de los barrios, porque entonces la saturación profesional sería menos preocupante. Pero “no les estamos dando herramientas para que puedan reflexionar sobre su contexto”; en su lugar, el programa ofrecía una formación estrecha y técnica, preparando a los estudiantes para una profesión pequeña y menguante, y dedicaba solo unos recursos mínimos al tipo de educación social que justificaba su financiación y que sería mucho más ampliamente aplicable.
El resultado fue un creciente choque de expectativas. A medida que aumentaba la competencia y se reducían las oportunidades, los estudiantes musicalmente ambiciosos empezaban a preocuparse más por la calidad de la preparación que ofrecía la Red. Como vimos en el Capítulo 2, a menudo consideraban que el carácter social de La Red rebajaba el nivel del programa y, por tanto, era contraproducente para sus aspiraciones profesionales. Mientras tanto, la presión de la dirección y del equipo social iba en la otra dirección: hacia la diversificación musical, ampliando la oferta educativa para preparar mejor a los estudiantes para otras oportunidades musicales; y/o proporcionando una educación social integral.
En teoría, estas últimas posturas se imponían, ya que contaban con el apoyo de la Secretaría de Cultura y de los más altos cargos del programa. En la práctica, sin embargo, no fueron favorecidos por los estudiantes avanzados ni por el personal musical, y La Red no disponía de suficientes empleados con una formación adecuada para desempeñarlas plenamente. La Red estaba en cierto modo encerrada en un patrón difícil de romper, precisamente porque era una parte de una cadena y un ecosistema educativo y profesional más amplio que seguía bastante apegado a las normas de los conservatorios, y tenía poco control sobre las otras partes. La Red era el primer eslabón de una cadena que incluía la enseñanza superior y la profesión, las cuales retroalimentaban el programa suministrando sus profesores y moldeando las aspiraciones de sus estudiantes. Así pues, La Red se encontraba atrapada entre tres bandos: ya no quería o no podía servir predominantemente como canal orquestal, y al mismo tiempo luchaba por orientarse decididamente hacia la diversificación musical o la acción social.
En 2018, Medellín ofrecía un ejemplo ambiguo. Por un lado, su Red de Prácticas Culturales y Artísticas era la envidia de otras ciudades; por otro, las oportunidades para sus egresados no eran abundantes y, en el caso de la música, se estaban reduciendo.11 Una funcionaria de cultura de la ciudad reflexionó sobre esta ambigüedad. Admitió que le dolía ver a artistas de diversa índole (músicos, mimos, artistas de circo) que se paseaban por los semáforos de la ciudad por unas pocas monedas. Los programas sociales-artísticos públicos son muy complicados en un país como Colombia, dijo; si los que salen de ellos acaban ganándose la vida en los semáforos, es que algo no está funcionando.
Las dificultades actuales de El Sistema ilustran que estos dilemas y luchas forman parte de la ASPM en general. El Sistema fue diseñado para formar rápidamente a músicos profesionales de orquesta y, sobre todo después de su rápida expansión en la década del 2000 bajo el mandato de Chávez, produjo un gran y creciente número de jóvenes músicos que se propusieron hacer una carrera orquestal. Sin embargo, fuera de Venezuela, la profesión orquestal es extremadamente competitiva y, en la mayoría de los países, las oportunidades estaban estancadas o se reducían incluso antes del revuelo mundial de 2020. Hasta alrededor de 2014, esta tensión permaneció oculta, ya que los altos precios del petróleo y el poder político de Abreu crearon una economía burbuja de la música clásica en Venezuela. Abreu tenía suficiente influencia y recursos para tomar medidas drásticas, como profesionalizar todas las orquestas juveniles regionales y crear orquestas semiprofesionales en Caracas a su antojo. Pero esa burbuja estalló con la crisis nacional, y la colisión entre El Sistema y la realidad pudo observarse en los años siguientes, cuando se produjo un éxodo de los músicos del programa y se les pudo encontrar trabajando en los trenes y en las esquinas de toda Latinoamérica y España. Se crearon orquestas totalmente o mayoritariamente venezolanas en varias grandes ciudades fuera de Venezuela, no tanto como fuente de trabajo remunerado, sino más bien como un foco social para los músicos inmigrantes y, en algunos casos, como un intento de conseguir un primer taco de salida, aunque en gran medida simbólico, dentro de la industria cultural local (véase, por ejemplo, Fowks 2019). Estos panoramas generaron orgullo entre muchos venezolanos, aunque también señalaron de manera conmovedora la superfluidad de músicos que había producido El Sistema, una superproducción que se había mantenido durante muchos años y presentado como una brillante historia de éxito solo porque había sido apuntalada por las mayores reservas de petróleo del mundo y un genio político y económico experto en canalizarlas hacia la música. Pero ahora la realidad se había impuesto.
Hoy en día, la pregunta —no solo en Medellín, sino también en todo la ASPM ortodoxa—, es: ¿puede considerarse realmente “acción social” formar a un gran número de jóvenes de los barrios populares para una carrera tan desafiante y reducida? Si la formación orquestal proporcionara la mejor educación social disponible, esa pregunta estaría en gran medida resuelta. Pero el equipo social de La Red no estaba convencido, y no era el único.
La Orquesta
Franco bromeó una vez conmigo diciendo que el programa debería llamarse realmente Red de Interpretación Musical Sinfónica (en lugar de Red de Escuelas de Música). Esta fue una de las innumerables formas en que me expresó su crítica al enfoque orquestal de La Red. Consideraba que la centralidad de los grandes conjuntos limitaba las posibilidades de adquirir otras habilidades además de la interpretación de la música escrita. Imaginando un músico más independiente con un conjunto de herramientas más completo, instaba a hacer menos hincapié en la interpretación instrumental melódica en los grandes ensambles y más en el aprendizaje del ritmo, la armonía, la composición y la improvisación. Animaba a La Red a crear más espacio para ensambles más pequeños, de ocho a diez estudiantes, y abogaba por centrarse menos en la cantidad y más en la calidad de la dinámica y las relaciones sociales. En su opinión, La Red cultivaba la dependencia del ensamble y de su director. ¿Qué ocurre cuando los estudiantes salen al mundo y no están ni el director ni el ensamble? Aunque apreciaba la orquesta sinfónica desde un punto de vista estético, era más crítico con su dinámica organizativa. Habló del “síndrome de la silla de principal”: cómo la jerarquización dentro de las orquestas puede generar arrogancia. En términos más generales, le preocupaba que La Red introdujera a los estudiantes en lo que consideraba una cultura poco saludable y les contagiara los malos hábitos de algunos músicos profesionales de orquesta cuando aún eran jóvenes. Con su apego excesivo a la orquesta, La Red imitaba la profesión orquestal, con todos sus lunares.
Resulta llamativo escuchar una opinión de este tipo por parte del coordinador pedagógico de un destacado programa de ASPM, y su perspectiva no era la única. Otros directivos hicieron comentarios sobre que La Red convertía a los estudiantes en “autómatas” o “robots”, y también criticaron la figura del director y el ambiente de los ensayos orquestales. La dirección trató de alejarse del modelo convencional de la ASPM —del director como agitador de vara autoritario—, hacia una dinámica más horizontal y participativa, con más poder concedido a los estudiantes y sustituyendo el director por una mezcla de educador, gestor y comunicador. Durante mi año en Medellín, varios de los directores del programa con el perfil profesional más convencional fueron despedidos y reemplazados por individuos con una gama más amplia de habilidades musicales y una forma de trabajar menos vertical. El contraste con El Sistema, un programa creado por un agitador de vara autoritario y que operaba como una línea de producción de directores de orquesta convencionales (Govias 2020), fue llamativo.
El equipo social mantuvo una visión igualmente crítica de la cultura orquestal. Como se ha visto, su informe de 2017 está impregnado de una crítica al formato sinfónico, que se considera que impide el desarrollo de las capacidades ciudadanas (“Informe” 2017a). El equipo anterior elaboró los fundamentos conceptuales del programa desde la perspectiva de los derechos, a partir de las nociones de dignidad, autonomía y libertad (“Fundamentos” 2016). La autonomía se definió como la capacidad de decidir el propio rumbo y encontrar las propias soluciones, con la ayuda y el apoyo de los demás; la libertad como la posibilidad de tomar decisiones para realizar las propias ambiciones. No es difícil ver aquí una tensión con el funcionamiento de un gran ensamble convencional.
Fue aún más sorprendente escuchar las perspectivas críticas de algunos profesores que habían sido estudiantes en la primera fase de La Red. En medio de la narración de su vida, Pepe me confesó:
Las orquestas me aburrían, las orquestas me estresaban, porque siempre era la misma historia, y como empecé en un sistema a los once años tocando en orquestas, a los veinticuatro estaba harto de estar en una orquesta, de la rigidez de una orquesta, de la monotonía de una orquesta, de que no pase nada en una orquesta… como ser humano, me aburría.
Daniel describió sus sentimientos encontrados sobre su educación en La Red:
Sentí esa parte negativa —las experiencias que tuve en una orquesta fueron que la gente te miraba mal, o que estabas nervioso por lo que dirían los demás sobre cómo estabas tocando, o qué estabas tocando, o cómo te medías con los demás… el ambiente era muy pesado… incluso los directores, eran tiranos, llegaban y te gritaban, y yo pensaba, “oh, si esto es la música, no me gusta esta parte”.
Ambos profesores dirigían ahora grandes ensambles, ilustrando cómo las reservas individuales sobre la ASPM pueden ser arrastradas por la necesidad en instituciones como La Red. Pepe, en particular, era una encarnación de las ambigüedades de la ASPM: expresaba una visión profundamente negativa de la orquesta como modo de organización musical, pero también era un apasionado entusiasta de la ASPM y perpetuaba con gusto ese mismo modo que le había dejado “aburrido” y “estresado” como estudiante. No eran los únicos directores ambivalentes de La Red. Un director de escuela cuestionó “la relación unidireccional, y el autoritarismo del director en la relación con la orquesta: haga, toque, pare” (“Informe” 2017a, 142). Otro director reflexionó sobre la jerarquía y la competencia que la orquesta inculcaba a los estudiantes, con su sistema de sillas principales y reglas sobre quién tiene derecho a hablar. Al haber cambiado recientemente de escuela, vio una mezcla de comportamientos sociales en su nueva orquesta, con algunos estudiantes reacios a ayudarse entre sí y resistentes a las nuevas ideas. Describió la dirección de los ensayos de la orquesta como “un castigo” y “lo más molesto de la escuela”.
No se trata de hallazgos aislados. Los informes del equipo social a partir de 2008 se centraron en las dinámicas negativas generadas dentro y entre los grandes ensambles de La Red. Del mismo modo, muchas de las críticas articuladas por los músicos de El Sistema en la evaluación de Estrada de 1997 estaban relacionadas con el enfoque sinfónico del programa, que se consideraba que producía problemas sociales y limitaba las posibilidades educativas (véase Baker y Frega 2018). Estos hallazgos no deberían causar mucha sorpresa. Ya hay medio siglo de estudios académicos que exploran las complejidades y tensiones de las orquestas sinfónicas (véase Baker 2014). En los últimos años, el escrutinio crítico de la cultura orquestal se ha intensificado con el auge del #MeToo, el estallido de numerosos escándalos relacionados con directores y músicos de orquesta famosos, y una mayor apertura en los medios de comunicación principales y sociales sobre los lados más oscuros de la profesión (véase, por ejemplo, Johnston 2017; Miller 2017; Ferriday 2018). Por tanto, las actitudes están cambiando y, en este sentido, la dirección de La Red, con su perspectiva crítica sobre la orquesta, se estaba moviendo con los tiempos. Pero los grandes ensambles eran tan centrales en la historia y el imaginario de La Red, en las expectativas del personal y los estudiantes, y en las exigencias que la ciudad imponía al programa, que los espacios para el debate eran limitados y el progreso lento. Es indicativo que el mayor retroceso de la dirección de Giraldo fue el abandono forzado de su intento de reformar las agrupaciones integradas.
En resumen, la investigación y el periodismo presentan un profundo desafío a la noción fundacional de la ASPM de que la orquesta sirve como “modelo para una sociedad global ideal”. Por el contrario, revelan que la orquesta está en el centro de las dinámicas negativas que se encuentran en algunos de los programas más conocidos de la ASPM: autoritarismo, jerarquías, grupos exclusivos, divisiones imaginarias, estrechez y rigidez pedagógica, y falta de representación de los estudiantes. La evidencia de Medellín apoya la de Venezuela al señalar a la orquesta como un problema más que como una solución. En Medellín, este modelo requirió la creación de un equipo social para contrarrestar las dinámicas problemáticas que generaba. Uno de los temas que preocupaba al equipo social también ha estado en el centro de las críticas recientes a la cultura orquestal en general: las relaciones de género.
Género
Los miembros del equipo social hicieron a veces comentarios sobre La Red como un sistema de “mamás y papás”. Una exploración adecuada del tema del género requeriría un estudio aparte, así que mi intención aquí es simplemente señalarlo como algo que merece más atención. Aunque cuatro de los seis directores generales de La Red (hasta finales de 2020) han sido mujeres, el programa ha reproducido en gran medida la dinámica patriarcal tanto de la cultura paisa como de la música clásica. Durante mi trabajo de campo, las tres máximas figuras y la mayor parte del grupo directivo eran hombres; las excepciones eran la directora de comunicaciones y los tres miembros de base del equipo social. Todas las agrupaciones integradas (orquestas y bandas) estaban dirigidas por hombres; solo el coro tenía una directora. Las tres cuartas partes de los directores de escuela eran hombres. Sin embargo, los veintisiete asistentes administrativos de las escuelas eran todas mujeres.
Estas cifras apuntan no solo a un predominio de los hombres en los niveles superiores del programa, sino también a una diferenciación de género de los distintos tipos de trabajo. Cuando el equipo social murmuraba sobre “mamás y papás”, en parte estaba haciendo una observación empírica. La figura de las asistentes administrativas había surgido, de hecho, de un sistema informal de apoyo ofrecido por familiares en los inicios del programa, y varias madres de estudiantes de La Red obtuvieron puestos de trabajo como asistentes administrativas cuando se formalizó la función. Todavía había algunas de estas madres ocupando este papel en 2018. Pero el equipo social también apuntaba a una división del trabajo según las normas de género convencionales. La mayoría de las escuelas estaban dirigidas por un dúo de director masculino y asistente administrativo femenina. El liderazgo musical era generalmente competencia de los hombres; las funciones más “sociales” —el equipo social, la administración y las comunicaciones—, solían recaer en las mujeres. (La división por sexos de la parte musical y la social arroja más luz sobre la prioridad que se daba a la primera en la práctica.)
Una vez más, La Red no es un ejemplo aislado. Tanto La Red como El Sistema pueden considerarse sistemas patriarcales creados por líderes masculinos carismáticos. A Abreu le gustaba rodearse de hombres, lo que llevó a la autora venezolana Gisela Kozak Rovero (2018) a describir El Sistema como “una suerte de hermandad masculina de caballeros templarios de la música clásica, siendo Abreu el núcleo del culto”. Cuando Abreu finalmente abrazó la idea de la inclusión social, la interpretó únicamente en términos de clase, lo que significa que otras exclusiones sistémicas se han perpetuado en lugar de ser desafiadas. El resultado es un techo de cristal para las mujeres mucho más flagrante que el de La Red (véase Baker 2014; 2015) y que ridiculiza la retórica de inclusión o justicia social.
Programas como El Sistema y La Red abrazan discursos progresistas como la inclusión social y el cambio social, pero en la práctica suelen mostrar más signos de reproducir las dinámicas de género convencionales y conservadoras de las sociedades que los rodean y de perpetuar las históricas desigualdades de género de la cultura orquestal. La Red es la más ambigua de las dos, con sus cuatro líderes femeninas, y el equipo social, dominado por mujeres, hizo continuos esfuerzos por abordar las cuestiones de género a través de talleres y debates. Parra tenía un antiguo interés académico por el género y las masculinidades. Sin embargo, los efectos en los niveles superiores fueron limitados, y varias mujeres me hablaron en privado de su insatisfacción con la dinámica de género de La Red, señalando una resistencia histórica a las mujeres líderes y una tendencia del personal masculino a dar instrucciones a las colegas femeninas en lugar de tratarlas como iguales. Si nos fijamos en los resultados más que en las intenciones, la organización en su conjunto seguía inclinándose más por la reproducción del statu quo. Quizás esto no deba sorprender, dado que se trata de un patrón encontrado en el sector de la música clásica en otros lugares (véase, por ejemplo, Scharff 2017; Bull 2019).
Educación en Música y en Otras Artes
La Red de Música era el programa más grande y mejor financiado de los cuatro programas de educación artística de la ciudad, pero Parra me comentó varias veces que los demás eran interesantes y que merecía la pena observar en particular La Red de Artes Visuales. En consecuencia, pasé algún tiempo en ese programa, participando en su formación de los profesores, asistiendo a un taller de dos días, visitando una escuela, hablando largo y tendido con algunas de sus figuras principales y leyendo muchos materiales que había publicado. También hice varias visitas al programa de danza. Estas experiencias me permitieron hacerme una idea más clara de hasta qué punto los problemas de La Red tenían que ver con el contexto (Medellín, su gobierno, la educación artística, etc.) o con la música.
Cuando me senté en el despacho del director en mi primera visita al programa de Artes Visuales, vi que las paredes estaban forradas de libros críticos y teóricos sobre las artes y la arquitectura. En las sesiones de formación de formadores, los debates tenían una orientación mucho más social, política y conceptual que la que yo estaba acostumbrado a tener en las actividades de desarrollo profesional del personal en La Red (que ni siquiera tenía un programa de formación de formadores). Mientras que La Red estaba moldeada por la propia educación musical del personal y el objetivo de realizar conciertos para la ciudad, observé cómo la teoría y la pedagogía de Artes Visuales se construyó desde cero por los nuevos profesores, partiendo de la base de los objetivos sociales (como la paz y la ciudadanía). Entendí por qué los otros programas no tenían un equipo social: la parte social estaba entretejida en el trabajo de los profesores. La valorización del pensamiento crítico y la voluntad de hacer preguntas difíciles eran constantes. Este tipo de cuestionamiento no estaba ausente en La Red, como he detallado; sin embargo, siempre había una lucha por integrar este proceso de reflexión en la práctica. En Artes Visuales, sin embargo, la teoría crítica y la práctica iban de la mano. Por el contrario, escuché una mínima referencia a las preocupaciones clave de la educación formal, como la técnica o el currículo, que eran prominentes en La Red. En Artes Visuales, se consideraba que tenían poco que ver con el impacto social. De hecho, muy poco de lo que vi se relacionaba con las artes visuales en el sentido cotidiano del término (dibujo, pintura, etc.); la atención se centraba directamente en el arte conceptual. Por tanto, las clases eran más libres y creativas que en La Red, con su enfoque en la adquisición de la técnica para interpretar un repertorio existente.
La Red de Artes Visuales describió el trabajo que había realizado durante 2016 en un libro cuyo título, “Un organismo vivo y mutando”, subrayaba que el cambio organizativo era fundamental para su identidad (Organismo vivo 2016). Su director, Tony Evanko, escribió sobre un cambio de enfoque anterior de la formación técnica a “crea[r] ciudadanos con la consciencia, las capacidades y la confianza para generar cambios en sus vidas y en su entorno” (9). La Red de Artes Visuales se veía a sí misma como un laboratorio pedagógico y “una aventura en transformación” (23), centrada en la creación, el pensamiento crítico y cuestiones clave en la construcción de la sociedad, como los derechos humanos, la identidad, la ciudadanía y la paz. Los participantes formularon proyectos o actividades que surgieron de sus propios intereses, realidades y necesidades. El programa buscaba fortalecer una serie de competencias ciudadanas: el respeto y la confianza en uno mismo; el aprendizaje a través de la creación; la ganancia de una voz; el reconocimiento y el respeto de la diferencia; el desarrollo de una posición crítica y la capacidad de tomar decisiones basadas en la reflexión y los argumentos; la realización de acciones concretas dirigidas a la transformación; y la construcción colectiva y colaborativa. Los principios pedagógicos incluían el cuidado, el cuestionamiento, el permitir los errores, el priorizar el proceso sobre los resultados y el ver los problemas como oportunidades. Se subrayó la importancia de conectar la investigación y la práctica pedagógica. Y para que todo esto no suene totalmente teórico, gran parte del libro se dedicó a analizar el trabajo artístico realizado en los Laboratorios de Creación Comunitaria y a explicar cómo ejemplificaba los objetivos del programa.
El trabajo del año siguiente se centró en fomentar el pensamiento crítico, la creación, la autonomía, el agenciamiento, la empatía y la cooperación (La ciudad 2017). La Red de Artes Visuales se posicionó claramente como educación artística no formal, centrada no en el aprendizaje de técnicas o en la formación de artistas, sino en la generación de reflexión. Al organizar “laboratorios de desaprendizaje” para sacar al personal de su zona de confort y animarlo a deconstruir y reconstruir su yo profesional, y al valorizar los conocimientos existentes de los participantes, cuestionaron una relación vertical profesor-alumno en la que el primero es el que sabe y el segundo, el que no. En una autocrítica de su trabajo anterior, pasaron de centrarse en proyectos artísticos a hacerlo en intervenciones urbanas y sociales, en la transformación de la ciudad. Estas intervenciones incluían acciones sobre temas como los espacios públicos, los animales y los residuos, y actividades como escribir una canción, hacer un videoclip, pintar murales y cultivar un jardín. En estas intervenciones, también experimentaron con diferentes métodos de organización social y animaron a los participantes a ejercer la responsabilidad y compartir el liderazgo. El espíritu autocrítico es evidente al final: “Al cerrar este compilado regresamos a las preguntas: ¿qué tanto hemos cambiado nosotras?, ¿qué tanto estamos dispuestas a cambiar, en lo personal y en lo institucional para lograr esa sociedad que nos imaginamos”? (105).
Ahora entendía por qué Parra había tenido tanto interés en que viera Artes Visuales. En La Red de Música, esas ideas surgían a veces en reuniones o documentos internos como teorías o aspiraciones a futuro, pero en su red hermana estaban bien asentadas en la práctica: esos libros eran reflexiones sobre el trabajo ya realizado, y en mis visitas vi ese trabajo en marcha. La brecha entre los programas era evidente. Resultó que se había producido una revolución en las redes de educación artística del gobierno de la ciudad varios años antes, con la excepción de Música. En consecuencia, La Red de Música era ampliamente reconocida como la más conservadora de los programas. De hecho, fue revelador que entre 2017 y 2019, la administración de Giraldo estaba tratando de alinear La Red con el plan cultural de la ciudad para 2011–2020, incluso cuando ese plan estaba a punto de expirar.
Pérez, exfuncionaria de la Secretaría de Cultura Ciudadana, me explicó la evolución de las redes. La administración del alcalde Aníbal Gaviria (2012–2015) catalizó el proceso de transformación, buscando cambiar el enfoque de las bellas artes y de la adquisición de la técnica hacia movimientos artísticos más contemporáneos y un enfoque más vivencial de la educación. Los programas rompieron con los métodos tradicionales y cambiaron a una “pedagogía de laboratorio” más horizontal y experimental. Las artes visuales fueron las primeras en dar el giro, y la danza y el teatro les siguieron poco después, pero la música no, “porque estaba atrapada por la formación musical sinfónica tradicional”. En los otros campos artísticos había pequeñas organizaciones ágiles y flexibles de la sociedad civil y, por tanto, dispuestas a asumir el reto de la transformación, pero Música estaba dirigida por una entidad enorme y lenta (la Universidad de Antioquia) y tenía un presupuesto muy grande. No había ninguna otra organización cultural en Medellín que estuviera dispuesta y fuera capaz de asumir un contrato de tal envergadura, y además quitarle La Red a la universidad habría supuesto un coste político considerable para el alcalde. Como resultado, Música se mantuvo y continuó como antes. No fue hasta 2018 cuando La Red comenzó a experimentar con laboratorios, varios años después que las otras redes y, además, solo como pequeños proyectos piloto junto a la oferta tradicional de orquestas y bandas. Irónicamente, la potencia de La Red era el origen de su debilidad. Su tamaño le dio mucho más protagonismo en la ciudad que a las otras redes, y su personal (a pesar de sus quejas) tenía mejores contratos que sus homólogos; sin embargo, su tamaño también fue un impedimento para la evolución, lo que la llevó a convertirse con el paso del tiempo en el menos innovador de los programas.
Este vacío se hizo evidente en los eventos de Mediadores de Cultura Ciudadana, en los que algunos programas adoptaron un enfoque experimental. Artes Visuales hicieron que los participantes planificaran, prepararan y cocinaran una comida comunitaria. Teatro sacó a los asistentes a la calle. Por el contrario, Música tuvo que debatir y replantearse mucho para ir más allá de enseñar a los participantes a tocar instrumentos. Si a Música le costó idear algo adecuado para Mediadores, los otros programas se adaptaron más fácilmente, ya que sus actividades habituales ya habían pasado por un proceso de rediseño para poner en primer plano los objetivos sociales. Como observó un funcionario municipal que supervisó el proceso, los otros programas ya habían asimilado el tema de la cultura y la ciudadanía, mientras que Música había seguido centrándose en tocar —y eso se notó en los preparativos de Mediadores.
Aunque es evidente que las consideraciones prácticas han desempeñado un papel importante en las diferentes trayectorias de las redes, también hay que tener en cuenta tendencias artísticas más amplias. Uno de los miembros del equipo social habló de cómo el teatro y las artes visuales habían experimentado importantes rupturas en América Latina, separándose de las tradiciones clásicas. Argumentó que dicho cambio había sido más limitado en el ámbito de la música académica, por lo que no le sorprendió que, entre las variedades de educación artística ofrecidas en Medellín, la música fuera la que más se asemejara a una forma de control social. El informe del equipo social subrayó el conservadurismo de la educación musical en comparación con otras enseñanzas artísticas, que habían sido revolucionadas por los movimientos de vanguardia (“Informe” 2017a).
La música aparece, así, como la más extraña en términos de educación artística pública en Medellín: simultáneamente la más favorecida en términos de presupuesto, instalaciones y exposición, y la más conservadora en su enfoque. Sin embargo, esto no parece ser simplemente un problema de Medellín. Una comparación entre la ASPM ortodoxa y el volumen Art as Social Action (El arte como acción social) (Sholette et al. 2018) apunta a una división similar y a entendimientos fundamentalmente distintos de las palabras “acción social” en la ASPM y en otros tipos de educación artística.
El enfoque de la acción social en la ASPM fue resumido por Rodrigo Guerrero, director de la Oficina de Relaciones Internacionales de El Sistema: “Los estudiantes están tan entusiasmados y dedicados a la diversión y creación musical, que hasta que dejan El Sistema no se dan cuenta de que en realidad es un programa de desarrollo social más que musical” (citado en Booth 2008, 11). En El Sistema, la acción social ocurría supuestamente de forma automática o por ósmosis, por lo que no había necesidad de hacer nada. Paradójicamente, la acción social era supuestamente tan sutil que los estudiantes no eran conscientes de ella, pero aun así tan dramática que el programa merecía cientos de millones de dólares en fondos sociales. Las pruebas disponibles sugieren que la ASPM se inventó como una estratagema discursiva a mediados de los años 90, y supuso simplemente describir lo que El Sistema siempre había hecho (la formación orquestal) como acción social; por tanto, no había necesidad de cambiar nada. En resumen, hay una sorprendente falta de acción social en la ASPM ortodoxa. De hecho, dado que un “enfoque de acción social” para el cambio social a través de las artes se asocia con la acción política y con figuras latinoamericanas radicales como Paulo Freire y Augusto Boal (Dunphy 2018), la ASPM podría verse simplemente como un nombre equivocado para el influyente enfoque de Abreu.
Art as Social Action presenta una concepción de la acción muy diferente a la de la ASPM ortodoxa. Presenta una variedad de proyectos artísticos con lo que podría llamarse en términos generales objetivos de justicia social. Si la ASPM se orienta en gran medida hacia el interior, actuando principalmente sobre los participantes, Art as Social Action se orienta hacia el exterior, actuando sobre la sociedad. En la ASPM, aprender a tocar música se considera en sí mismo una forma de acción social; en este sentido, no hay diferencia entre medios y fines. Art as Social Action sitúa el arte como un medio para el fin de actuar en y sobre la sociedad. La ASPM tiende a reforzar el orden social existente, mientras que Art as Social Action o el arte socialmente comprometido tiende a cuestionarlo. Podemos encontrar un ejemplo concreto en las actitudes hacia la ciudadanía en las redes de Música y Artes Visuales, como se ha comentado anteriormente. La concepción dominante de la ciudadanía en Música giraba en torno al orden social y se asemejaba al Ciudadano Personalmente Responsable de Westheimer y Kahne. En Artes Visuales, la atención se centraba en el cambio social y la aspiración se asemejaba más al Ciudadano Orientado a la Justicia.
Las discrepancias entre la ASPM y otros tipos de educación artística con orientación social son esclarecedoras. El éxito mundial de El Sistema ilustra que muchos músicos de formación clásica e instituciones de élite no ven nada especialmente extraño en perseguir el cambio social a través de prácticas artísticas convencionales, pero figuras clave de la Secretaría de Cultura Ciudadana y del sector cultural de Medellín se mostraron más escépticas, y las otras artes abandonaron este enfoque. La Red puede haber sido la más grande, más visible y más famosa de las redes de educación artística de la ciudad, pero al haber sido “atrapada por la formación musical sinfónica tradicional”, era la menos innovadora, y fue expuesta ante los enfoques más diversos, flexibles, experimentales y emancipadores de sus programas hermanos. Como sugirió Parra, hay mucho que la ASPM podría aprender de otros enfoques de la educación artística.
Conclusión
Las cuestiones exploradas en este capítulo pueden haber sido “debates de segundo orden” en La Red, pero estaban relacionadas con objetivos y características fundamentales del programa. No es de extrañar que encontremos muchos paralelismos con El Sistema, y que los debates resuenen, por tanto, en el ámbito más amplio de la ASPM. El tema de la burbuja es bastante característico de la ASPM, ya que se relaciona con la ideología distintiva del campo de rescatar, distanciar y salvar. Las cuestiones relativas a la ciudadanía, la política y el género se encuentran de forma más generalizada en la educación musical y artística, pero pueden ser más insistentes en la ASPM, donde la prioridad declarada de los objetivos sociales hace que se pongan en evidencia. Los grandes ensambles y la educación musical como vía de acceso a la profesión no son, ni mucho menos, exclusivos de la ASPM, pero la idealización de la orquesta es una característica fundamental de este campo, y puede haber pocos lugares en el mundo en los que una proporción tan alta de músicos profesionales de orquesta proceda de un único programa de formación como ocurre en Venezuela y Medellín.
Aunque La Red había dado pasos importantes en relación con el tema de la burbuja, en otros frentes no había ido mucho más allá de la identificación del problema, por lo que se quedó atrás con respecto a otras formas de educación artística en Medellín. La comparación entre la ASPM y Art as Social Action sugiere que este rezago no era solo una característica local. Sin embargo, al aportar la comparación con otros programas de educación artística y vincular los debates de La Red con la investigación sobre temas como la ciudadanía artística, el estallido de la burbuja y la educación musical para el cambio social, también he resaltado los avances en campos adyacentes y, por lo tanto, he señalado algunos caminos a seguir para la ASPM. Es mucho lo que se puede aprender si se amplía el lente más allá de la ASPM de esta manera para incluir una gama más amplia de prácticas y estudios. Puede resultar aleccionador para algunos lectores saber que la música ha avanzado lentamente y ha acabado por debajo de la media de otras enseñanzas artísticas en estos contextos, pero esta información debería suponer un impulso adicional para la reforma.
Es evidente que sería un error que la ASPM se aislara de la investigación sobre la educación musical y otras artes, pero eso es lo que ha hecho históricamente, sobre todo en Venezuela. En su época de esplendor, El Sistema mostraba poco interés por las corrientes contemporáneas de investigación o de pedagogía; a pesar de contar con amplios recursos para ello, no realizaba congresos ni enviaba personal a eventos en el extranjero, como los Congresos Mundiales de la ISME, a pesar de que esta última contaba con un Grupo de Interés Especial de El Sistema. Prestaba poca atención a los enfoques alternativos, y mucho menos a las perspectivas críticas. Sus invitados especiales solían ser directores o intérpretes, más que pedagogos o investigadores. Esta creencia de que El Sistema ya tenía las respuestas a las preguntas de la educación musical frenó la evolución del programa y se contagió a algunas partes del campo de la ASPM, que han organizado eventos solo del Sistema y han buscado inspiración en Venezuela o en programas hermanos más que en los campos mucho más amplios y desarrollados de la educación artística y la investigación en educación musical. Muchos, en Medellín y a nivel internacional, han lidiado con el tipo de problemas planteados en este capítulo. Si los problemas no son únicos, tampoco lo son las soluciones; no hay necesidad de que la ASPM reinvente la rueda.
1 El equipo social documentó este punto, señalando que mi llegada “puede fortalecer la posibilidad de traducir lo social en la música. […] Importante, que haga parte como co-equipero de esta investigación” (“Informe” 2017b, 64).
3 Existen claros paralelismos entre la crítica del equipo social a La Red y el argumento de Spruce (2017, 728) de que “[l]a conformidad está en el corazón de los discursos de Sistema. […] La conformidad se convierte en una condición de participación en la que las voces se escuchan solo cuando articulan discursos aceptados.”
5 Un informe de un periódico venezolano de 2015 denunció que los directores de las escuelas de música recibieron órdenes de altos cargos de El Sistema para llevar a sus empleados a votar por el gobierno en las elecciones nacionales (“Denuncian hostigamiento” 2015). Luigi Mazzocchi también recordó que la dirección de El Sistema había emitido directrices sobre cómo los miembros de la orquesta debían votar (Scripp 2016b).
6 Véase el número especial de Action, Criticism, and Theory for Music Education 15:1 (2016). Una de las muchas paradojas de El Sistema es su alineación discursiva y de alto nivel con el gobierno socialista y la perpetuación de las tendencias conservadoras de Abreu en los niveles inferiores de la organización y en su funcionamiento real.
7 Por ejemplo, la política fue un tema central en las presentaciones y debates en el minicongreso sobre orquestas juveniles en América Latina que coorganicé con Ana Lucía Frega en Buenos Aires, Argentina, en noviembre de 2018.
8 La recomendación de Teixeira Lopes y Mota (2017) de que el programa adopte un enfoque territorial, yendo más allá de los estudiantes y sus familias para comprometerse con grupos, asociaciones, instituciones y movimientos locales, tiene muchas resonancias con la política de La Red en 2018.
9 El Sistema, “¿Qué es El Sistema?”, https://elsistema.org.ve/que-es-el-sistema/
10 Howell (2017) revela una disyuntiva similar en el Instituto Nacional de Música de Afganistán entre la formación musical y las limitadas opciones posteriores disponibles para los formados.
11 En 2020, La Red fue galardonada con el IV Premio Internacional CGLU (Ciudades y Gobiernos Locales Unidos)-Ciudad de México-Cultura 21.