4. La Nueva Imagen de Medellín para el Mundo
© 2022 Geoffrey Baker, CC BY-NC 4.0 https://doi.org/10.11647/OBP.0263.04
En agosto de 2018, La Red recibió a una delegación de la Escuela de Gobierno John F. Kennedy de la Universidad de Harvard. La visita fue organizada por la Agencia de Cooperación e Inversión (ACI) de Medellín. La delegación estuvo en Medellín para conocer más sobre la transformación social y cultural de la ciudad —para ver el Milagro de Medellín de primera mano. Los representantes de La Red hicieron una presentación del programa y el ensamble de música colombiana de la escuela Pedregal continuó con una presentación musical. A juzgar por sus caras de alegría y sus comentarios de admiración, los visitantes quedaron impresionados.
Irónicamente, este evento para demostrar el éxito de la ciudad en la superación de su historia de violencia tuvo lugar en un día de grandes manifestaciones estudiantiles, que tenían su punto central en la universidad, justo enfrente. De hecho, la delegación de Harvard tuvo que entrar y salir a escondidas por la puerta trasera, porque en ese preciso momento había bloqueos, protestas y proyectiles en las calles de alrededor. En el interior del edificio, La Red y la ACI presentaron una visión armoniosa de Medellín a los visitantes extranjeros; afuera, continuaban las realidades discordantes de la vida urbana.
Desde sus inicios, La Red ha servido de imagen de la ciudad transformada. La UNESCO le concedió el título de “La nueva imagen de Medellín para el mundo”, y este eslogan pasó a formar parte de su publicidad. Más recientemente, La Red se ha asociado con la ACI para vender una imagen atractiva de la renovación urbana para el consumo internacional. Pero el evento de Harvard puso de manifiesto varios temas importantes. ¿Cuáles son las implicaciones de que la educación musical sirva como forma de marketing urbano? Y mirando más allá de la imagen a la desordenada realidad exterior, ¿qué eficacia tiene la ASPM como programa social? ¿Ayudó realmente La Red a transformar la ciudad? La ASPM y el urbanismo social han sido descritos en términos idénticos (“el milagro musical venezolano”, “el milagro de Medellín”). ¿Debemos creer en los milagros?
En este capítulo me alejo de los debates que observé en La Red y me centro en mis propias preguntas, unas que me han interesado desde que empecé a estudiar la ASPM en 2007 y, sobre todo, desde que visité Medellín por primera vez en 2012. La relación entre la ASPM y el urbanismo social es específica de Medellín, pero examinar la conexión entre la educación musical y la sociedad urbana tiene una resonancia mucho más amplia. Las preguntas sobre la eficacia y la filosofía de la ASPM —¿funciona? ¿Es un programa de cambio social?—, se relacionan de un modo u otro con todo el sector internacional.
¿Funciona la ASPM?
Cabría esperar que esta fuera una pregunta importante para el sector, pero no lo es. Más bien, se da por sentado que la ASPM funciona, y el esfuerzo se ha centrado en gran medida en la generación de pruebas y argumentos para apoyar esa creencia. Hubo muy poco escrutinio crítico a las afirmaciones de los programas más grandes de ASPM antes de mediados de la década de 2010, décadas después de la aparición de este campo. Como argumentan Belfiore y Bennett (2008), la ideología de que las artes son inherentemente beneficiosas para la sociedad se ha vuelto dominante desde la década de los 80, y en ningún lugar es más cierto que en la ASPM. Cuestionar esta ideología públicamente es despertar grandes sospechas, y sostener una opinión contraria, a pesar de sus dos milenios y medio de precedentes, es ser tratado como un hereje y quemado en la hoguera metafórica por destacados partidarios. Sin embargo, una función importante de la investigación académica es poner a prueba las ideas que supuestamente son de sentido común y ver si se mantienen, y cuanto más dominantes e influyentes sean las ideas, más importante es inspeccionarlas. Responder a una pregunta tan sencilla como “¿funciona la ASPM?” puede ser imposible (véase Ramalingam 2013), pero podemos aprender mucho si lo intentamos.
Evaluaciones
A primera vista, los estudios existentes sobre La Red presentan un panorama positivo. Una evaluación externa de 2005 concluyó que el programa tenía un impacto significativo en los valores de los participantes (“Medición” 2005). Un estudio económico más reciente también sacó conclusiones positivas, argumentando que el programa reducía la probabilidad de que los participantes se involucraran en conflictos y aportaba beneficios académicos y culturales (Gómez-Zapata et al. 2020). Sin embargo, un examen más detallado enturbia este panorama.
La falta de datos de referencia y de una asignación aleatoria a los grupos de tratamiento y control significa que el estudio de 2005 únicamente muestra una correlación, no una causalidad, y puesto que los aspirantes a participantes fueron sometidos a una audición y a una entrevista, y solo alrededor del 30% fueron aceptados, las diferencias preexistentes entre los estudiantes de música y los demás son una causa probable de los resultados. Además, los numerosos estudios internos analizados en los capítulos anteriores proporcionan amplias pruebas que contradicen la evaluación externa: los propios científicos sociales de La Red encontraron repetidamente problemas generalizados que los evaluadores habían pasado por alto o ignorado. Las categorías analizadas por los evaluadores fueron la confianza, la inclusión/exclusión, las habilidades para la resolución de conflictos, las actitudes hacia el cuerpo, la perseverancia y la disciplina. El equipo social de La Red encontró problemas en algunas de estas categorías (en particular la inclusión/exclusión), pero también se interesó principalmente por temas como la participación y el empoderamiento, que no se midieron. Esta diferencia de enfoque explica también la discrepancia entre el relato positivo de los evaluadores externos y los relatos críticos del equipo interno.
Le pregunté a Arango si la evaluación había influido en su propio estudio de diagnóstico al año siguiente. Respondió que un poco, pero que solo era una de las fuentes que utilizó. Su informe se basó principalmente en su propia lectura “etnográfica” de La Red, que fue el resultado de pasar mucho tiempo visitando las escuelas y hablando con todos los que pudo. El texto de su informe es aún más claro. Arango citó la conclusión positiva de la evaluación externa, y continuó inmediatamente: “Sin embargo, en la cotidianidad del Programa se registra una cierta desviación de este logro y/o propósito social” (2006, 17), y pasó a soltar la bomba de la contradicción entre el objetivo de la convivencia y los comportamientos problemáticos de los estudiantes avanzados, como se detalla en el Capítulo 1. En su momento, pues, la directora general de La Red contrastó directamente la evaluación con sus propias conclusiones. Resulta llamativo ver cómo un programa de ASPM consigue una evaluación externa positiva para luego cuestionar su valor y repetir el proceso internamente. Que Arango confiara más en la etnografía que en la evaluación, además de la brecha entre el estudio de 2005 y la serie de informes internos posteriores, plantea interrogantes importantes no solo sobre este caso concreto, sino también sobre la confiabilidad de las evaluaciones de los programas de ASPM en general (véase Baker, Bull y Taylor 2018; Logan 2015b).
El estudio de 2020, por su parte, no menciona la ya extensa literatura crítica y los debates sobre la ASPM y solo cita dos evaluaciones cuestionables de El Sistema, lo que revela un conocimiento limitado de este tema y un enfoque unilateral. Aun así, cabría esperar que La Red estuviera encantada con el resultado, pero durante mi última visita a Medellín, altos cargos expresaron en privado sus dudas sobre el valor de la óptica económica y la solidez de la metodología, y no se tomaron muy en serio las conclusiones. El estudio no abordaba el tipo de cuestiones sociales, políticas y culturales que, para ellos, determinaban la calidad de un programa: por ejemplo, el grado de diversidad, de creatividad y de participación. En general, me encontré con que los directivos se mostraban algo escépticos con respecto a los investigadores que tenían poco conocimiento del funcionamiento cotidiano del programa, se relacionaban mínimamente con los científicos sociales de La Red y parecían decididos a sacar solo conclusiones positivas. Los directivos se pasaban el día lidiando con una serie de cuestiones complejas, y tenían poca paciencia con los investigadores que no podían o no querían comprender los retos de La Red.
El Sistema presenta un panorama aún más ambiguo. La evaluación de la eficacia de El Sistema se complica por la falta de claridad y coherencia de sus objetivos. El programa se presenta como un todo sin fisuras, pero si se comparan las fuentes de la década de 1970 con las de la década del 2000, se observa un cambio importante en los objetivos declarados.1 Comenzó simplemente como un programa de formación de músicos de orquesta, pero desde el año 2000 se ha descrito ampliamente como un programa de inclusión social. La misión y visión oficiales actuales del programa hacen hincapié en la transformación personal desde el plano moral, espiritual y de comportamiento (véase Baker 2016c). Abreu también presentó El Sistema como un remedio a la pobreza: “Cuando [un niño] tiene tres años de educación musical, toca Mozart, Haydn, ve una ópera: ese niño ya no acepta su pobreza, aspira a salir de ella y termina venciéndola” (citado en Argimiro Gutiérrez 2010). Las multimillonarias aportaciones de la ONU a El Sistema se han hecho en nombre de “la inclusión social y la erradicación de la pobreza a través de la educación musical” (“FundaMusical” 2017). Sin embargo, el préstamo del BID en 2007 se justificó con la predicción de que sería eficaz para reducir la delincuencia, y Abreu declaró: “Las orquestas y los coros son instrumentos increíblemente eficaces contra la violencia” (Wakin 2012). Los objetivos de El Sistema son, entonces, cambiantes, muy ambiciosos y extraordinariamente difusos.
Aquí, las conclusiones de las evaluaciones son aún más cuestionables (Baker y Frega 2018; Baker, Bull y Taylor 2018). Las dos primeras evaluaciones, de 1996, fueron rotundamente contradichas por otras dos al año siguiente. Un informe del BID elaborado una década después se utilizó para justificar un préstamo de 150 millones de dólares, pero el banco se distanció después de este estudio. El punto central del informe era un cálculo especulativo según el cual cada dólar invertido tendría un rendimiento equivalente a 1,68 dólares. Sin embargo, El Sistema nunca llevó a cabo el elemento principal de la propuesta: la construcción de siete centros regionales de música. En realidad, el préstamo solo produjo una fracción del rendimiento esperado, y las especulaciones del informe sobre los efectos probables resultaron ser erróneas.
Durante muchos años después de que el BID comenzara a apoyar a El Sistema, formulaba hipótesis sobre los beneficios de la ASPM en lugar de demostrar su eficacia en la práctica. Finalmente decidió evaluar la teoría del cambio del programa mediante un estudio experimental de un millón de dólares (Alemán et al. 2017). Reflejando las afirmaciones expansivas de El Sistema, el estudio midió veintiséis variables de resultados primarios. Solo se encontraron dos resultados significativos, y dependían del uso de un umbral de significación estadística inusualmente bajo (90%). Mark Taylor, un experto en análisis cuantitativo, examinó los datos y métodos del BID y planteó cuatro interrogantes distintos sobre los dos resultados supuestamente positivos, concluyendo que era casi imposible tomarlos en serio (Baker, Bull y Taylor 2018). No hubo resultados significativos en veinticuatro áreas, incluso en el umbral bajo del 90%, y los investigadores “no encontraron ningún efecto de muestra completa en las habilidades cognitivas […] ni en las habilidades o conexiones prosociales”. En un giro adicional, la propuesta de evaluación original había declarado: “Los datos serán utilizados para evaluar rigurosamente los impactos del Sistema en abandono escolar, comportamientos de riesgo, incidencia de crimen y prevalencia de embarazos no deseados” (“Evaluación” 2011, 3). Sin embargo, el estudio publicado no menciona estos asuntos, ni da una razón para dejarlos de lado. Por lo tanto, no está claro si los investigadores intuyeron que no encontrarían pruebas de esos efectos sociales o los buscaron sin éxito.2
Si este informe hubiera descubierto pruebas sólidas de que El Sistema reducía la pobreza, la delincuencia y la violencia al efectuar una transformación personal en un plano moral, espiritual y de comportamiento, el programa habría merecido la etiqueta de “el milagro musical venezolano”. Sin embargo, este estudio realizado por el propio financiador de El Sistema no encontró ningún impacto social realmente significativo, revelando que su teoría del cambio es más bien una historia de fantasía. Este estudio, que se produjo tras una oleada de estudios académicos independientes y críticos, habría quitado el brillo a la narrativa del milagro si no hubiera sido ignorado casi por completo por el campo de la ASPM, los medios de comunicación e incluso la mayoría de los investigadores.
Las hipótesis de la ASPM ortodoxa han sido socavadas tanto por los acontecimientos como por la investigación. Las pruebas del cambio social en Venezuela, sede del mayor y más largo experimento de la ASPM, son escasas, casi inexistentes. La pianista venezolana Gabriela Montero escribe sobre “la amarga ironía de que la nación mineral y musicalmente más rica de América del Sur sea también la más corrupta, violenta, económicamente más amenazada y moralmente más desencarnada del continente”.3 Venezuela era el país más rico de América Latina cuando se fundó El Sistema; ahora es uno de los más pobres y uno de los lugares más peligrosos del mundo. Este cambio tiene causas complejas, y no demuestra la ineficacia de El Sistema; sin embargo, plantea más preguntas sobre las afirmaciones de los efectos sociales transformadores. El Sistema ha recaudado y gastado cantidades impresionantes de dinero, pero gran parte de ellas se han destinado no tanto a la acción social, como a edificios monumentales en el centro de Caracas y a instrumentos de alta gama, salarios y giras internacionales para sus orquestas de exhibición. Muchas escuelas de música comunes funcionan en malas condiciones, y no hay pruebas sólidas de que se haya reducido la pobreza y la delincuencia. El éxodo de los músicos de El Sistema desde que la crisis venezolana empezó a hacer mella a mediados de la década del 2010 pone aún más en duda la idea de la ASPM como remedio a los grandes problemas sociales.
La Teoría de la ASPM
El Sistema y los programas inspirados en él en América Latina tienden a presentar parecidas características generales: un enfoque en grandes ensambles; un énfasis en las partes medias y bajas del espectro socioeconómico (en La Red, los barrios populares de Medellín; en la declaración de la misión de El Sistema, “los grupos más vulnerables del país”); y un argumento de que la unión de estos dos proporciona beneficios para los individuos y para la sociedad. Estos beneficios se derivan supuestamente del cambio de actitudes y comportamientos de los participantes (en La Red, inculcando valores ciudadanos; en la misión de El Sistema, “rescata[r] al niño y al joven de una juventud vacía, desorientada y desviada”), y reduciendo así la incidencia de fenómenos negativos como la pobreza, la violencia y la delincuencia. Este cuadro, como teoría del desarrollo social, presenta múltiples problemas.
En primer lugar, se basa en una ideología conservadora y ampliamente desacreditada que vincula los problemas sociales con los déficits individuales. En la visión de Abreu, la pobreza se basa en la falta de aspiraciones individuales y, por tanto, puede superarse aumentando las ambiciones. También afirmó que “la pobreza material de un niño se supera con la riqueza espiritual que proporciona la música” (“El Sistema” 2008). Sin embargo, la opinión de los expertos es mucho más proclive a atribuir los problemas sociales graves, como la pobreza y la violencia, a causas estructurales, y a tratar la privación material de forma menos simplista.4 Por ejemplo, al esbozar el núcleo del trabajo social con fines de justicia social, Baines (2017) escribe: “La clave de esta práctica es la comprensión de que los problemas a los que se enfrenta un individuo están arraigados en las desigualdades y la opresión de la estructura sociopolítica de la sociedad, más que en las características personales o las elecciones individuales”.5 Maclean (2015) identifica la violencia urbana de Medellín como arraigada en la extrema desigualdad de la ciudad y, por tanto, como una perpetuación de las normas sociales y políticas, más que como una ruptura del tejido social. Por lo tanto, es poco probable que estos problemas disminuyan notablemente disciplinando el comportamiento individual o aumentando las aspiraciones individuales. Es probable que unos pocos individuos modifiquen su posición social (movilidad social), pero es improbable que un enfoque de este tipo cambie los problemas o las estructuras que están por debajo de ellos o el número de personas afectadas (cambio social).6 La visión del déficit de Abreu —la piedra angular de la ASPM—, se contradice, por tanto, con una gran cantidad de ciencias sociales. Cheng (2019, 43) desprecia, con razón, las afirmaciones de que la pobreza es un “estado de ánimo” o una falta de “riqueza de espíritu”, y su rastreo de tal visión hasta el ministro y acólito de Donald Trump, Ben Carson (entre otros), dice mucho sobre la política que hay detrás de la filosofía de Abreu.7
En segundo lugar, es cuestionable que la educación musical pueda tener una influencia significativa en los problemas sociales más graves. Las pruebas de que las artes y la cultura tienen un impacto significativo en la pobreza material, a diferencia de en los efectos de la pobreza, son escasas (Mamattah et al. 2020). Cabe recordar que incluso muchos de los miembros del personal de La Red tenían dudas sobre su capacidad para abordar problemas sociales graves y consideraban que el objetivo del programa era demasiado utópico. En el Capítulo 1, vimos que las investigaciones del equipo social descubrieron que los profesores estaban frustrados y abrumados porque se esperaba que respondieran a problemas sociales o familiares complejos, pero carecían de la formación o las habilidades adecuadas.
En tercer lugar, es muy discutible que los grupos más vulnerables o marginados de la sociedad sean una fuente importante de problemas sociales como la violencia y la delincuencia —una posición que está implícita en la caracterización de Abreu de orquestas y coros para niños pobres y vulnerables como “instrumentos increíblemente eficaces contra la violencia”. Estos grupos son, por definición, relativamente impotentes. Si el objetivo fuera realmente el cambio social, un enfoque más racional de la ASPM sería dirigirse a las élites sociales—, el pequeño segmento de la población que tiene un control desproporcionado sobre las fuerzas estructurales que producen la violencia y la delincuencia (véase el Capítulo 5). Incluso el exalcalde de Medellín Alonso Salazar (2018) ha argumentado que las élites de la ciudad tienen la mayor responsabilidad por su “ruina moral”.
Asimismo, dado que el fomento de la convivencia y de los valores ciudadanos es el objetivo principal de La Red, cabe preguntarse si los jóvenes de los barrios populares son realmente el objetivo adecuado. Como afirma Bates (2016, 3), “la evidencia muestra que los pobres ya poseen fuertes habilidades personales y sociales”. Se basa en varios estudios para argumentar que, en comparación con los ricos, los pobres tienden a ser más éticos, compasivos y altruistas, no son más propensos a abusar del alcohol o las drogas, y son igual de trabajadores y comunicativos. La solidaridad es un rasgo característico de la clase trabajadora y de sus organizaciones, como los sindicatos, mientras que el individualismo es más marcado entre las clases sociales más altas. ¿Por qué, entonces, el supuesto remedio a la falta de convivencia en Medellín se dirige a las clases populares de los barrios de la ciudad y no a los ricos que viven en recintos cerrados en sus propios enclaves urbanos? ¿Por qué se supone que los pobres necesitan lecciones de colectividad, solidaridad y escucha, y no los ricos? Como señalan Holston (1999) y Caldeira (1999), la segregación de los ricos tiene un efecto nocivo en la sociabilidad y la vida pública, y al subrayar las desigualdades y la falta de elementos comunes, puede promover el conflicto en lugar de prevenirlo. “Las ciudades de muros no fortalecen la ciudadanía, sino que contribuyen a su corrosión” (136). Entonces, ¿quién necesita realmente lecciones de valores cívicos y de ciudadanía?
Datos Demográficos: ¿A Quién Atiende la ASPM?
Un último pero importante punto débil de la teoría de la ASPM es que los programas no suelen llegar a los grupos más vulnerables o marginados cuando se ofrecen como actividad voluntaria y extracurricular. La evaluación de 2005 de La Red descubrió que los estudiantes procedían de hogares más acomodados, estables y con mayor nivel educativo que un grupo de control; por ejemplo, pasaban más tiempo fuera de la escuela acompañados por sus padres. La investigación de Wald (2017) sobre programas similares en Buenos Aires reveló que los estudiantes que prosperaban provenían de familias más estables económicamente. Los programas generalmente incluían a los jóvenes más incluibles (Escribal 2017): aquellos que vivían en barrios populares pero que estaban más cerca de la clase media en términos tanto de empleo familiar como de valores. Picaud (2018) descubrió que los estudiantes del proyecto francés de ASPM Démos procedían en general de familias con niveles de educación y empleo superiores a la media; sus padres vivían en zonas más pobres, pero estaban relativamente acomodados en términos de capital cultural. Godwin (2020) presentó resultados análogos en su estudio de un programa australiano de ASPM: los niños con formas tradicionales de desventaja solo constituían alrededor del 15% del programa, y la mitad de ellos abandonaban el programa en un año. Muchos de los participantes tenían padres con aspiraciones de clase media que veían el programa como una fuente de clases de música gratuitas. La aparición de resultados similares en programas tan dispersos indica que la dificultad por llegar a los grupos más vulnerables o marginados es una característica del modelo ortodoxo de la ASPM.
Lo más llamativo de todo es que la evaluación de 2017 de El Sistema estimó que la tasa de pobreza entre los participantes que ingresaron era del 16,7%, mientras que la tasa de los estados en los que vivían era del 46,5%. En otras palabras, los niños que entraron en El Sistema en el estudio tenían tres veces menos probabilidades de ser pobres que todos los niños de seis a catorce años que residían en los mismos estados. En consecuencia, los investigadores concluyeron que su estudio “pone de manifiesto los retos de dirigir las intervenciones hacia grupos de niños vulnerables en el contexto de un programa social voluntario”. El propio financiador de El Sistema reconoció este defecto del modelo. Aunque llama la atención la demolición del mito de El Sistema, este hallazgo no es una sorpresa desde la perspectiva de la investigación sobre la educación y la juventud, en la que se reconoce ampliamente que las familias menos privilegiadas son menos propensas a apoyar actividades extracurriculares para sus hijos, ya sea por razones de dinero, tiempo, logística o valores (p. ej. Lareau 2011).
Con el tiempo, la composición social de La Red se ha visto afectada por dos movimientos contrarios. Por un lado, la expansión de Medellín ha hecho que las zonas de mayor pobreza —los límites urbanos—, se hayan desplazado progresivamente hacia arriba en las laderas del valle y se hayan alejado del centro de la ciudad. Por otro lado, varias escuelas de la periferia de La Red (como Independencias, Villatina y 12 de Octubre) se han visto obligadas a desplazarse en dirección contraria, hacia la parte baja de las laderas, por razones de seguridad. Una de ellas, La Loma, simplemente tuvo que cerrar. Hay grandes impedimentos prácticos para que La Red trabaje en los barrios más pobres. El acceso seguro para el personal y los estudiantes es uno de ellos; otro es la falta de edificios adecuados. Algunas de las escuelas de La Red funcionan en locales alquilados, y las zonas más pobres simplemente no disponen de edificios de alquiler que puedan albergar todos los instrumentos, el ensayo de una orquesta o banda y varias clases simultáneas. Cualesquiera que sean los deseos de sus dirigentes y del personal, un proyecto de este tipo no está concebido de forma que sea fácilmente accesible para los más desfavorecidos de la sociedad en la década de 2020.
No obstante, una de las consecuencias de la vena salvacionista de la ASPM (y del enfoque de “pornografía de la pobreza” de algunos de los que informan sobre ella) es la tendencia a exagerar el nivel de desventaja y, por tanto, a estigmatizar a los participantes. Este es claramente el caso de El Sistema, donde hay un abismo entre los hallazgos demográficos del BID en 2017 (que hicieron eco a los de mi libro de 2014) y los relatos de los medios de comunicación y las percepciones públicas sobre habitantes de los barrios marginales rescatados de una vida de delincuencia. Los desafíos de los barrios de Medellín son innegables, pero como sostiene un volumen reciente de un conjunto de expertos locales en juventud, la mayoría de los jóvenes no están en riesgo significativo, ni son un riesgo para la sociedad (Jóvenes 2015). De los que sí lo son, pocos encuentran su camino hacia La Red.
En la primera reunión directiva a la que asistí, un miembro del equipo social declaró que los estudiantes de La Red no se veían a sí mismos como pobres, vulnerables o necesitados, y rechazaban este tipo de categorización. Del mismo modo, Wald (2011) sostiene que la narrativa pública en torno a la ASPM en Buenos Aires estereotipaba y estigmatizaba sus contextos sociales (como lugares de delincuencia, drogas, violencia y desempleo) con el fin de resaltar los efectos transformadores de la música. La mayoría de los participantes no solo no encajaban en esta categoría, sino que también discreparon de estas representaciones y eran explícitamente críticos con la narrativa melodramática de los medios de comunicación que se tejía en torno a ellos: “Hablan de nosotros como si fuéramos salvajes que en vez de un arco y una flecha tenemos un violín”, dijo uno (2009, 60). Wald hace hincapié en la heterogeneidad de los barrios populares de Buenos Aires, un punto importante para entender la ASPM, ya que subraya que no todos los habitantes de esas zonas en América Latina (y mucho menos, todos los participantes en los programas de ASPM) son “niños en riesgo”, como se suele afirmar en el Norte global.
Los directivos y directores dieron muchas pistas sobre su percepción de la composición social del programa. Uno de los directores generales me dijo que La Red se había “aburguesado” y se preguntó por qué el programa no estaba funcionando en los contextos más desfavorecidos de la ciudad. ¿La Red está transformando a Medellín?, preguntó. ¿O está subvencionando la educación musical de un determinado sector de la población de la ciudad?
Reflejando las conclusiones de los estudios realizados en otros lugares, parecía que este “determinado sector” representaba generalmente no tanto a los grupos más vulnerables o marginados como a una fracción de la clase popular con aspiraciones y comprometida con la educación. Aunque había excepciones, la mayoría de los estudiantes de La Red no encajaban en la narrativa habitual de la ASPM sobre el rescate social. Muchos pertenecían a los estratos socioeconómicos 1 a 3 (Medellín tiene seis estratos oficiales, siendo el 1 el más bajo), pero, como dijo un director de escuela, la mayoría de sus estudiantes procedían de un buen entorno familiar. Puede que no vivieran con ambos padres, pero había un cabeza de familia que se ocupaba de ellos, y la gran mayoría de los padres se preocupaban por sus hijos.
Algunos miembros del personal arrojaron luz sobre el carácter y el comportamiento de los estudiantes. Un director cambió de escuela durante mi trabajo de campo y comparó los dos contextos. En su nueva escuela había más dificultades, dijo, citando cuestiones como el consumo de drogas y el comportamiento irrespetuoso; estimó que había unos diez casos críticos, de una población de casi doscientos estudiantes. En su escuela anterior, no tuvo ni un solo caso difícil que entregar a su sucesor. Otro director describió a los niños de su escuela como agradables y educados, con pocos problemas personales o sociales. Un tercero describió a sus estudiantes como “humildes, no tienen mucho dinero”, pero también “gente muy sana”. Sus padres tenían dificultades económicas, pero se esforzaban por sacar adelante a sus hijos, lo que los convertía en estudiantes ejemplares. Para él, la labor social de la escuela no consistía en transformar a los niños, sino en fomentar y apoyar sus rasgos positivos y mostrarlos a la comunidad como ejemplo. Un miembro del equipo social expresó su exasperación ante el tema de que La Red estaba salvando a cinco mil niños de la guerra urbana de Medellín. Le pregunté cuántos creía que se habrían convertido en delincuentes sin el programa: “Dos o tres”, respondió.
Otros empleados señalaron el perfil socioeconómico de los estudiantes. Un día, un directivo describió una visita a un programa cultural de barrio para niños que, según él, no tenían nada (como niños de la calle). En contraste con La Red, el programa se llevaba a cabo con poco dinero. Su respuesta inmediata fue: “Esto es lo que deberíamos hacer nosotros. ¡Tenemos tanto! ¿Por qué no trabajamos con esta gente? Esto es lo que se supone que debe hacer La Red”. Un director de escuela argumentó que La Red estaba luchando por los mismos estudiantes que otros programas públicos de ocio, en lugar de esforzarse por llegar a las zonas desatendidas de la ciudad.
Otro director afirmó que La Red había comenzado con el objetivo de alejar a los jóvenes del alcance del conflicto urbano, pero que la situación había cambiado con el tiempo; los riesgos, aunque seguían siendo reales, se habían reducido mucho, y la escuela se había convertido simplemente en un destino para los niños que querían aprender música. Continuó diciendo que, por lo general, los niños de los estratos 3–4 son los que obtienen mejores resultados en La Red.8 Suelen tener padres comprometidos con la educación de sus hijos. Los niños de los estratos 1–2 son más propensos a abandonar la escuela, dijo; su familia puede enviarlos a trabajar, o tienen problemas en casa o se mudan de barrio.
El retrato que hace Sarrouy (2018) del núcleo de Santa Rosa de Agua de El Sistema vuelve a ser esclarecedor. El grupo de madres que pasan las tardes esperando a sus hijos afuera son generalmente educadas (la mayoría tiene un título universitario), devotas y preocupadas por los valores y la moral. Su mera presencia fuera del núcleo dice mucho de su preocupación por la educación y el bienestar de sus hijos. Sarrouy los retrata como personas que desempeñan un papel vital: mantener a los niños fuera de la calle, hacerlos presentables y fomentar el estudio en casa. Las familias pueden ser pobres, pero también son organizadas y solidarias. Esta imagen coincide con la de La Red, pero se parece poco a la misión oficial de El Sistema de “rescatar a los grupos más vulnerables del país”. Más bien, lo que vemos son niños de familias diligentes que desean que sus hijos cambien una serie de actividades de ocio que consideran malsanas (salir a la calle, jugar en el computador, ver televisión) por otra actividad que consideran más sana (tocar música).
Surge de inmediato una pregunta obvia: ¿qué ocurre con los niños que no tienen familias que los apoyen —que podrían describirse realmente como vulnerables o incluso que necesitan ser rescatados? En el relato de Sarrouy, parecen estar fuera, “jugando en las calles del barrio, descalzos y sucios” (49). Rara vez acuden a la escuela de música —o quizás forman parte del gran número de estudiantes que abandonan pronto—, porque sus familias no pueden o no quieren llevarlos todos los días, sentarse afuera toda la tarde a supervisar su estudio y animarles a practicar en casa. El contraste visual entre los estudiantes de El Sistema, bien vestidos, y sus compañeros no músicos, descalzos y sucios, no es una coincidencia ni una consecuencia de que los primeros hayan sido “salvados” por la música; es indicativo de las diferencias sociales preexistentes entre los niños de El Sistema y los que no lo son, descubiertas por la evaluación de 2017 del BID.
Las implicaciones de esto para entender la ASPM son profundas. El Sistema aparece aquí no como un medio de inclusión social, sino de diferenciación y estratificación social. Recordemos la “burbuja” del Capítulo 3 y la conclusión de Wald de que los estudiantes de la ASPM que prosperaran en Buenos Aires no solo procedían de familias más estables económicamente, sino que también desarrollaban una visión del mundo marcada de “nosotros versus ellos”. Del mismo modo, la investigación sobre Sistema Escocia descubrió que su enfoque de aprendizaje inmersivo podría dificultar la participación en el programa de los estudiantes con necesidades adicionales o circunstancias familiares difíciles, y que los niños de una minoría étnica, con el inglés como segunda lengua o con necesidades de apoyo adicionales desertaban con más frecuencia —lo que apunta a la exclusión sistémica de los más desfavorecidos (véase Baker 2017a). Godwin (2020) pinta un cuadro de un programa de ASPM en el que los estudiantes más desfavorecidos o desafiantes a menudo desertaban o eran excluidos, ya que el programa estaba mal equipado para apoyarlos. Estos resultados sugieren que, en términos sistémicos, la ASPM tiende a separar a los niños relativamente favorecidos —aquellos que provienen de familias más estables, con aspiraciones y con un mayor nivel de compromiso educativo—, de los relativamente desfavorecidos, y a apoyar predominantemente a los primeros. En otras palabras, la ASPM aparece como un proceso de jerarquización social que exacerba una división de microclases dentro de los barrios populares.
Empleando los términos que utilizaron mis colaboradores en Medellín, que ya estaban entre grandes comillas, los estudiantes de estos programas son, en general, “niños buenos”; y también se construyen como “niños buenos” a través de su participación en los programas de ASPM. Se les imagina como diferentes y superiores a los “niños malos” que andan por las calles y se les proporciona un impulso educativo. A los ojos del equipo social, La Red no transformaba tanto a los “niños malos” sino que daba un empujón a los “buenos”, exacerbando la distancia entre ambos.
Así pues, estos programas benefician principalmente a una fracción de la clase popular con aspiraciones y comprometida con la educación, y si bien amplían el alcance de la música clásica, su efecto en las sociedades desiguales y divididas es más cuestionable. No es solo que, en contraste con las afirmaciones sobre “rescatar los grupos más vulnerables del país”, se incluya a pocos de los más vulnerables; es también que se traza una frontera, ampliando esta división social en lugar de reducirla y, por tanto, excluyendo a los marginados aún más en términos relativos. Este hallazgo debería preocupar mucho a los programas que persiguen objetivos como la inclusión social o la convivencia entre grupos dispares, ya que sugiere que la ASPM puede profundizar la desigualdad que está en la raíz de muchos de los problemas sociales más graves de América Latina. Pero no debería ser una sorpresa para los estudiosos de la educación musical: coincide con el conocido argumento de Bourdieu de que la educación reproduce la desigualdad al permitir que los beneficios se acumulen principalmente para los que ya los tienen, que ha sido influyente en la sociología de la educación musical (véase, por ejemplo, Wright 2010).
Valores Familiares
Los datos de Sarrouy plantean otra pregunta importante sobre el funcionamiento de El Sistema y, por extensión, de la ASPM en general. La narrativa oficial es que el programa “rescata” a los niños vulnerables inculcándoles valores como la disciplina y la responsabilidad. Además, la teoría es que estos valores se extienden a sus familias y a la sociedad en general. Como dijo Abreu en su discurso del premio TED, “el niño se convierte en un modelo para sus padres”. Sin embargo, los datos de Sarrouy cuentan una historia diferente. Escribe: “Son las madres y abuelos que insisten para que los hijos y nietos sean dedicados, trabajadores y responsables” (50). Además, relata que el grupo de madres constituía un “sindicato” no oficial, una de cuyas funciones era
hacer presión sobre los profesores que tengan la tendencia a faltar a las clases. Las mujeres se unen y hablan con el profesor, exigiendo justificaciones válidas. Hay profesores que faltan a las clases con pretextos poco satisfactorios, pero la presión que se les hace obliga a la regularidad de su presencia, sino tendrán que hacer frente al grupo de madres, a la dirección y hasta a los alumnos porque también ellos se vuelven exigentes. (51)
En otras palabras, en lugar de que los valores se irradien desde El Sistema a los niños y luego a sus familias, la dinámica que describe Sarrouy es precisamente la contraria: las madres son el punto de origen de valores clave de la ASPM como la disciplina y la responsabilidad, y su influencia converge a través de sus hijos en El Sistema, culminando en la sorprendente imagen de madres y estudiantes vigilando a los profesores de música. Aquí, son los músicos adultos de El Sistema —no sus estudiantes—, los indisciplinados y las familias las que los disciplinan.
El apoyo a esta imagen proviene de muchas otras fuentes. En mi propia investigación en Venezuela y en Medellín, quedó claro que los estudiantes de música que tenían éxito solían ser socializados en el sistema de valores del programa por sus familias antes de entrar en él. Un profesor de La Red de la primera generación me contó una historia típica: “Mucho viene del hogar… en mi casa, por lo menos, andar en la esquina nunca fue una opción, nunca… siempre me inculcaron que tenía que ser alguien, que iba a estudiar”. Su padre no había terminado la escuela, pero siempre decía: “No puedes ser como yo, tienes que conseguir un título universitario”. Varios directores sugirieron que era más probable que La Red funcionara para un niño de una familia interesada, comprometida y responsable; en otras palabras, si había un buen grado de alineación previa con los valores del programa.
Wald (2009, 61) sacó conclusiones similares en Buenos Aires: los estudiantes rechazan el discurso oficial de los programas de ASPM y “aseguran que el marco de referencia que le da forma a sus valores y a la mayoría de sus prácticas proviene de otro lado: de las enseñanzas familiares y, en menor medida, de sus creencias religiosas”. Los estudiantes examinados en profundidad en el retrato de Mota y Teixeira Lopes (2017) sobre la Orquestra Geração (OG) de Portugal eran pobres, pero contaban con el apoyo de una familia extensa. Solo dos de treinta y cinco identificaron disonancia entre los valores de la familia y del programa. Los investigadores encontraron “una tendencia al fortalecimiento de las disposiciones que se habían creado previamente en las familias de los jóvenes participantes”, “flujos de consonancia e interdependencia entre la familia, el hogar y la OG” y “transmisión intergeneracional de los recursos educativos de la familia” (Teixeira Lopes et al. 2017, 224–25). Rimmer (2018; 2020) descubrió que el disfrute de los estudiantes de In Harmony Sistema England dependía en gran medida de una perspectiva aspiracional, del apoyo de los padres y del compromiso con la escolarización. El Sistema se ha vendido como un programa para niños desfavorecidos, pero Rimmer encontró que aquellos que provenían de familias menos solidarias e interesadas eran más propensos a encontrarlo aburrido u opresivo y/o a sentirse desanimados por el desafío de la educación musical guiada por ideales de disciplina y trabajo duro. Por lo tanto, se puede identificar una dinámica consistente en la ASPM en varios países, en la que la educación musical aparece regularmente como un conducto y un beneficiario de los valores familiares más que como una fuente.
Los estudiantes que tenían éxito solían recibir y depender de un considerable apoyo familiar durante sus estudios. La ASPM requiere mucho tiempo: en La Red, los estudiantes deben asistir de tres a cuatro veces por semana en su segundo año; en El Sistema, esto puede aumentar rápidamente a cinco o más. Un horario así supondría un gran reto para un niño sin una familia que le apoye, a menos que viva muy cerca de la escuela. “Sin el apoyo de las familias, no seríamos absolutamente nada”, dijo el director de una escuela de Medellín. “Hay gente que se las arregla sin un padre o una madre, pero realmente los padres son la piedra angular”. Otro director afirmó: “La colaboración de los padres es fundamental en la escuela […] si los padres no se comprometen, no podemos funcionar”. Aquí vemos claramente la dependencia del programa de los valores familiares existentes.
En la práctica, La Red parecía estar configurada para favorecer a quienes ya estaban socializados en sus normas, se adaptaban a sus requisitos y estaban respaldados por familias más estables y solidarias. La Red llevó a cabo un proceso de selección explícito en forma de entrevistas y reuniones para filtrar a los niños y padres que parecían no encajar en el programa. Como señala Mosse (2004, 652) en su investigación sobre la ayuda exterior: “Siempre hay un incentivo para que el personal seleccione a las personas que ya poseen las características que un proyecto pretende crear”. El resultado, como descubrió Wald en Buenos Aires, es que la dinámica principal de la ASPM es un refuerzo de los valores compartidos por las familias y los programas más que una transformación.
Exclusión
A pesar de todo lo que se dice sobre la inclusión, la ASPM puede tener aspectos excluyentes. Uno de ellos es la presión del tiempo que se ejerce sobre las familias. En Medellín, una madre dijo: “Hay un problema que veo, y es que, si él va a estudiar, tengo que traerlo [a la escuela de música] a estudiar, y no puedo porque tengo que cuidar a su hermanito y hacer mis tareas”. Wald (2017) señala las intensas exigencias a las que se ven sometidos los estudiantes y sus familias: ensayos y actividades frecuentes, que a menudo entran en conflicto con las rutinas domésticas y requieren el apoyo de la familia. También puede haber presiones económicas asociadas. Una tesis de sociología de 2013 sobre Montalbán, el núcleo de exhibición de El Sistema en Caracas, incluyó información sobre un grupo focal de familias de estudiantes:
todas las madres coinciden en que una familia pobre no se puede mantener en El Sistema […] Todas coincidieron en que en El Sistema no hay gente pobre porque no podría mantener el ritmo de la rutina de gasto que eso genera, y que por el contrario quienes hacen vida ahí es porque tienen un mínimo de recursos económicos que les permite costear traslados, comidas, arreglos de instrumento, reparaciones, uniformes, etc. […] [L]as madres coinciden en que muchos niños desertan en el camino porque sus familias no tienen los recursos para mantenerlo aquí. “Muchos niños no continúan aquí por eso, porque de verdad esto es un sacrificio, tienes que tener unos padres que te ayuden” (Pérez y Rojas 2013, 126–27; énfasis en el original)
Aquí vemos claramente el problema de construir la ASPM como un sistema (supuestamente) meritocrático, en el que los que más trabajan y tienen más capacidad en teoría llegan a la cima.9 Es ampliamente reconocido por los académicos que los sistemas meritocráticos tienden a privilegiar a los que tienen más recursos. La sociedad no es un campo de juego uniforme: algunos niños disfrutan de mejores condiciones de apoyo para el trabajo duro que otros. Por el contrario, si sus familias carecen de recursos clave como el tiempo o el dinero, los niños pueden enfrentarse a barreras insuperables, independientemente de su dedicación o capacidad. Sin embargo, el sesgo de sobrevivencia de la mayoría de los escritos e investigaciones sobre la ASPM ha hecho que se preste poca atención a la exclusión.
Del mismo modo, la cuestión de la permanencia de los estudiantes rara vez se plantea en el discurso público, pero, como vimos en el Capítulo 1, el nivel de deserción era lo suficientemente elevado en La Red como para causar preocupación entre los dirigentes, y los datos de varios proyectos de ASPM sugieren que hasta la mitad de los nuevos estudiantes pueden desertar en el primer o segundo año. El comentario de un director de La Red de que los niños de los estratos sociales más bajos eran los más propensos a abandonar el programa es especialmente digna de mención, ya que apunta a un problema fundamental a nivel de inclusión social. El programa parece filtrar a los más desfavorecidos, que tal vez ni siquiera puedan acceder a él y tienen una probabilidad desproporcionada de abandonarlo si pueden hacerlo.
“La Red es un sistema cerrado”, dijo un funcionario municipal en una reunión. Su política consistía en que los estudiantes debían estar en la escuela y obtener unas calificaciones decentes. Si los estudiantes abandonaban la escuela, podían ser expulsados de La Red. Pero se supone que este es un programa de inclusión social, exclamó el funcionario; ¿por qué excluye precisamente al tipo de jóvenes a los que debería ayudar? La Red debería centrarse en los niños con problemas, no en los niños más juiciosos.
Irónicamente, entonces, la ASPM puede ser menos accesible para aquellos a los que supuestamente está más dirigida. Es difícil que los niños se incorporen al programa y permanezcan en él durante algún tiempo sin un mínimo de estabilidad, apoyo y solvencia familiar. También hay limitaciones geográficas: los estudiantes de las zonas más altas del barrio viven más lejos de la escuela de música y tienen más probabilidades de quedar aislados por un deterioro de la situación de seguridad. Estos programas parecen relativamente exclusivos con respecto a los niños más vulnerables de las zonas más marginales.
La ASPM también puede ser difícil para todas las partes sin cierto grado de alineación previa en los valores. Un director describió las dificultades del trabajo de la ASPM cuando las familias no están en sintonía con la escuela:
En el trabajo con niños y niñas encuentra dificultad en el acompañamiento de las familias. Hay falencia en la comprensión sobre la necesidad de un mínimo de estudio diario. Les comparte una guía de estudio, pero no hay acompañamiento. Se tiene una concepción de la escuela como guardería. No llevan los implementos necesarios para la clase […]. Esto se ve en los ensayos, cómo lo individual afecta lo colectivo. Entonces, ante esta falta de corresponsabilidad de las familias, se ha llegado a enojar con ellos, mas no con el estudiantado, pues los estudiantes lloran y se desesperan por la falta de cumplimiento de sus compromisos al encontrarse en la agrupación. (“Informe” 2017d, 43)
Este director explicó además que los estudiantes de familias menos comprometidas tendían a retrasar a los demás, porque acababan estudiando en los ensayos en lugar de hacerlo previamente. Describió que tenía que obligar a los estudiantes más cumplidos a sentarse y esperar hasta quince minutos mientras él repasaba lo básico con los demás. No intentó ocultar su frustración. Como revela su relato, la formación sinfónica puede ser un reto sin la socialización previa de los niños en normas educativas como la disciplina, la obediencia y el compromiso.
El equipo social también señaló que en sus entrevistas con los directores se plantearon dudas sobre la capacidad del programa para atender a los estudiantes de entornos más conflictivos, a los que tienen problemas de drogas o “los que no logran anclarse en la dinámica de formación musical porque no son disciplinados o no tienen un nivel musical que caracteriza al Programa” (“Informe” 2017a, 117). Un miembro del equipo me dijo sin tapujos que La Red no era musicoterapia, y que era muy difícil que las escuelas pudieran atender a jóvenes con problemas graves. La ASPM está mal equipada para atender a quienes no encajan ya en el patrón de la ASPM de “niño bueno” y que podrían beneficiarse más de un programa social.
Estos resultados sugieren que la ASPM depende de la existencia previa de los valores clave que supuestamente produce para funcionar correctamente. La dinámica real parece estar en contraste directo con la oficial: los valores familiares son la fuerza principal que moldea al niño, y las escuelas de música dependen de que los niños lleguen con esos valores ya inculcados y de que las familias estén dispuestas a apoyar a los estudiantes a través del programa intensivo. Por tanto, estos programas dependen y refuerzan los valores, las disposiciones y los recursos de una fracción aspiracional y comprometida dentro de los barrios populares. Rescatar a los más vulnerables y transformar vidas puede ser el titular, pero es solo una pequeña parte del trabajo real. Puede que exista la creencia generalizada de que la educación musical sirve para poner a los niños en el camino correcto, pero la investigación sugiere que la aspiración y el compromiso a menudo ya están presentes en el hogar, en lugar de ser transmitidos por los dioses musicales. Contradiciendo la ideología del déficit que sustenta El Sistema, son los recursos sociales de la comunidad los que mantienen el engranaje de la ASPM en movimiento.
Mi argumento se refiere a los programas grandes, icónicos y de alto perfil en América Latina. Puede haber paralelos en otros lugares: por ejemplo, Howell (2017) explora la disyuntiva entre las narrativas de esperanza dentro y alrededor del internacionalmente celebrado Instituto Nacional de Música de Afganistán y la desesperación y la trayectoria descendente del país fuera de sus muros. Al igual que en el caso de El Sistema, los discursos de transformación social chocan con realidades ineludibles y con una probabilidad de cambio limitada, y muchos músicos se han marchado. Los líderes de estos programas se han convertido en celebridades internacionales gracias a sus historias inspiradoras, pero es muy cuestionable que sus aspiraciones se hayan convertido en resultados. Sin embargo, no estoy afirmando que la ASPM no pueda o no funcione en ningún sitio. Más bien, los datos de El Sistema y de algunas de sus mayores y más antiguas filiales en América Latina sugieren que sería mejor partir de una posición de ambivalencia o escepticismo en lugar de hacer suposiciones demasiado optimistas. No hay duda de que estos programas ofrecen a muchos participantes, oportunidades de socialización y disfrute, y particularmente cuando los objetivos se enmarcan en formas vagas, múltiples o cambiantes y el número de estudiantes es elevado, algunos objetivos se alcanzarán inevitablemente en algunos casos. Pero un recuento realista de la ASPM también debe tener en cuenta los numerosos agujeros en las narrativas oficiales y los muchos estudiantes para los que dichos programas no funcionan, y distinguir entre los objetivos oficiales, las dinámicas reales y los resultados demostrables.
Mi argumento también se refiere específicamente a El Sistema y a versiones similares de ASPM: voluntarias, extracurriculares y abiertas a todos. La evidencia sugiere que la ASPM diseñada de esta manera, aunque trae consigo los aspectos positivos de la educación musical convencional, es poco probable que conduzca a los tipos de resultados sociales impresionantes que se afirman ampliamente. Es posible que un programa de ASPM diseñado y dirigido de forma diferente pueda tener un mayor impacto.
En última instancia, cualquier intento de responder a la pregunta sobre la eficacia de la ASPM tendrá que lidiar con la vaguedad del término “social” y la escala y duración de los posibles efectos. Si la acción social se considera de forma bastante limitada en términos de efectos a corto plazo y a pequeña escala sobre los individuos que han tenido éxito (es decir, los sobrevivientes) y sus familias, entonces podría estar justificada una evaluación más positiva. Sin embargo, si se considera también a los excluidos y a los que abandonan el programa y se buscan efectos a más largo plazo en las comunidades y la sociedad —y son precisamente esos efectos los que las narrativas oficiales tienden a reclamar o a insinuar—, entonces el panorama se vuelve más confuso. Los relatos sobre la ASPM y programas similares tienden a centrarse en los efectos individualizados, especialmente en las historias personales de redención, porque son fáciles de captar y transmitir. Los documentales, en particular, suelen centrarse en los casos extremos porque son mejores para la televisión, y este enfoque también sirve a los programas, ya que facilita convencer a los políticos, a los financiadores, a los medios de comunicación y al público en general de su valor. Sin embargo, los impactos sociales son mucho más difíciles de medir, por lo que a menudo son objeto de afirmaciones vagas e hipotéticas. Olcese y Savage (2015, 724) logran un equilibrio sobre el potencial social del arte: consideran que “la estética potencia las subjetividades e identidades”, permitiendo “las innovaciones y la perspectiva de cambio, donde el cambio no se ve en términos históricos como una condición externa de la vida social, sino como entrelazada en lo cotidiano y la rutina”. Esta perspectiva sugiere una visión más modesta de la ASPM que la habitual: mantiene abierta la posibilidad de un cambio a pequeña escala en las vidas individuales, pero se aleja de los discursos grandiosos de transformación social.
A medida que aparecen más investigaciones, se hace más evidente la debilidad de algunas de las hipótesis más extravagantes, pero las lagunas de la lógica pueden ser evidentes incluso sin esas investigaciones. ¿Es realmente probable que unos cuantos miles de “niños buenos” que se retiran a una burbuja de música clásica vayan a reducir la pobreza, la delincuencia o la violencia en una ciudad de millones de habitantes? ¿Es realmente probable que una institución que no exige al personal ni siquiera formación pedagógica, y mucho menos social, vaya a ser abanderada de la educación y motor del cambio social? Una perspectiva del vaso medio vacío sería que, a nivel de política, estos programas, más que una solución, son realmente un parche para tapar los grandes problemas. Una visión del vaso medio lleno podría centrarse más en las historias de éxito, las buenas intenciones y los esfuerzos por hacer algo positivo para una ciudad o comunidad, pero seguiría teniendo dificultad para producir pruebas convincentes de que la ASPM funciona tanto para los más marginados como para la sociedad en general.
¿Funciona la Música?
Una pregunta secundaria es cuál puede ser el papel de la música en la ASPM. ¿Es un ingrediente especial que aporta beneficios o efectos que no tienen otras actividades? ¿O podría ser acción social por cualquier cosa? La literatura sobre el “poder de la música” ofrece muchas razones para creer lo primero; pero de la investigación etnográfica y sociológica puede surgir una imagen contradictoria. No se trata solo de dudas sobre la magnitud de los efectos de la ASPM, sino también sobre su origen.
Un aspecto llamativo de La Red fue que había más indicios de acción social en torno a la música que a través de ella. Fueron las figuras no musicales las que se señalaron ampliamente como las fuentes clave de la acción social: obviamente el equipo social, pero también los profesores de expresión corporal y los apoyos administrativos de las escuelas. Los profesores de expresión corporal procedían de entornos teatrales o de danza, y fueron identificados por el personal musical en el estudio interno de 2008 como responsables de impartir el componente social del programa. Varios entrevistados, músicos incluidos, describieron la expresión corporal como el lugar en el que se desarrollaba el trabajo más interesante de La Red, una observación bastante reveladora sobre un programa musical. Una profesora de expresión corporal informó:
Ves muchas cosas. El niño no esta con el instrumento sino con el cuerpo. A veces ves unas marcas que no son normales, que no son como que me caí y me raspé… y te cuentan: “¡ay profe! es que me pegó el papá.” “¿Lo hace muy seguido?” “¡Si!” Y cuando estamos en esas clases con el cuerpo como el lienzo abierto salen todas estas cosas a flote.
También fue suavemente crítica con la educación musical de La Red en sí: “Siento que aprender música es como estar en un cubito… muy rígidos, muy tiesos”. A medida que los estudiantes se hacen mayores, “van perdiendo esa capacidad de jugar y de crear. Pierden la capacidad de sorpresa. […] No sé si el mismo proceso de la escuela [de música] los va apretando, eso los va encasillando un poco”. La profesora describió la expresión corporal como una batalla perdida con la formación musical: “Los veo tocar y no veo expresión corporal”. Lo achacó al miedo a ser juzgados y a cometer errores: “Todo me tiene que salir perfecto. Equivocarse no está bien visto”. Preguntó: “Si esto es un programa social, ¿por qué es tan importante que la parte musical sea perfecta?”
Los apoyos administrativos, por su parte, desempeñaban un papel fundamental en las escuelas. Eran el principal intermediario entre el programa y los estudiantes y sus familias, sobre todo en los niveles elementales. Solían estar situados cerca de la entrada de la escuela y entre sus funciones estaba la de ser recepcionistas, por lo que saludaban o se despedían de todos los que entraban y salían. A menudo mantenían largas conversaciones con las madres que esperaban a que salieran los estudiantes o que tenían algún problema, por lo que solían estar al tanto de todo lo que ocurría. Muchas de las interacciones sociales de las escuelas giraban en torno a estas figuras. Aunque había variaciones entre las escuelas y a lo largo del tiempo, los apoyos administrativos solían ser, tanto en sentido figurado como literal, más accesibles a las familias (normalmente representadas por mujeres) que los directores, que eran figuras de autoridad, normalmente hombres, y más propensos a estar encerrados en un despacho o en un ensayo. Un informe del equipo social resumía los principales intereses de los diferentes grupos de La Red, y describía solo los apoyos administrativos como centrados en el elemento social; la dirección, los directores, los profesores y las agrupaciones integradas se describían como preocupados sobre todo por cuestiones musicales y operativas (“Síntesis” 2014).
Un director de escuela describió al apoyo administrativo como una especie de terapeuta de los estudiantes. Era una persona con la que podían hablar de sus problemas personales. Un directivo describió a los directores de escuela como los líderes musicales de La Red y a los apoyos administrativos como “los intermediarios sociales del programa”. Uno de los apoyos administrativos confirmó esta opinión: el director se encarga de la parte musical, dijo, y yo me encargo de la parte social. Esta evidencia plantea preguntas sobre la noción de una acción social que fluye a través de la música y de los músicos.
Cuando los profesores reflexionaban sobre su etapa como estudiantes en la primera fase de La Red, a menudo identificaban experiencias positivas con la socialización en los tiempos y espacios alrededor de la música, mientras que los comentarios más negativos se centraban generalmente en la música en sí misma (ensayos interminables, profesores prepotentes, aburrimiento o estrés en la orquesta, etc.). Por ejemplo, Juan, una de las figuras emblemáticas del programa, describió el aspecto social enteramente en términos de actividades no musicales: compartir la comida con los amigos, salir al parque después de ensayar, ir de gira, incluso actividades mundanas como la limpieza de la escuela. En su relato, lo social equivalía a socializar, compartir experiencias e historias, pasar el rato y reírse con sus amigos. Ni una sola vez mencionó la experiencia de tocar música juntos como algo socialmente formativo. La música aparecía como la excusa para socializar, más que como el canal a través del cual fluía la acción social.
En general, el personal musical tenía ideas claras sobre los valores y comportamientos que La Red debía inculcar, pero menos sobre cómo podían inculcarse a través de la propia música. Valores como la disciplina, el orden, la responsabilidad, la puntualidad y el respeto podrían emanar igualmente del entrenamiento en artes marciales, por ejemplo (que además sería más barato y sencillo de enseñar que la música clásica). Como señaló el equipo social, “cualquier disciplina, práctica y aprendizaje que implique la relación formador-estudiante y la socialización podría reclamar los mismos logros” (“Informe” 2017a, 187). No hay nada específicamente musical en aprender a pedir permiso, no interrumpir y decir hola, por favor y gracias. Algunos miembros del personal describieron La Red como un espacio alternativo al hogar y a la escuela y como un lugar que fomentaba las relaciones sociales con una calidad especial, pero sus relatos sugirieron que este ambiente especial se derivaba de tener un interés compartido y libremente elegido más que de la música en sí misma.
Esta evidencia de La Red complica la idea popular de que la acción social dentro la ASPM gira en torno al poder de la música. Deja dos preguntas en el aire: ¿es la música en realidad una parte trivial de la ASPM, que podría ser fácilmente sustituida por otra actividad? O bien, ¿podría reconfigurarse la actividad musical para que potenciara el aspecto social dentro la ASPM, de modo que la acción social fluyera a través de la música, además de en torno a ella? La música en sí misma parece hacer relativamente poco trabajo en la ASPM ortodoxa. ¿Cómo podría hacer más? Esta cuestión se abordará en la segunda parte del libro.
¿Cambio Social o Reproducción Social?
Hasta ahora, este capítulo ha planteado preguntas no sobre si la ASPM tiene efectos sociales, sino más bien sobre cuáles podrían ser esos efectos y a quiénes podrían afectar. Si bien estos programas tienen efectos positivos en las vidas individuales, hay muchas menos pruebas que respalden la retórica más grandiosa que a menudo los acompaña —en particular, los discursos de cambio o transformación social. Es cuestionable cuánto puede hacer realmente la educación musical frente a los grandes problemas sociales. Pero más allá de esto, vale la pena preguntarse si, debajo de la superficie discursiva, el cambio social es incluso el objetivo de la ASPM, y si en realidad la educación musical puede, en algunos casos, reforzar esos problemas en lugar de resolverlos.
Volvemos aquí a la ambigüedad de la música. Denning (2015) sostiene que la música puede servir como fuerza de ordenamiento o reordenamiento social. Para Hess (2019, 50), “aunque la música puede generar potencialmente un cambio que desafíe el statu quo, también puede reinscribirlo”. La educación musical, también, puede apoyar la reproducción o la transformación social (Bates 2018), y en la música comunitaria, “dependiendo de la cantidad y el tipo de ‘intervención’, un profesor/profesional de música podría ser visto como un agente de cambio social o un agente de control social” (Ansdell et al. 2020, 144). Boeskov (2019) sostiene que la reproducción social puede ser tan evidente como la transformación social incluso en el trabajo musicosocial dirigido explícitamente al cambio. ¿En qué lado de estos binarios cae la ASPM?
Algunos entrevistados en La Red expresaron la idea de que el programa reproducía características y dinámicas destacadas de la ciudad. Medellín es conocida por sus Cs: comercio, catolicismo y conservadurismo. Se convirtió en el corazón industrial y comercial de Colombia a principios del siglo XX. Franz (2017) rastrea el surgimiento en esta época de una élite industrialista a partir de la oligarquía tradicional, que históricamente había abrazado una visión religiosa paternalista, un gobierno autoritario y jerárquico y una rigurosa ética del trabajo. El relato de Hylton (2007) sobre la cultura industrial de Medellín enfatiza la autoridad personalizada, los modos de dominación característicos de la servidumbre doméstica, las exigencias de lealtad y obediencia, los vínculos verticales con los patrones, las expectativas de ejecución rápida y eficiente de las órdenes y una ideología de las buenas obras (las obligaciones de las élites sociales hacia los percibidos como inferiores). Maclean (2015) identifica tradiciones de clientelismo y liderazgo de tipo caudillista, con una autoridad a menudo centrada en un único líder (frecuentemente militarista); “el patronazgo por el que la región es famosa afirma las relaciones verticales de poder” (36).
Los paralelismos con la ASPM ortodoxa no son difíciles de detectar. Tanto El Sistema como La Red tuvieron tintes religiosos en su época de esplendor, giraron en torno a un fundador carismático y patriarcal, e implementaron un sistema jerárquico centrado en figuras masculinas de autoridad y una cultura de trabajo implacable. Culturalmente, la música clásica podría marcarse como diferente en los barrios de Medellín, pero este modelo de educación musical reproducía la dinámica social tradicional de la ciudad —algo que no pasó desapercibido. Uno de los directivos de La Red describió el programa como “Medellín en chiquito”, poniendo como ejemplo su conservadurismo, su resistencia al cambio y su tendencia a la formalización. Otro directivo afirmó que la omisión histórica de las poblaciones y culturas indígenas y africanas del departamento de Antioquia por parte de La Red era típica de la cultura paisa, a la que describió como blanca, católica y conservadora. María, miembro del equipo social, describió a Medellín como una ciudad con una superficie progresista (evidente en la política icónica del urbanismo social) pero regida por estructuras culturales conservadoras en un nivel más profundo. Para ella, La Red era lo mismo. Veía el programa como parte de la fachada progresista de Medellín, pero, en el fondo, un modelo arcaico para la ciudad moderna, sobre todo en relación con su dinámica de género. Daniel, uno de los directores de escuela más críticos, analizó las tensiones, las maniobras, los juegos de poder y las presiones e influencias políticas de La Red, y concluyó: “Es como una Colombia en miniatura”.
Estas perspectivas desde el interior de La Red dificultan claramente un discurso de transformación social. En Medellín (como en El Sistema), podemos ver la educación musical no tanto transformando como mediando y reforzando valores existentes de la sociedad local. Al construir El Sistema como un culto a la personalidad en torno a un líder carismático pero autoritario, Abreu reflejó la dinámica de la cultura política venezolana en la que estaba inmerso y que ha causado tantos problemas al país en el siglo XXI. Él y su enfoque fueron representantes arquetípicos del “estado mágico” venezolano (Coronil 1997; Baker 2014). Esto no quiere decir que la ASPM no traiga beneficios y placeres, sino que van acompañados de elementos importantes de reproducción social, y los rasgos sociales que se refuerzan, como la jerarquía dominada por los hombres, a menudo entran en discordancia con la imagen progresista de semejantes programas.
Romper el ciclo de reproducción y perseguir el cambio social requeriría un esfuerzo claro y concertado para criticar y desaprender los valores sociales y culturales problemáticos y volver a aprender otros nuevos en su lugar. Como sostiene Matthews (2015), las buenas intenciones no son suficientes para evitar la complicidad con los problemas sistémicos; se requiere un examen autocrítico de las creencias y de los prejuicios. El desaprendizaje y el reaprendizaje tienen que comenzar en la cima, pero esto no es algo que la ASPM haya logrado de manera consistente. El padrino de la ASPM, Abreu, era famosamente inflexible, y no permitía que nadie cuestionara su visión o sus acciones. Como argumenta Bull (2019, xxiii), la ASPM ortodoxa se basa en “los aspectos más conservadores y autoritarios de la cultura musical clásica” en lugar de “el potencial de la música como forma de crítica radical”. Uno de los lemas principales de El Sistema lo dice todo: “Enseña cómo te enseñaron”. La Red, en cambio, se ha esforzado por abordar estas cuestiones. Sin embargo, la crítica ha tendido a centrarse en los comportamientos (intentando reducir los negativos, como los gritos, y promover los positivos, como la escucha y el respeto) más que en las dinámicas de poder y las estructuras sociales. Sin un proceso más profundo de autocrítica y cambio, sin un desaprendizaje y reaprendizaje más hondos, estos programas pueden estar destinados, a pesar de las buenas intenciones y los esfuerzos del personal, a ser limitados en sus efectos transformadores e incluso a perpetuar las injusticias.
Un enfoque de género es un buen ejemplo. Si no se plantea como un tema crítico en la educación musical, la opresión de género de la sociedad en general tiende a repetirse (Matthews 2015), y esto es lo que ha ocurrido en programas como La Red y El Sistema. Ninguna cantidad de proclamaciones de inclusión social interrumpirá la desigualdad de género si el patriarcado no se menciona y el género no se considera un tema relevante para la discusión. Para cambiar la sociedad es necesario desafiar sus reglas, ya sea de forma explícita o implícita, o ambas. En cambio, la ASPM ha evitado en gran medida el debate de muchas cuestiones importantes y se ha centrado en la técnica y la interpretación musical, un enfoque que funciona bien para producir músicos, pero que hace poco para alterar la dinámica de la sociedad. Sin embargo, el proyecto de la escuela Pedregal, mencionado en el Capítulo 1, ofrece un valioso contraejemplo. Los estudiantes y el personal de esta escuela reflexionaron sobre la forma en que la perpetuación de las desigualdades de género contrarrestaba los objetivos sociales de La Red, por lo que tomaron medidas para reequilibrarla. La semilla del desaprendizaje y del reaprendizaje estaba sembrada.
Es instructivo volver aquí al relato de Sarrouy (2018) sobre una escuela de El Sistema:
Sobre los profesores hombres recae una cierta responsabilidad en representar la figura masculina. “Con mis alumnos intento ser autoritario y exigente, pero sólo después de establecer una relación de confianza”, explica el profesor de contrabajo. Los profesores dicen sentir un cierto peso de la responsabilidad parental, como figura ejemplar. Intentan transmitir nociones de “compromiso”, de “responsabilidad”, estableciendo “objetivos a cumplir” a sus alumnos. (48)
Esta viñeta arroja más dudas sobre los intentos de vincular El Sistema con nociones progresistas como el cambio social y la justicia social. El progresismo se basa —para decirlo de forma muy sencilla—, en la idea de que la sociedad es defectuosa, y de ahí la necesidad de un cambio. Por ejemplo, los progresistas suelen considerar que las estructuras sociales de género y de raza son injustas y, por tanto, necesitan ser transformadas. Esto no es lo que vemos en la descripción de Sarrouy. No se cuestionan los roles parentales o de género ni las relaciones jerárquicas. La ideología subyacente no es que las normas sociales sean problemáticas, sino que están debilitadas y necesitan ser reforzadas. Es el clásico conservadurismo. Las madres del estudio de Sarrouy creen en valores como la disciplina y la responsabilidad, y llevan a sus hijos a la escuela de música para que les refuercen esos valores.
Previamente, hemos visto pruebas de que varios programas de ASPM que han sido sometidos a un escrutinio crítico atienden principalmente a niños cuyas familias ya comparten sus valores. La reproducción social es, entonces, la dinámica principal. El papel de la ASPM en este caso parece ser el de canalizar y poner en evidencia los valores existentes de un determinado sector social. Un punto similar se desprende del informe del equipo social sobre sus entrevistas con los directores de las escuelas. Observando que la formación sinfónica defiende valores como la disciplina, el compromiso y la obediencia, continúa: “Estos valores [...] cautivan a algunas familias como la posibilidad de garantizar que sus hijos se integren más fácilmente a la norma social” (“Informe” 2017a, 112). La educación musical aparece aquí como una fuerza normalizadora, que adapta a los jóvenes a la sociedad y no viceversa. Irónicamente, para un programa que se ha convertido en un símbolo de la Revolución Bolivariana socialista, el conservadurismo recorre El Sistema, desde la política y la ideología de su fundador hasta su pedagogía poco original y su currículo limitado y repetitivo. Por tanto, tiene poco sentido considerar la ASPM ortodoxa como una forma de educación musical para el cambio social.
El papel de la música clásica vuelve a cuestionarse. La educación musical clásica convencional está diseñada para educar a los músicos clásicos, no para transformar la sociedad, y si no se controla, a menudo reproduce dinámicas sociales problemáticas en lugar de desafiarlas (Bull 2019). Es ingenuo pensar que los atractivos sonidos de la música clásica contrarrestan necesariamente las dinámicas sociales discordantes en el mundo exterior, y hay abundantes pruebas de lo contrario.
Otra forma en la que la cultura de la música clásica refleja los problemas estructurales de Medellín tiene que ver con la división y la violencia. Ya hemos visto amplias pruebas de la creación de divisiones sociales entre individuos y grupos, así como de vínculos dentro del grupo, en La Red y en otros programas de la ASPM. Detrás de discursos reconfortantes como la convivencia y “una gran familia”, hemos visto la reproducción de divisiones y rivalidades convencionales entre grupos instrumentales dentro de las orquestas y de la burla hacia los blancos habituales. Así pues, también aquí podemos ver la mezcla de cambio y reproducción que destaca Boeskov. Por un lado, en su primera fase, La Red alejó a los jóvenes del peligro y los colocó en una burbuja protectora, y los recuerdos de los implicados en aquella época apuntan a un enfoque centrado en forjar fuertes conexiones afectivas. Por otro lado, también hay evidencia de que el programa fomentó una mentalidad de “nosotros y ellos” y protegió a los niños de las manifestaciones más extremas de la violencia, en lugar de cuestionar o transformar las dinámicas que había detrás.
La música no está intrínsecamente contrapuesta a la violencia. De hecho, Alex Ross (2016) ha examinado una variedad de formas en las que “la música es violencia”. Quadros (2015, 502) señala: “El poder en un coro, al igual que en una orquesta, banda y otros conjuntos dirigidos, está constituido por una calidad de autoridad que casi no tiene rival en ningún otro aspecto de la vida cívica, asemejándose a la autoridad absoluta en las fuerzas armadas y otras áreas de la vida uniformada”. Esta cuestión no es ciertamente ajena a la educación musical, como deja claro Quadros. Si la película Whiplash lo puso en conocimiento del público de forma dramatizada (y más bien excesivamente dramática), hay muchas indicaciones e investigaciones que sugieren que es un problema genuino. De hecho, ha sido durante mucho tiempo una especie de secreto a voces en la educación musical clásica, y en los últimos años se ha convertido en el centro de una atención más concertada. Fernández-Morante (2018) ha estudiado la violencia psicológica en los conservatorios de música, mientras que Pace (2015) ha escrito sobre el fenómeno cada vez más visible del acoso y el abuso sexual en la educación musical. La evaluación externa de Estrada (1997) identificó la dominación, la humillación y el acoso como características de la práctica pedagógica de El Sistema. En el informe de Scripp (2016b) sobre El Sistema, la palabra “miedo” aparece veintidós veces —seguramente un récord para un artículo de educación musical sobre cualquier tema que no sea el miedo escénico. Señala que uno de los varios apodos poco halagadores de Abreu era “el Führer”, lo que no es un signo de un enfoque pacífico del liderazgo.
Recordemos también a los miembros de la primera generación de La Red del Capítulo 2. Estefanía bromeó a medias sobre “el sistema nazi-venezolano” importado a Medellín, mientras que Norberto afirmó que el personal a veces gritaba, insultaba y humillaba a los niños delante de sus compañeros, e incluso “prácticamente sacaba la correa”. Daniel argumentó que, al entrenar a los estudiantes en la competencia, La Red los entrenaba indirectamente para el conflicto, aunque su objetivo oficial fuera la convivencia. La competencia y la violencia son un gran problema en la sociedad colombiana, dijo; no necesitamos más de ellas, necesitamos fomentar la cooperación y una sociedad pacífica. Rechazó la idea de la sana competencia en la música, argumentando que eso era cosa del deporte. En resumen, puede que haya habido alguna reflexión sobre la violencia a nivel macro (en el sentido de querer ofrecer una alternativa a las peligrosas calles de la ciudad), pero a nivel micro hubo indicios de continuidad entre una sociedad violenta y La Red.
La variedad y la dispersión geográfica y temporal de estos ejemplos implica que la violencia no es una aberración en la música y en la educación musical, sino que, de hecho, en algunos casos es un elemento constitutivo. Recordemos el argumento de Gaztambide-Fernández (2013, 214) de la Introducción: “La orquesta suena magnífica no a pesar de que, sino por los regímenes militaristas que dictan como muchos músicos son entrenados“. Fernández-Morante (2018) identifica que la violencia está casi en los genes de los conservatorios, con sus jerarquías y desequilibrios de poder y la veneración que se otorga a los mejores profesores. Encuentra una delgada línea entre la búsqueda de la excelencia y la violencia, y una línea igualmente delgada existe entre la violencia y la disciplina que es tan central para dicha búsqueda. Nuevamente, hace falta algo más que buenas intenciones y esfuerzos individuales para producir una transformación; sería necesaria una crítica exhaustiva de la relación de la violencia con la música y una reflexión sobre su impregnación de los valores y de las prácticas de la educación musical convencional.
José habló de haber sufrido una crisis tras ocho años como director de escuela, cuando se dio cuenta de que era un arquetípico “director tirano”. Esta crisis fue desencadenada por una queja de un estudiante, sesiones con un psicólogo y el nuevo énfasis de La Red en el aspecto socioafectivo de la educación musical. En otras palabras, fue necesaria la confluencia de tres acontecimientos, todos ellos provocadores de una reflexión crítica, para sacudirle de la reproducción de la violencia en lugar de su transformación. Difícilmente se puede culpar a José por su comportamiento anterior; el director de orquesta tiránico es una norma histórica en la cultura orquestal, que algunos siguen defendiendo (Hewett 2020).
La solución a la violencia no es simplemente huir al extremo opuesto. La armonía ha tenido a menudo una vena coercitiva a lo largo de la historia (Baker 2008; 2010; 2014). La violencia y el conflicto requieren resolución, no supresión o negación. El estudio de Cobo (2015) sobre la pedagogía musical en grupo subraya la importancia del conflicto cuidadosamente gestionado y la controversia constructiva para el desarrollo cognitivo. De hecho, sostiene que los profesores deben promover determinados tipos de conflicto para problematizar el conocimiento y fomentar la colaboración entre compañeros. Del mismo modo, el trabajo de Henley (2019) con el programa penitenciario Good Vibrations se basa en la opinión de que el conflicto desempeña un papel importante en la pedagogía; así, los facilitadores se esfuerzan por crear un entorno seguro, permitir que el conflicto se desarrolle y reflexionar sobre él después. Vicenç Villatoro, hablando en un acto público en Medellín, lo expresó de forma memorable: la cultura no es un instrumento para ganar una batalla ni un martillo para golpear un clavo; es un campo de batalla donde las ideas entran en contacto y en conflicto y se desarrollan. Paradójicamente, entonces, responder a la violencia social evitando el conflicto e imponiendo la armonía puede ser contraproducente, ya que no permite a los participantes reimaginar el conflicto como una fuerza productiva y aprender a lidiar con él de forma constructiva. Por tanto, es poco probable que el uso irreflexivo de la música bajo la bandera de la armonía social tenga un impacto significativo en la violencia, incluso cuando evita reproducirla.
La violencia no solo tiene forma física. El estudio de Fernández-Morante sobre los conservatorios abarca tanto la violencia psicológica y académica como la física y sexual. Matthews (2015, 240) argumenta: “Los educadores musicales están tan implicados en la violencia estructural como cualquier otra persona, ya que reside en sus prejuicios, en la forma en que ven el mundo y en las clasificaciones que imponen a sus estudiantes”. Algunos investigadores de la educación musical decolonial ven la educación musical eurocéntrica en América Latina como una especie de violencia epistémica —una continuación de las formas históricas de opresión que se remontan a la Conquista española (p. ej. Rosabal-Coto 2019). Los enfoques convencionales de la educación musical han sido criticados a través del marco de la violencia simbólica (Powell, Smith y D’Amore 2017). Joabe Cavalcanti escribe sobre “la violencia cultural cometida contra las comunidades en nombre del desarrollo” (citado en Ramalingam 2013, 91). Los educadores musicales no necesitan ser directores tiranos o “prácticamente sacar la correa” para participar en la reproducción de la violencia.
Así pues, incluso en este ámbito en el que cabría esperar que el impacto de la ASPM fuera menos ambiguo, existen pruebas de la complejidad y los efectos contradictorios. La evaluación de 2005 descubrió que los estudiantes de La Red tenían más probabilidades de ser víctimas de delitos violentos que sus compañeros (la hipótesis de los autores giraba en torno a los traslados nocturnos de los músicos). La rápida expansión de El Sistema en la década del 2000 coincidió con el empeoramiento de la situación de seguridad en Venezuela. El programa venezolano ejemplifica cómo las dinámicas violentas pueden perpetuarse bajo discursos de paz y una visión utópica de la educación musical. Hay mucho que reflexionar aquí para los interesados en el empleo de la ASPM y de la educación musical en general en la lucha contra la violencia.
Una forma más sutil en la que la ASPM participa en la reproducción social es en la definición de los problemas. Al enmarcar los problemas que supuestamente debe resolver en términos de déficits individuales, la ASPM ayuda a distraer la atención de las causas estructurales como la desigualdad y, por lo tanto, sirve para perpetuarlas (véase Baker 2016b). La formulación de El Sistema de su problema central como una falta de disciplina o aspiración y “una juventud vacía, desorientada y desviada” es particularmente cruda, pero la descripción oficial de La Red, aunque más sutil, sigue apuntando a la conducta y a la corrección más que a las causas estructurales de los problemas sociales: su objetivo fundamental es “generar y fortalecer procesos de convivencia y cultura ciudadana mediante la formación de niños y jóvenes, a través del disfrute y el aprendizaje de la música”.10 Como escribe Boeskov (2019, 191), estos análisis “contribuyen a ocultar y naturalizar las relaciones de poder que sostienen el statu quo”. Continúa: “Las prácticas musicales promueven u ocultan concepciones específicas de la realidad social y política, con consecuencias sobre cómo los agentes musicales pueden llegar a entenderse a sí mismos y a sus posibilidades de acción” (221). Cuando la ASPM afirma que la educación en valores es la solución, implica que los valores de los jóvenes, y no las estructuras sociales, son el problema, y por tanto limita la imaginación de un mundo diferente. Cuando la ASPM opta por la disciplina, limita las posibilidades de acción para desafiar y cambiar esas estructuras.
En resumen, la ASPM tiene el potencial de generar reproducción o cambio social o, como sostiene Boeskov, ambas cosas a la vez. Una mayor conciencia de esta ambigüedad solo puede servir a quienes miran la ASPM con la esperanza de una transformación social.
Creencias versus Evidencias
En su estudio sobre la Orquestra Geração (OG), Cruz, Mota y Costa (2017, 78) señalaron: “El equipo de investigación se encontró con afirmaciones bastante asertivas en varias ocasiones por parte de los miembros de la OG (coordinadores de núcleo y profesores) sobre las mejoras conseguidas en los rendimientos académicos de los participantes en comparación con otros estudiantes”. Así, los investigadores realizaron un estudio cuasiexperimental, cuyos resultados les llevaron a concluir: “No podemos considerar que los estudiantes de la OG obtengan mejores resultados académicos en comparación con otros estudiantes del mismo centro que no asisten a la orquesta” (84). Las creencias de los empleados sobre los efectos de la ASPM resultaron ser excesivamente optimistas.
Este estudio, situado junto a los temas planteados sobre el impacto social y el cambio social hasta ahora en este capítulo, señala otro problema en la investigación crítica sobre este tema. Por un lado, las pruebas de un impacto social significativo son limitadas y cuestionables, y hay bastante evidencia en contra. Por otro lado, muchos de los que trabajan en este campo creen que la ASPM es eficaz. (Este no es el caso universalmente, ni mucho menos; hemos visto muchos ejemplos de ambivalencia y escepticismo en los capítulos anteriores.) Los investigadores tienen el deber de tomar en serio estas opiniones, estemos o no de acuerdo con ellas. Sin embargo, ¿cómo podemos tomar en serio la investigación y las creencias al mismo tiempo cuando están en contradicción?
La manera de cuadrar este círculo es entender semejantes creencias como lógicas y de sentido común. El hecho de que la investigación cuestione estas creencias no las convierte en ilógicas o insensatas. Hay buenas razones para que los empleados de la ASPM las sostengan. En casos como el de La Red y El Sistema, muchos profesores fueron en su día estudiantes del mismo programa, por lo que pueden considerarse una prueba viviente de que la ASPM funciona. Sus creencias están alimentadas por la experiencia personal; pero la experiencia personal no siempre es una guía confiable de las verdades generales.
En Medellín y Venezuela, escuché repetidamente a los músicos afirmar que la ASPM era eficaz basándose en que muchos de sus amigos del barrio que no entraron en estos programas acabaron metiéndose en problemas, yendo a la cárcel o incluso muriendo. Esto puede ser cierto, pero no significa que esos músicos estuvieran destinados a esos rumbos antes de descubrir la música. La personalidad o la influencia familiar pueden haber determinado que estos individuos eligieran la música mientras sus amigos tomaban otros caminos. Por tanto, la música puede ser un efecto más que una causa de una trayectoria vital diferente. El problema de cualquier historia individual de redención es que no se tienen en cuenta las diferencias preexistentes y no hay control; estas historias se basan en lo que el individuo imagina que podría haber llegado a ser sin la música, y por lo tanto son susceptibles de ser sesgadas por ideologías de diversa índole —incluyendo la noción común de la ASPM como salvación. Cuando se introduce un grupo de control asignado aleatoriamente, como en el estudio del BID de 2017, las cosas parecen bastante diferentes—, y más aún si los datos son reanalizados por un investigador independiente (Baker, Bull y Taylor 2018).
La eficacia de la ASPM también está ante los ojos de los profesores, en el sentido de que ven a los estudiantes exitosos de forma regular. El problema aquí (como en el caso anterior) es el sesgo de sobrevivencia. En un programa voluntario con una alta tasa de deserción como La Red o El Sistema, los fracasos tienden a desaparecer rápidamente de la vista, mientras que los éxitos siguen siendo visibles y se hacen más prominentes con el tiempo. Es perfectamente comprensible que un estudiante que haya prosperado en el programa durante un periodo de quince años ocupe un lugar mucho más importante en la mente de un profesor o un investigador que un estudiante que haya tenido problemas durante unos meses y lo haya abandonado. Cuando considera la ASPM, es perfectamente lógico que un profesor piense principalmente en sí mismo y en sus compañeros que se convirtieron en músicos profesionales, en lugar de en aquellos (probablemente muchos más) que estuvieron menos apegados al programa y pasaron por él de manera más fugaz. El sesgo de sobrevivencia no es, entonces, un defecto personal, pero puede llevar fácilmente a los empleados a considerar la ASPM como más exitosa de lo que es.
El sesgo de sobrevivencia es también un problema importante en la investigación de la ASPM. Independientemente de lo que haga un programa voluntario de esta envergadura, por muy buenas o malas que sean sus prácticas, a algunos estudiantes les gustará y a otros no, y la mayoría de estos últimos se irán, eliminando la evidencia del fracaso. Hablar predominantemente o en su totalidad con los sobrevivientes, probablemente distorsione la impresión del investigador sobre el programa. Es muy difícil para los investigadores evitar centrarse en los que están presentes y no en los que no lo están, pero las estadísticas de deserción y los relatos de fracaso son tan importantes como las historias de éxito para entender la ASPM. Los altos índices de deserción en muchos de estos programas son elocuentes; pero esta información es ignorada incluso por muchos investigadores, por no decir en las narraciones oficiales.11
En las calles de Medellín, los extremos de violencia y la tasa de homicidios disminuyeron notablemente durante las dos décadas de existencia de La Red. Como resultado, muchos habitantes de Medellín afirmaban que La Red había transformado la ciudad. Sin embargo, la realidad de la renovación urbana es más compleja que esta historia (como veremos más adelante). Además, La Red floreció al mismo tiempo que una amplia gama de otras políticas urbanas dirigidas a objetivos similares (van der Borgh y Abello Colak 2018). Sin un estudio experimental, sería imposible aislar los efectos de La Red de los de todas las demás políticas, y atribuir a la educación musical cualquier cambio. La investigación sobre las artes y la renovación urbana en otros países da sobradas razones para ser cautelosos con las afirmaciones expansivas (p. ej. Belfiore 2002; Miller 2013; Lees y Melhuish 2015). Sin embargo, La Red nació con un discurso sobre la convivencia, y los barrios se han vuelto considerablemente menos violentos desde entonces; vincular estas dos realidades es, por tanto, un paso lógico.
El Sistema presenta un panorama mucho más contradictorio. El crecimiento explosivo del programa y su auge internacional fueron seguidos poco después por un deterioro de las condiciones sociales en Venezuela y luego por una crisis nacional en toda regla. En este caso, la persistencia de las creencias positivas sobre la ASPM frente a las crecientes pruebas en contra señala el papel central de la ideología.
La creencia en el poder de la música va mucho más allá de la ASPM. En América Latina, las opiniones idealistas sobre la música europea y la salvación se remontan a las campañas de evangelización durante los primeros años de la Conquista española. Han sido retomadas en las últimas décadas por las instituciones culturales, la industria musical, los gobiernos y los medios de comunicación de todo el mundo, convirtiéndose en una ideología dominante de nuestra época. Las visiones optimistas del impacto social de las artes se encuentran hoy en día en todas partes, formando un pilar central de las justificaciones para la financiación y el marketing institucional. La tradición negativa ha sido tan completamente desplazada que pocos son conscientes de ella (Belfiore y Bennett 2008).
La investigación tampoco es inmune. Tanto en las ciencias exactas como en las sociales, el proceso de publicación está sesgado hacia los resultados positivos e infla los efectos (Lortie-Forgues e Inglis 2019; Clift 2020). El estudio de Alemán et al. (2017) sobre El Sistema es un ejemplo de ello, como ya se ha comentado. Además, algunos científicos que trabajan en música y cognición (p. ej. Schellenberg 2019; Sala y Gobet 2020) sugieren que su campo es presa del sesgo de confirmación.
A pesar de tal inflación, los propios estudios de investigación no suelen articular declaraciones grandiosas sobre milagros y transformaciones sociales; más bien, algunos señalan pequeñas diferencias y beneficios cognitivos o psicológicos, mientras que otros no lo hacen. Los dos mayores ensayos controlados aleatorios en este campo no encontraron ningún efecto de la formación musical en las habilidades cognitivas o académicas (Haywood et al. 2015; Alemán et al. 2017). Pero en el traslado al ámbito público se liman muchas advertencias y limitaciones, y los hallazgos nulos o negativos suelen pasarse por alto, ya que no hay organizaciones a las que les interese promoverlos. Como señalan Sala y Gobet (2020), los medios de comunicación e incluso otros investigadores han prestado poca atención a los dos ensayos principales mencionados, a pesar de que el ensayo aleatorio es la metodología de referencia. Los estudios más positivos tienen más probabilidades de ser recogidos por las organizaciones que abogan por la educación musical y de dar lugar a un reportaje en los medios de comunicación, en el que los hallazgos específicos y a pequeña escala a menudo se convierten en una historia expansiva y generalizada sobre el poder de la música (Mehr 2015; Odendaal et al. 2019). Muchos músicos se encuentran con titulares, resúmenes y animaciones de este tipo de reportajes en las redes sociales. Como resultado, existe una brecha significativa entre los hallazgos mixtos y la cautela de algunos investigadores con respecto a los efectos de transferencia de la educación musical, y la opinión más uniformemente optimista que prevalece entre los músicos y el público en general (Mehr 2014; D’Souza y Wiseheart 2018).
Prácticamente no hay ganas de cuestionar la narrativa dominante en la esfera pública, lo que significa que rara vez se escuchan los contraargumentos. La industria y la profesión de la música clásica se han alineado detrás de una historia que les beneficia y halaga, y muchos periodistas de música clásica han seguido su ejemplo. Pocos están dispuestos a arriesgarse a despertar la ira de los amantes de la música presentando conclusiones de investigación menos positivas a un público más amplio.12 El panorama ambiguo que se presenta en estas páginas no será una sorpresa para muchos investigadores en campos como la sociología de la educación musical o los estudios de desarrollo, que están acostumbrados a enfrentarse a los efectos contrarios, las consecuencias imprevistas y las brechas entre los objetivos y los resultados. Sin embargo, en la esfera pública, la ambivalencia sobre el poder de la educación musical es una cosa rara.
En resumen, los relatos positivos —a menudo entusiastas—, de los efectos de la música son la norma y provienen de múltiples ángulos. Por lo tanto, es perfectamente lógico que muchos dentro del campo de la ASPM tengan opiniones optimistas. Sin embargo, cada vez hay más investigaciones que sugieren que estas opiniones, a pesar de que reflejan la narrativa dominante, pueden no ser acertadas como explicación del impacto social del campo.
El equipo social constituye un contraste interesante. Sus miembros trabajaban a tiempo completo dentro de La Red, en algunos casos durante años, por lo que conocían muy bien el programa. Pero no estaban influenciados por el sesgo de sobrevivencia ni por las ideologías dominantes de la música en la misma medida que los músicos y, como científicos sociales, estaban formados para pensar de forma crítica sobre estas cuestiones. Reflexionaban con frecuencia sobre lo que muchos de ellos percibían como creencias color de rosa y mal fundamentadas sobre la música y el impacto social, y a menudo expresaban su escepticismo sobre las afirmaciones expansivas de La Red. ¿Dónde están las pruebas?, preguntaban.
Medio Milagro
El evento para la delegación de Harvard con el que se inició este capítulo ilustró la asociación de La Red con la Agencia de Cooperación e Inversión (ACI) de Medellín para transmitir una imagen atractiva de renovación urbana para el consumo internacional. En cierto modo, esto podría parecer un intercambio lógico y poco problemático: a cambio de recibir considerables fondos de la ciudad, La Red apoya al gobierno municipal y sus políticas. Sin embargo, los directivos de La Red que estuvieron presentes en el acto de la ACI para Harvard me confiaron después que estaban incómodos por la forma en que se utilizaba La Red para “vender” Medellín y se exigía a los estudiantes que desempeñaran el papel de embajadores de la ciudad. Sus comentarios críticos me animaron a profundizar en este acuerdo.
La obligación de desempeñar un papel de marketing exigía que La Red transmitiera una imagen positiva. En consecuencia, la presentación en PowerPoint a la delegación visitante eludió los puntos de vista matizados y ambivalentes del personal presente y las complejas cuestiones que se discutían a diario, y pintó un panorama totalmente color de rosa. Es un ejemplo de la simplificación que se produce en la autopresentación de la ASPM ante el mundo exterior.
Los observadores no deberían tomarse demasiado en serio este tipo de autopublicidad institucional, ya que oscurece tanto como revela la dinámica real del proyecto y de la sociedad circundante. Pero con demasiada frecuencia, esto es precisamente lo que ha sucedido con la ASPM: los discursos de marketing han sido adoptados y repetidos por los medios de comunicación, los investigadores y otras instituciones como si representaran toda la verdad. La historia de El Sistema en los años cercanos a 2010 fue la de un flujo constante de delegaciones a Venezuela, a las que se les ofrecía un recorrido de alfombra roja, cuidadosamente escenificado (véase Baker 2014), y se iban convencidas de que el programa estaba transformando el país y representaba el futuro de la música clásica (ninguna de las cuales, como revelaron los acontecimientos posteriores, era cierta).
El evento de Harvard fue, entonces, un microcosmos de la producción y recepción de la historia de la ASPM en todo el mundo en los últimos años. Me permitió observar la reproducción internacional de una visión idealizada de la ASPM en tiempo real. Se transmitió una narrativa publicitaria a un público entusiasta que no tenía una manera fácil de evaluar su exactitud ni una razón o incentivo para dudar de ella; esta narrativa se convirtió en la verdad, que sin duda se repetiría en casa (como ocurrió tras visitas oficiales similares a El Sistema). Mientras tanto, en las calles, las protestas estudiantiles seguían, y en las escuelas, los ensambles y las salas de reuniones de La Red, continuaba la compleja y desordenada realidad.
No había nada malo en todo esto: no tendría sentido esperar otra cosa de un evento como éste. Nadie tuvo la culpa; todo el mundo simplemente hizo su trabajo o recibió con gratitud lo que se le ofreció. Yo habría hecho lo mismo en su lugar. La historia aquí no es sobre el fracaso; es sobre la idealización de la ASPM como parte de su sumisión a las agendas políticas y económicas. Conocía bastante bien a todos los representantes adultos de La Red en el evento, y por las largas conversaciones que mantenía con ellos sabía que tenían opiniones complejas y perspicaces sobre su propio trabajo. Sin embargo, la dinámica institucional y política del evento les obligó a idealizar la ASPM y, sin culpa alguna, a situar la educación musical en el papel de promover un pensamiento un tanto simplista y utópico en lugar de una reflexión matizada y crítica.
Hay ecos aquí de la caracterización de Logan (2016) de El Sistema como un velo cultural que cubre los hechos inconvenientes de la vida cotidiana. Para los educadores de música interesados en la creación musical reflexiva y crítica (Johnson 2009) o en la teoría crítica en general, puede ser algo desconcertante ver la educación musical jugando este papel ambiguo, ofuscando algunas realidades sociales incómodas a la vez que resaltando otras más agradables, y sirviendo como un adorno en la política urbana en lugar de una provocación para pensar y actuar. Dado que esto no se debió ni a fallos individuales ni colectivos, surge la pregunta de si la educación musical puede desempeñar al mismo tiempo funciones de marketing y de crítica, o si la ASPM en América Latina —debido a su tamaño y a su dependencia del patrocinio político—, está diseñada y destinada a promover el statu quo en lugar de cuestionarlo.
El tema de la instrumentalización surgió en mis conversaciones privadas con el personal después del evento. Esta palabra solía aparecer en el contexto de las críticas a la utilización de los estudiantes en la búsqueda de objetivos musicales, pero en este caso la cuestión era más bien el aprovechamiento de los jóvenes músicos con fines políticos y económicos. En el evento de Harvard, se les utilizó para promocionar el Milagro de Medellín a los visitantes extranjeros. Esta dinámica puede parecer relativamente poco problemática para aquellos que están de acuerdo con los fines —en este caso, presentar el gobierno, las políticas y el historial de transformación urbana de Medellín de forma positiva. Pero, como veremos más adelante, ha habido críticas fundamentadas a la narrativa del milagro y, lo que es más importante, hay un principio en juego sobre si los estudiantes de música deben ser tratados como medios o como fines.
Los peligros potenciales de esta instrumentalización se han hecho dolorosamente evidentes en Venezuela en los últimos años. Cuando la Orquesta Juvenil Simón Bolívar irrumpió en la escena internacional en 2007, su despliegue populista y nacionalista fue visto como un toque de poder blando relativamente inofensivo por parte de un gobierno que tenía un considerable apoyo internacional de la izquierda. Durante los años siguientes, las escuelas y ensambles de El Sistema se presentaron con regularidad para las delegaciones locales y extranjeras, en busca de financiación, de apoyo de políticos y celebridades, y de cobertura mediática positiva. Una década más tarde, esta estrategia parecía mucho más problemática, ya que se presionaba a los estudiantes para que reforzaran el dudoso historial de derechos humanos del gobierno venezolano, celebraran sus cuestionables alianzas políticas y adornaran sus campañas de propaganda. El Sistema había descendido claramente al peldaño más bajo de la escala de participación de Hart (analizada en el Capítulo 3): la manipulación. Hay cuestiones éticas en torno a tratar a los estudiantes de música como peones en un juego de adultos, incluso si los peones parecen divertirse. Venezuela ilustra que una actitud permisiva ante esta instrumentalización puede tener graves consecuencias.
En Medellín, el juego de adultos en cuestión era la renovación urbana. Al igual que muchos extranjeros, me había sentido atraído por los signos visibles y los relatos efusivos de su renacimiento urbano, y en particular por su emblemática política de urbanismo social. Pero poco después de mi llegada, asistí a un acto público titulado “Medellín pa’ dónde vamos”. Me llamó la atención la falta de autocomplacencia e incluso la preocupación de los ponentes y del público, que creían claramente que a Medellín le quedaba mucho trabajo por hacer. El discurso de apertura corrió a cargo de Francisco de Roux, sacerdote jesuita y figura destacada del proceso de paz en Colombia. El “modelo de Medellín” ha sido aclamado en todo el mundo, dijo, pero la desigualdad, el sexismo y el racismo han continuado, limitando las oportunidades de vida de un gran segmento de la población. Subrayó que la desigualdad es un problema clave en Medellín. La ciudad ha sido históricamente el centro de la industria, del comercio y del capitalismo en Colombia, pero también de lo paramilitar, de la guerrilla y del mundo del narcotráfico. Medellín no ha superado el trauma histórico que subyace en la ciudad, afirmó, prefiriendo mirar hacia otro lado y olvidar en lugar de afrontar el dolor generado por la violencia. El resultado ha sido una ausencia de reconciliación y de solidaridad y una sociedad dividida. Un mes después, Pablo Montoya, el célebre novelista y habitante de Medellín, publicó una apasionante crítica a la supuesta transformación milagrosa de la ciudad, también bajo el título de “Medellín, ¿para dónde vamos?” (2017). El autor retrató la narrativa del milagro como poco más que un hechizo ilusorio lanzado por líderes municipales arrogantes, que encubría una realidad en la que la corrupción, la criminalidad, la pobreza, la desigualdad, el racismo, la actividad paramilitar, la prostitución infantil y la degradación del medio ambiente eran alarmantemente frecuentes.
No eran puntos de vista excepcionales. El Milagro de Medellín ha perdido algo de brillo en los últimos años. En un artículo de Foreign Policy titulado “Half a Miracle” (Medio Milagro), Francis Fukuyama y Seth Colby (2011) ofrecieron una evaluación más sobria, reconociendo los logros recientes de la ciudad, pero también atribuyendo el descenso de la violencia al dominio de un único jefe criminal, conocido como Don Berna. Cuando Medellín ganó el premio a la Ciudad Innovadora del Año en 2013, el alcalde se vio obligado a admitir de inmediato que no todo era color de rosa, y el arzobispo emitió un comunicado de prensa que amortiguó aún más la autocomplacencia al denunciar un catálogo de graves problemas urbanos (Brand 2013). Como señala Hylton (2007, 89), “el cambio de imagen de Medellín descansa sobre las tumbas de decenas de miles de sus ciudadanos”.
También los investigadores han echado agua fría a las historias milagrosas, argumentando que, aunque la tasa de homicidios ha disminuido drásticamente en los últimos veinte años, la causa no fue tanto el urbanismo social como el aumento del control paramilitar y el cambio de prioridades y alianzas por parte de las organizaciones criminales, que vieron beneficios económicos en una ciudad más pacificada (Hylton 2007; Maclean 2015). Los políticos y los jefes del crimen coincidieron en la necesidad de priorizar los requerimientos del capital extranjero y, por tanto, la seguridad. Ha habido una mutación y diversificación de la violencia y la criminalidad más que una disminución: menos homicidios, pero más extorsión y otras formas de actividad criminal, lo que significa que la disminución de la tasa de homicidios es algo engañosa (van der Borgh y Abello Colak 2018). Según Tubb (2013), el gobierno de la ciudad puede haber implementado una serie de programas sociales atractivos (como La Red), pero la mayoría ha tenido poco efecto sobre la violencia o la criminalidad. Él retrata a ambos como si simplemente coexistieran uno al lado del otro, como la pobreza descarnada y la inmensa riqueza de Medellín.
Mientras tanto, el urbanismo social ha sido criticado como una política al servicio de la élite empresarial local, y una forma atractiva de evitar el tema de la desigualdad y de la redistribución de los ingresos. Según Franz (2018), “el principal beneficiario de la fórmula de gobierno de [el alcalde] Fajardo fue el gran capital”. Maclean (2015, 3) señala que, aunque ha habido éxitos, “muchas de las políticas asociadas al urbanismo social reafirman tanto como desafían el poder y el dominio de las élites”.
El urbanismo social también ha sido retratado como una política para cambiar la imagen de la ciudad en lugar de atacar los problemas subyacentes, con el fin de atraer la inversión extranjera y el turismo. Esta política fue exitosa en algunos sentidos: trajo dividendos económicos (para algunos), y una encuesta reciente encontró que un tercio de los visitantes de Medellín vinieron a ver su transformación urbana (Zambrano Benavides 2019). Sin embargo, hizo poco por alterar los altísimos niveles de desigualdad en la ciudad. En 2013, poco después de los ocho años en los que el urbanismo social fue dominante (2004–2012), se reportó que Colombia tenía las ciudades más desiguales de América Latina, siendo Medellín la más perjudicada (Téllez Oliveros 2013). La desigualdad bajó un poco y luego volvió a subir en los años siguientes, y todavía fue calificada como “muy alta” en 2017 (“La desigualdad” 2020). Dado que la desigualdad se considera una causa importante de la violencia, los investigadores han culpado al urbanismo social y a sus políticas sucesoras de perpetuar muchos de los problemas de la ciudad.
Un estudio sobre las famosas escaleras eléctricas exteriores de la Comuna 13 concluyó que impulsaron el orgullo cívico y la imagen internacional de Medellín, pero también que abordaron un problema mal definido y tuvieron poco impacto en la movilidad o las desigualdades, por lo que fueron ineficaces como motor de desarrollo social (Reimerink 2018). Del mismo modo, Brand (2013) sostiene que el urbanismo social atrajo a los residentes de Medellín, pero en la práctica hizo poco para resolver los problemas de la ciudad. Los beneficios localizados no se tradujeron en toda la ciudad. El urbanismo social produjo una sensación generalizada de inclusión social, pero unas mejoras materiales muy escasas. Para Brand, el urbanismo social tenía que ver sobre todo con la imagen, el espectáculo y el marketing, y con los beneficios políticos que aportaban. Franz (2017, 143) coincide: “Las condiciones socioeconómicas de la ciudad están lejos de ser milagrosas”.
En un estudio particularmente esclarecedor, Montoya Restrepo (2014) analiza lo “social” en el urbanismo social, y concluye que, en términos concretos, detrás de todo el bombo y platillo, las políticas simplemente promulgaron prácticas estándar y obligaciones básicas del estado. Sostiene que la palabra “social” era, por tanto, un prefijo justificatorio e ideológico, y una estrategia para reforzar el marketing urbano (dirigido a nivel internacional) y la normalización y el control (dirigido a la población local). Detrás de esta etiqueta, estaba lo mismo de siempre.
La Red formó parte del Plan Estratégico de Medellín de 1997 que sembró la semilla del urbanismo social, y fue asumida por el gobierno de la ciudad a principios de la administración de Fajardo, cuando el urbanismo social floreció. Algunas de las escuelas de La Red encontraron un hogar en los nuevos e icónicos parques biblioteca, uno de los rasgos distintivos de esta política, y sus ensambles se presentaban en las estaciones del metro, otro emblema de la Medellín renovada. No solo se produjo un cambio musical y arquitectónico al mismo tiempo, sino que La Red contribuyó a poblar y animar los nuevos edificios y espacios, formando parte de la transformación simbólica de la ciudad.
La Red podría verse, entonces, como un microcosmos del urbanismo social: un medio milagro dentro de otro medio milagro. Al igual que el urbanismo social, La Red es atractiva, una nueva imagen de Medellín para el mundo, y una fuente de orgullo local y aclamación internacional; pero al igual que en el urbanismo social, también hay interrogantes. Si Reimerink (2018, 201) sostiene que el urbanismo social creó “islas de excepción” dentro de la ciudad, hay claros ecos de las “burbujas” de La Red. Brand (2013, 14) podría estar describiendo a La Red cuando escribe: “Vastas áreas permanecen sin tocar y se necesitaría un enorme esfuerzo concertado y continuo para que el urbanismo social se extendiera efectivamente por toda la ciudad. Esto solo acentúa la importancia simbólica del urbanismo social, cuya estética es mucho más fuerte que sus impactos materiales”. La opinión generalizada es que ambos programas han tenido un efecto beneficioso en la ciudad, aunque las investigaciones detalladas apuntan más a imágenes, creencias y sentimientos positivos que a un cambio social tangible para los habitantes más pobres de la ciudad. Si los alcaldes de Medellín han favorecido “intervenciones visibles y mediáticas que transmiten una imagen de modernidad” (Reimerink 2018, 192), La Red podría considerarse la contrapartida audible. Las narrativas tanto del Milagro de Medellín como de la ASPM han sido co-construidas e impulsadas significativamente por la amplia atención de los medios. El proceso de cambiar la imagen de la ciudad, al igual que la ASPM, depende de que los medios de comunicación estén dispuestos a calificarla como un éxito y volver a la historia repetidamente, implantando una imagen positiva en la mente del público.
En ambos casos, las apariencias milagrosas y los espectáculos atractivos pueden ser engañosos: tras los exteriores progresistas se esconden funcionamientos internos más ambiguos. Los efectos son contradictorios; los resultados positivos pueden no coincidir con los reivindicados en el discurso oficial; las causas son objeto de debate. La Red es un ejemplo de un fenómeno más amplio en Medellín: políticas sociales de bienestar que se hicieron mundialmente famosas a pesar de mostrar resultados modestos. Son simbólicamente importantes para la ciudad, pero es más difícil argumentar que han tenido un impacto material significativo. Como escribe Maclean (2015, 123) en relación con las políticas urbanas icónicas de Medellín, “no está claro que hayan representado un verdadero desafío a la forma que habría tomado la ciudad si simplemente hubiera obedecido a las necesidades del capital”. Los efectos de La Red en el destino de la ciudad son igualmente poco claros.
¿El urbanismo social hizo de Medellín un lugar mejor para vivir? La mayoría estaría de acuerdo en que sí. Pero encontré pocos residentes inclinados a la autocomplacencia. Como señala Maclean, el cambio de imagen era más creíble para los extranjeros que para los locales. El amor por su ciudad no excluía las críticas generalizadas de sus habitantes; Medellín seguía siendo más complicada de lo que sugería la historia del milagro. Lo mismo podría decirse de La Red.
Representando el Milagro de Medellín
El evento para la delegación de Harvard ilustró cómo La Red sirve, entre otras muchas cosas, como herramienta de marketing urbano, dirigida tanto hacia dentro como hacia fuera. Con sus “conciertos de ciudad” frecuentes y sus presentaciones musicales en espacios urbanos como los parques y el metro, La Red forma parte del aparato ceremonial de Medellín: una presentación de una determinada imagen de la ciudad, para la ciudad, financiada por la ciudad. El desarrollo urbano inspirado en el modelo de Barcelona tiene un componente importante de espectáculo (Brand 2013), y se puede considerar que la música juega un papel en la representación de la renovación urbana de Medellín. ¿Qué mejor manera de presentar la ciudad renacida que mostrando un gran ensamble de jóvenes tocando en armonía? ¿Qué mejor espectáculo de desarrollo?
Como sugiere su eslogan “La nueva imagen de Medellín para el mundo”, La Red también ha ocupado un lugar destacado en un programa más amplio de cambiar la imagen de la ciudad para el consumo externo. Juan Guillermo Bedoya, director de comunicaciones de la alcaldía entre 2008 y 2009, dijo: “Cualquier sociedad que se transforma necesita símbolos”, y habló de que los que visitaban a Medellín deberían “llevarse la imagen de una ciudad renovada” (“Medellín” s.f., 210). Desde sus inicios, La Red ha sido utilizada como símbolo para apoyar esta imagen. No son solo vidas que el programa pretende transformar.
El tema de narrar la ciudad —de contar una nueva historia o construir un nuevo imaginario—, fue omnipresente durante mi estancia en Medellín, especialmente en los debates públicos y en eventos culturales. Fue un pilar central de la gira de La Red a Estados Unidos en 2018, con su retrato de la ciudad compuesto por los estudiantes. A nivel gubernamental, el principal objetivo de esta reimaginación ha sido impulsar la inversión extranjera y el turismo; por ello, es significativo que el organizador del evento de Harvard fuera la ACI —Agencia de Cooperación e Inversión. La conexión entre las artes y el turismo se puso de manifiesto en 2018 con la creación del programa municipal Ciudad de artistas, cuyo objetivo explícito era utilizar las artes para hacer la ciudad más atractiva para los visitantes extranjeros. Thompson (2009, 26) sugiere que los profesionales de las artes aplicadas deberían preguntarse siempre: “¿De qué espectáculo formamos parte?” Los músicos de La Red formaban parte del espectáculo del Milagro de Medellín.
Sin embargo, como se ha señalado anteriormente, las políticas urbanas de Medellín han sido objeto de continuas críticas por parte de los investigadores por perpetuar los problemas urbanos. Por lo tanto, “vender” la renovación urbana de Medellín a nivel internacional no es una actividad neutra o poco controvertida desde el punto de vista político o económico. Al desempeñar un papel de apoyo simbólico en relación con las políticas urbanas de efectos mixtos, puede considerarse que La Red ocupa una posición ambigua. Si la “nueva imagen” que Medellín ha proyectado al mundo en los últimos años es, al menos en parte, engañosa, ¿en qué situación queda La Red?
Luego está la espinosa cuestión de la relación de La Red con la promoción de la inversión. Franz (2017) ofrece un análisis esclarecedor de la ACI. Esta agencia promueve a Medellín no solo como destino para la inversión extranjera directa, sino también como un mercado laboral flexibilizado, ofreciendo a los inversores una ciudad en la que los trabajadores tienen salarios bajos, largas jornadas y pocos beneficios. Sin embargo, la flexibilización puede tener efectos negativos en la productividad laboral (por no hablar de la calidad de vida). La agenda que impulsa la ACI se centra en “las actividades económicas de los sectores de servicios que, o bien permanecen en el extremo de baja productividad de la cadena de valor, o bien son servicios comerciables intensivos en mano de obra cualificada que no pueden generar mucho empleo para la gran mayoría de la mano de obra no cualificada de Medellín” (139). Esta agenda sirve principalmente a los intereses de la clase capitalista de la ciudad, y tiene efectos contradictorios en el desarrollo económico. La economía general de la ciudad ha crecido, pero debido a que este crecimiento se concentra en las industrias de servicios, contrasta fuertemente con las altas tasas de desempleo y subempleo y el aumento de la precariedad de las condiciones de trabajo. El hecho de que un programa de educación musical se asocie con la ACI y apoye un programa de este tipo suscita evidentes preocupaciones, sobre todo si se trata de un programa con un objetivo social y dirigido principalmente a las clases populares, que suelen experimentar los efectos más negativos de este tipo de políticas.
Hay varias maneras de ver La Red en el contexto de una política urbana más amplia. Se puede considerar como una faceta de una política de reordenación urbana dirigida desde el exterior. También se puede considerar que La Red es solo una de las muchas políticas y programas públicos de Medellín, y observar que las políticas culturales a menudo contrastan con el programa económico y de seguridad más amplio del estado colombiano. Ochoa Gautier (2001, 379) describe “una exacerbación de los extremos: la implementación de procesos de democratización a través de la política cultural u otros procedimientos administrativos y legales, junto con la neoliberalización y la escalada del conflicto armado”. Durante el año que pasé en Medellín, el gobierno del alcalde Federico Gutiérrez puso un mayor énfasis en la seguridad que sus predecesores, y el aumento de los niveles y de la percepción de la violencia sugerían que esta política no estaba funcionando bien. Había una especie de contradicción entre La Red, que buscaba la convivencia a través de la educación y la cultura, y el enfoque de seguridad más reactivo y duro del gobierno que la financiaba. ¿Cómo entender el papel de La Red en este panorama? ¿Se supone que debía ayudar a mitigar los efectos de las políticas urbanas más duras, devolviendo con la mano izquierda lo que la derecha había tomado? ¿O era una atractiva cortina de humo para esas políticas, un velo cultural, en términos de Logan? Si la situación de la seguridad en la ciudad estaba empeorando, ¿debía considerarse que La Red compensaba este deterioro, enmascaraba el problema o simplemente era ineficaz?
El papel de las artes en la renovación urbana es controvertido, y detrás de la retórica oficial positiva, muchos estudiosos han criticado su uso como cómplice del desarrollo capitalista neoliberal (p. ej. Berry, Slater e Iles 2009; Lees y Melhuish 2015; Mould 2015). La educación musical como marketing para la renovación urbana es, entonces, un fenómeno ética y políticamente complejo, tan ambiguo como las políticas que apoya. Sachs Olsen (2019, 175) ofrece una visión alternativa: la del arte socialmente comprometido que cuestiona y fomenta el debate en lugar de “decorar el espacio urbano como parte de una estrategia más amplia de promover la marca de la ciudad”. La comparación con La Red es esclarecedora.
Los estudios críticos sobre el urbanismo social y sobre el papel de las artes en la renovación urbana ilustran la importancia de una actitud escéptica ante los supuestos milagros y, al alentar la cautela ante las afirmaciones grandiosas, proporcionan una valiosa indicación a los observadores e investigadores de la ASPM. Subraya que las políticas y los programas que suenan atractivos pueden no tener los efectos que se les atribuyen, y que incluso cuando se observan efectos positivos, sus causas pueden ser muy diferentes. Esta literatura señala las debilidades del argumento habitual de que la Red se creó, la tasa de homicidios bajó, ergo la educación musical es una solución social eficaz. Las causas de la pacificación identificadas por los estudiosos tienen poco que ver con áreas edificantes como la cultura y la educación, que ocupan un lugar destacado en las narrativas oficiales del urbanismo social, y más con oscuras negociaciones en los bajos fondos de la ciudad. La gran cantidad de estudios ambivalentes sobre el Milagro de Medellín apoya una visión similar de La Red.
El análisis de Montoya Restrepo sobre el urbanismo social, en particular, es muy pertinente para la ASPM. Ambos fenómenos han desarrollado discursos idealistas y han sido fuertemente impulsados por los medios de comunicación nacionales e internacionales, pero de cerca, la ASPM también parece más bien el cumplimiento de una obligación básica por parte del estado: en este caso, poner la educación artística a disposición de los jóvenes. En Venezuela, el discurso social surgió mucho después de la creación de El Sistema, también como un prefijo justificatorio e ideológico; y el argumento de Montoya Restrepo de que en el urbanismo social de Medellín ese discurso señalaba el marketing (dirigido a nivel internacional) y la normalización y el control (dirigido a la población local) es una descripción increíblemente precisa del programa musical venezolano. Detrás de la etiqueta social, El Sistema también era lo mismo de siempre: el programa continuó impartiendo la misma educación musical convencional que siempre había hecho, basada en modelos que se remontaban a siglos atrás; y Abreu aseguró un papel estelar para El Sistema en la industria internacional de la música clásica, comercializando vigorosamente la ASPM con la ayuda de agentes, promotores, festivales, salas de conciertos y un importante sello discográfico. Montoya Restrepo (2014, 218) critica la visión de que “la única manera en la que puede incluirse al tradicionalmente marginado, es aquella pensada desde afuera, visión que reproduce la manera de vivir la ciudad impuesta por modelos extranjeros”. Lo mismo podría decirse de una visión de la inclusión social basada en la orquesta sinfónica europea.
La cálida y difusa palabra “social” sirvió, tanto en El Sistema como en el urbanismo social, como adorno del pensamiento neoliberal. En ambos casos, se hicieron afirmaciones grandiosas sobre la eficacia de las medidas antes de cualquier intento de evaluarlas. Cuando la investigación apareció finalmente, echó agua fría sobre muchas de las afirmaciones, pero hizo muy poco por aflojar el control de la historia milagrosa bien establecida sobre la imaginación del público.
Medellín: Ciudad Creativa
Una última ilustración de la ambigüedad de La Red se refiere al tema de la creatividad. Este fue un punto central de las nuevas propuestas bajo el liderazgo de Giraldo y fue defendido por el coordinador pedagógico, Franco. Si bien hemos visto los obstáculos prácticos dentro de La Red, la lógica de hacer que la educación musical (y la ASPM en particular) sea más creativa es fuerte, y hay una gran cantidad de investigaciones que apoyan tal movimiento. Tanto si se mira desde una perspectiva musical, social o cognitiva, los beneficios de la creatividad a nivel individual son convincentes.
La invitación a La Red para actuar en el evento de lanzamiento de “Medellín: Ciudad Creativa” en 2019 tenía, por lo tanto, todo el sentido del mundo. Sin embargo, este evento solo tenía una tenue relación con la creatividad en el sentido en que Franco la invocaba (composición e improvisación musical). Se trataba de un encuentro empresarial, organizado por la Cámara de Comercio y que lanzaba una estrategia de economía creativa para la ciudad. La atención se centraba directamente en la cultura como recurso económico. La música y otras artes escénicas se agruparon bajo el tiítulo de un “clúster de turismo de negocios”.
El uso de La Red para adornar el lanzamiento de una política de ciudad creativa plantea cuestiones similares a las del evento Harvard-ACI. Existe una gran cantidad de estudios que critican los conceptos de ciudad creativa y economía creativa (p. ej. Berry Slater e Iles 2009; Pratt 2011; Mould 2015; Stevenson 2017), tanto por motivos ideológicos (como expresión del desarrollo urbano neoliberal) como prácticos (por producir efectos mixtos o francamente perniciosos en las ciudades). Así que hay buenas razones para pensar que esta estrategia podría no ser una solución mágica para Medellín. Por un lado, el concierto de La Red fue simplemente una presentación más en otro evento de la ciudad, una actividad básica para el programa; pero, por otro lado, La Red fue involucrada como un telonero a una ideología neoliberal muy cuestionada. Al adoptar la creatividad como discurso central, La Red se adentró inadvertidamente en aguas turbias.
Irónicamente, La Red tiene poco que ver en sus prácticas cotidianas con la economía creativa. De hecho, una de las críticas internas era precisamente que estaba demasiado desconectada de la industria musical local, y en realidad había pocos esfuerzos en el programa para promover el espíritu empresarial o las habilidades para el negocio de la música. Sin embargo, La Red fue fácilmente cooptada con fines de marketing y utilizada para dar una cara atractiva a una política compleja y cuestionable, dando un brillo auditivo al desarrollo urbano neoliberal.
La convergencia de la educación musical y la política urbana en la cuestión de la creatividad podría considerarse otro ejemplo, junto con la ciudadanía, de lo que Dagnino (2007) llama una “confluencia perversa”. Además, ilustra que la ASPM no es un espectador neutral, ni opera en un ámbito separado y autónomo; está estrechamente ligado al orden social, económico y político dominante, sean cuales sean las creencias y las acciones localizadas de los individuos que lo componen. Pensar en la ASPM de esta manera ayuda a explicar por qué ha recibido tanto apoyo de los gobiernos de varios países latinoamericanos. Como siempre, esto es más claro en Venezuela, pero en Medellín, también, La Red ha apuntalado la narrativa urbana dominante: cooptada en el marketing internacional, promoviendo la política del gobierno, y apareciendo en una campaña publicitaria local para la alcaldía en 2018. Los efectos externos de La Red son, por tanto, tan ambiguos como su dinámica interna: ha sido utilizada para simbolizar y representar una concepción discutible de la ciudad (el Milagro de Medellín) y una política urbana discutible (la ciudad creativa).
La creatividad encierra tanto el potencial como los riesgos de la ASPM (y de la cultura en general) en la ciudad neoliberal. La creatividad puede ser admirable en un músico individual o en una agrupación, pero también más cuestionable cuando se sitúa en el centro de la política urbana. Lo que funciona bien a nivel micro puede ser más dudoso cuando se convierte en un principio estructurador a nivel macro. Además, como sostienen Kanellopoulos y Barahanou (2021, 150), el potencial radical de la educación artística creativa se neutraliza fácilmente cuando se instrumentaliza dentro de un marco ideológico y político que considera que la creatividad fomenta una actitud empresarial hacia el trabajo y la vida y que es una “estrategia de sobrevivencia en un mundo neoliberal incierto”.13
La creatividad encierra la posibilidad de la libertad y lo nuevo; sin embargo, también es una ideología central del capitalismo contemporáneo, y se ha convertido en una cubierta para el trabajo mal pagado y cada vez más precario. La educación musical creativa podría formar ciudadanos críticos que imaginen alternativas al statu quo; pero también podría preparar a los jóvenes para una existencia incierta como trabajadores de la economía creativa. La creatividad podría convertirse en una herramienta de subversión sutil (Mould 2015); pero también en un telonero a la agenda urbana dominante. Lo que está claro es que la creatividad, como la ciudadanía, es un arma de doble filo.
Conclusión
La pregunta fundamental de si la ASPM funciona parece aún más difícil de responder ahora que nos hemos distanciado de los niveles microsocial y comunitario para considerar sus efectos a una escala mayor. Boeskov (2018) se basa en la teoría de Georgina Born de los cuatro planos de la socialidad para explicar cómo el trabajo musicosocial puede tener efectos múltiples y contradictorios simultáneamente: “La creación de música social que en un nivel permite una transgresión de algunos aspectos limitantes de la experiencia social de sus participantes puede al mismo tiempo también reforzar potencialmente otras partes de la formación social de maneras que pueden no servir al interés de las personas involucradas” (94). Bull (2019) identifica una contradicción similar dentro de la música clásica juvenil en el Reino Unido: las personas a las que estudió a menudo encontraban diversión, un sentido de identidad y una escena social, pero dentro de un contexto cultural e institucional que reproducía las estructuras de dominación de género y de clase. La regeneración urbana impulsada por las artes muestra una disyuntiva comparable: las artes pueden tener efectos locales positivos, pero “esos efectos pueden ser periféricos a los hechos estructurales subyacentes de la reestructuración económica y desplegarse simplemente para enmascarar las realidades del desplazamiento social” (Lees y Melhuish 2015, 252). Los críticos del “lavado de arte” señalan que los proyectos artísticos pueden generar placer y al mismo tiempo contribuir a la gentrificación. Aquí hay un patrón claro: las artes pueden producir efectos positivos en un plano mientras ocultan y refuerzan las estructuras de desigualdad en otro. Además, el propio placer que induce la participación puede permitir esa ocultación.
No cabe duda de que La Red tiene muchos aspectos positivos. Muchos niños disfrutan y se benefician de estudiar dentro del programa. Sin embargo, un análisis serio no puede detenerse aquí (y no solo por el problema del sesgo de sobrevivencia). La Red también está relacionada con la reestructuración urbana en busca de inversiones extranjeras y turismo y con una estrategia de ciudad creativa, y estas políticas producen resultados más cuestionables en un plano diferente al de la socialización y el disfrute de los estudiantes. El programa está implicado a nivel macro en la reproducción de los problemas que pretende resolver a nivel micro.
La adopción por parte de Boeskov del modelo de Born nos ayuda a comprender que la ASPM puede generar efectos positivos y negativos, tanto de cambio como de reproducción, al mismo tiempo. No es solo que haya pocas pruebas de que los beneficios a nivel micro se extiendan al nivel macro; es también que los niveles pueden estar realmente en contradicción. La ASPM puede producir beneficios localizados para algunos participantes y, al mismo tiempo, apoyar dinámicas y políticas que tienen impactos más dudosos a nivel urbano y social. La pregunta que se plantea es: ¿hasta qué punto los beneficios a nivel micro para los individuos compensan los aspectos negativos a nivel macro? ¿Cómo sopesar un grupo de estudiantes felices en un aula frente a las políticas urbanas que mantienen la desigualdad? ¿Cómo se comparan la socialización y el placer con la colonialidad, las normas de género conservadoras o las concepciones jerárquicas de la cultura y la sociedad? Puede ser tentador centrarse en los beneficios más obvios e inmediatos en lugar de en los aspectos negativos, que son estructurales, más difusos y a largo plazo. Pero los críticos más vehementes de El Sistema, como la pianista Gabriela Montero, han argumentado que ha contribuido a encubrir un gobierno que ha tenido un efecto desastroso en Venezuela. Desde este punto de vista, los beneficios que pueden haber obtenido algunos individuos dentro del programa se ven superados por su colaboración en la trayectoria descendente del país en general.14 Una de las muchas cuestiones que complican la ASPM es que lo que sirve a una pequeña parte de la sociedad (los participantes y sus familias) puede no servir a la sociedad en general.
Considerar que la ASPM opera en múltiples niveles simultáneamente es algo que muchos observadores e investigadores no han hecho adecuadamente. Centrarse en las impresiones inmediatas e ignorar o restar importancia a los planos estructural y político ha dado lugar a una proliferación de evaluaciones excesivamente optimistas, aunque ahora también hay un conjunto de estudios más críticos que se centran en esos niveles y ofrecen un contrapeso. Aun así, los escritos sobre la ASPM van a la zaga de las investigaciones sobre la renovación urbana de Medellín, en las que ya se reconoce la brecha existente entre una narrativa social milagrosa y una realidad más compleja. En lo que respecta a la ASPM, muchos siguen fascinados por una parte de la historia. Para entenderla bien, la ASPM debe ser observada de cerca y estudiada desde un ángulo estructural o político. Esto no quiere decir que todos los análisis necesiten ambos; sin embargo, el campo necesita ambos para que los lectores interesados puedan obtener una imagen equilibrada de la ASPM, en toda su complejidad y ambigüedad. La comprensión del papel de la cultura en la renovación urbana requiere este tipo de enfoque de vertiente doble o de planos múltiples.
Lo que diferencia a Medellín de otros lugares que han cooptado la cultura en la reimaginación urbana es que su narrativa oficial dominante no es simplemente que la cultura hace de la ciudad un lugar más vibrante o atractivo, sino que ha superado la violencia y ha renovado la ciudad. Las artes se presentan como un agente transformador. La música tiene un papel especialmente destacado en las historias de renovación urbana de Medellín. Junto a La Red, son innumerables los reportajes de los medios de comunicación que han tomado a los colectivos de hip-hop Kolacho y 4ESkuela como impulsores del Milagro de Medellín. Sin embargo, numerosos estudiosos sostienen que el urbanismo social fue fomentado por las élites de la ciudad principalmente por razones económicas y ha servido para perpetuar su dominio y distanciamiento de la mayoría de sus conciudadanos. La participación de los jóvenes músicos en esta narrativa de la cultura que supera la violencia no está, por tanto, exenta de ambigüedades. Los que más se benefician de la imagen de una ciudad armoniosa y culturalmente vibrante no son necesariamente los que participan en los programas artísticos comunitarios, sino los que están involucrados en el mundo de los negocios y el turismo. Si esta imagen ha contribuido a mantener los altos niveles de desigualdad, si promueve a Medellín como un mercado laboral flexibilizado y un destino para la inversión extranjera, en realidad puede restringir a las mismas comunidades cuyos jóvenes participan en su construcción. Sin embargo, es una narrativa que atrae a todas las partes. Mucha gente en Medellín cree que La Red ha hecho maravillas, y a muchos les conviene creerlo. Sin embargo, hay buenas razones para creer solo en medios milagros.
1 Véase la entrada de mi blog “ Professionalization or rescuing the poor? The origins of El Sistema (in Abreu’s own words)”, https://geoffbakermusic.wordpress.com/el-sistema-older-posts/professionalization-or-rescuing-the-poor-the-origins-of-el-sistema-in-abreus-own-words/.
2 Puede ser relevante aquí que un metanálisis de doce estudios de programas extracurriculares en Estados Unidos encontró que dichos programas tenían un efecto pequeño y no significativo sobre la delincuencia (Taheri y Welsh 2015).
3 “PUTIN POWER: musicians sound their outrage (a statement of support)”, Facebook, 11 de febrero de 2021.
4 Véase Bates 2016 y Baker 2016b.
5 Cita extraída del resumen del libro en https://fernwoodpublishing.ca/book/haciendo-práctica-antiopresiva1.
6 Como señala Folkes (2021), hay una gran cantidad de pruebas que contradicen la posición de que la igualdad de oportunidades y la movilidad social tienen la capacidad de aliviar las desigualdades estructurales.
7 Del mismo modo, la atribución de la pobreza a las deficiencias personales (o a los rasgos de carácter o personalidad) en el Reino Unido en los últimos tiempos ha sido una característica de los gobiernos conservadores (Folkes 2021).
8 Los estratos 3–4 corresponden a una clase media-baja local, la misma que históricamente ha predominado en El Sistema.
9 En la práctica real, El Sistema dista mucho de ser meritocrático, ya que las influencias y la “palanca” juegan un papel importante (Baker 2014).
10 Este texto apareció en la página web de La Red el 6 de septiembre de 2017, http://www.redmusicamedellin.org/.
11 Fairbanks (2019) es una excepción: señala que en el colegio que estudió, solo una fracción de los estudiantes tuvo la oportunidad de entrar en el programa Sistema, y una cohorte inicial de sesenta disminuyó con los años a diez o menos. En otras palabras, “hay más de 50 ‘fantasmas’ —lo que, por cierto, equivale a cinco veces el número de músicos de orquesta ‘exitosos’ de la escuela secundaria—, que finalmente interrumpieron su participación en el programa de orquesta” (177). No obstante, como reconoce el autor, su estudio se centra en la minoría de sobrevivientes, no en la mayoría de “fantasmas”.
12 Sala y Gobet (2017) es una excepción —pero también véase los comentarios debajo de su artículo, que ilustran la resistencia a los hallazgos nulos o negativos sobre este tema.
13 Véase también Kanellopoulos 2015.
14 Las críticas de Kozak Rovero (2018) y Esté (2018) a Abreu como cómplice del declive de Venezuela son algo análogas.