5. Cambio
© 2022 Geoffrey Baker, CC BY-NC 4.0 https://doi.org/10.11647/OBP.0263.05
En cierto sentido, nuestra capacidad para abrir el futuro no dependerá de lo bien que aprendamos, sino de lo bien que logremos desaprender.
Alan Kay
En su imaginario de utopías reales en la educación musical, Ruth Wright (2019, 217) se basa en la visión de Erik Olin Wright de la investigación orientada a la justicia social o la ciencia social emancipadora como centrada en tres tareas. Hasta ahora me he centrado en la primera: “Elaborar un diagnóstico y una crítica sistemática del mundo tal y como existe”. Ahora giro mi atención hacia la segunda: “Imaginar alternativas viables”. La Parte 2 se basa en la búsqueda de La Red y desarrolla su replanteamiento de la ASPM, añadiendo análisis complementarios y contrastados. Para empezar, en este capítulo considero cómo los cambios en la sociedad y en la educación musical plantean preguntas sobre la ASPM ortodoxa, cómo la búsqueda de alternativas ya ha comenzado, y a dónde podría llevar este camino.
Cambio en La Red
Los programas originales de la ASPM se crearon en épocas y lugares en los que la mayoría de los jóvenes tenían pocas o ninguna actividad alternativa, y los estudiantes más entusiastas estaban dispuestos y tenían la posibilidad de pasar la mayor parte de su tiempo extracurricular estudiando música. De hecho, la idea llegó a ser el ocupar todo su tiempo libre para mantenerlos alejados de las calles. La preocupación principal de Abreu era formar rápidamente músicos de orquesta, pero uno de sus muchos rasgos de reformista victoriano era una elevación casi religiosa del trabajo y un explícito aborrecimiento del ocio. Mantie (2018, 546) escribe que “los autoproclamados guardianes morales trataban de imponer su visión del comportamiento adecuado a través de las actividades recomendadas para el tiempo libre. La preocupación por la conducta de los demás solía estar motivada por el temor a que la gente —es decir, las personas de las clases sociales más bajas—, no utilizara su tiempo de forma adecuada”. Está describiendo a los defensores de la “recreación racional” del siglo XIX, pero podría referirse igualmente a Abreu proponiendo rescatar a los jóvenes desfavorecidos de “una juventud vacía, desorientada y desviada”. Los programas originales de la ASPM eran esencialmente versiones intensificadas de la educación musical convencional, y su nivel era alto porque los estudiantes les dedicaban mucho tiempo. No había ningún milagro, ninguna pedagogía revolucionaria: los logros musicales dependían de una enorme inversión de tiempo y de un líder que persuadía a los jóvenes a través de una mezcla de carisma, incentivos y promesas. El Sistema y La Red tenían dos niveles de intensidad: alto y altísimo. Los fines de semana y las vacaciones se veían como una oportunidad para aumentar la carga de trabajo, no para descansar. Incluso el propio Abreu decía que no había ningún secreto: El Sistema se construía simplemente con “trabajo y estudio”.1
Pero veinte años después, Medellín está llena de programas culturales y deportivos gratuitos, y las nuevas tecnologías ofrecen infinitas fuentes de distracción. El viejo modelo de intensidad y enfoque exclusivo ya no es tan atractivo para muchos estudiantes o sus familias. En el Norte global, los programas inspirados en El Sistema ni siquiera intentaron adoptar un nivel de intensidad similar, reconociendo —a veces a regañadientes (véase Mota y Teixeira Lopes 2017)—, que era imposible recrearlo en sus contextos sociales, pero sí optaron en general por una cantidad de instrucción superior a la habitual. Sin embargo, incluso este intento más modesto de intensidad puede ser una fuente de fricción. En su estudio de un programa norteamericano de ASPM, Hopkins, Provenzano y Spencer (2017, 254) descubrieron que “el aumento de la intensidad fue la fuente de la mayoría de los beneficios y desafíos informados por los participantes”. El alto nivel de compromiso de tiempo requerido significaba que la asistencia era un problema, y algunos estudiantes (y los investigadores) plantearon preocupaciones sobre el enfoque de la excelencia que acompañaba a la intensidad. Lo más llamativo es que “en la entrevista con el grupo de estudiantes hubo una opinión casi unánime de reducir el número de días de encuentro por semana o la duración de los ensayos extracurriculares” (251). El principal reclamo de El Sistema era difícil de aplicar en la práctica e impopular entre los estudiantes.
También en La Red, la intensidad podría considerarse una fuente importante tanto de beneficios como de desafíos —otro ejemplo de la ambigüedad de la ASPM. La “época dorada” del programa se caracterizó por la intensidad no solo del tiempo sino también del ambiente. Compartía profesores, repertorio y métodos con El Sistema, así como un liderazgo carismático, charlas inspiradoras, un compromiso y una absorción totales, y un aspecto casi religioso o de culto. Para los que se quedaron en La Red, la intensidad tuvo sus ventajas, y el hecho de abandonar esta intensidad poco a poco desde 2005 provocó un sentimiento de pérdida y nostalgia en algunos miembros de la primera generación. Pero también suscitó reacciones más ambivalentes y negativas, y la mayoría del personal reconoció que este modelo, veinte años después, ya no era posible ni era lo más apropiado.
La Red empezó a reconocer y abordar los inconvenientes de la intensidad hace bastantes años, cuestionando el enfoque de El Sistema de tocar sin parar en busca de la perfección artística, y fomentando en su lugar una diversificación de actividades y un enfoque menos exigente. En 2014, el equipo social se preguntó: “¿Cómo minimizar la afectación frente a la educación formal, garantizar el espacio para la vida familiar […]?” (“Síntesis” 2014, 5). Históricamente, La Red había absorbido tiempo que de otro modo se utilizaría para la recreación y las tareas domésticas, pero el equipo social reconocía esas actividades como importantes y no estaba de acuerdo en que la educación musical compitiera con ellas.
Durante mi trabajo de campo, varios formadores insistieron en que el tiempo de ocio era importante para los estudiantes y que los jóvenes no debían tener un horario demasiado apretado. En una reunión, un director argumentó que estaba científicamente demostrado que el tiempo de inactividad, el descanso y los momentos para no hacer nada eran importantes para los seres humanos. Esto estaba muy lejos de la demonización de Abreu del ocio como raíz de la delincuencia y de los problemas sociales, pero estaba en coherencia con los investigadores locales de la juventud: Rincón (2015, 132), por ejemplo, sostiene que la juventud “es un estado donde hay que perderse para encontrarse, uno donde vale la pena perder el tiempo, donde el ocio se gana para relajarse […]. [L]o que hay que crear son las condiciones para perder el tiempo en proyectos inútiles y prácticas de juego colectivo y, así, ganar el espacio de ser jóvenes.”2
José, un director de escuela, reflexionó extensamente sobre la cuestión del cambio y la diversificación desde los años 90:
Antes solo había música, [pero] las ofertas cambian, ahora hay teatro, literatura, fotografía, pintura… Para mí es un concepto muy bacano que el muchacho me diga: “profe, no me puedo quedar hasta las 9 de la noche como un loco aquí tocando porque tengo clases de artes plásticas en otra parte”. Entiendo que eso fue bueno en el momento, pero tampoco… Uno tiene que evolucionar.
Se mostró escéptico sobre la nostalgia de la primera generación de La Red, argumentando que la primera fase había sido menos color de rosa de lo que decían:
La generación Siempre Juntos jamás leyó un libro, pintó, jugó, nada de familia, cine… todo era la orquesta. Que triste tener una vida donde uno no quiere estar en su casa, no se mejoró a nivel social en el sentido que se crearon mejores ciudadanos, sino que se creó una sociedad paralela donde ellos disfrutaban de estar con ellos juntos y ya. Tocar y tocar y nada más. […] Aquí no había alternativas, el único libro que había en las casas era la Biblia. Ahora eso ha cambiado, están los parques biblioteca, Comfama, las actividades de la alcaldía. En la ciudad ha habido una transformación muy grande en los últimos años, ya los pelaos no quieren dedicarse solo a música y cerrar las puertas a las otras cosas. Es más importante ser un pelao integral que lee y que hace otras cosas y no nada más estar pegado a un instrumento. […] Yo prefiero un pelao que lea, que podamos hablar de política, que maneje bien, que a un güevón que toca y toca.
Incluso los nostálgicos de la primera generación reconocían que la sociedad y la cultura habían cambiado, y que los jóvenes tenían ahora muchas más opciones y distracciones, por lo que no se podía volver a la intensidad de los viejos tiempos. Uno de ellos, que ahora era director de escuela, me dijo: Medellín es un lugar diferente hoy en día, y La Red debe adaptarse al mundo en el que viven los estudiantes, en lugar de intentar adaptar a los estudiantes a las costumbres de los años 90. La intensidad —incluso el nivel más bajo en comparación con el pasado—, fue vista por muchos miembros del personal, estudiantes y padres como un impedimento y una fuente de deserción: a menudo comentaban que los estudiantes mayores abandonaban porque La Red les quitaba demasiado tiempo de las tareas escolares y los pasatiempos. En 2018, tanto la dirección como el personal señalaron la rápida escalada del compromiso de tiempo entre el primer y el segundo año como un factor importante en la alta tasa de deserción entre los estudiantes más jóvenes. Un estudiante de primera generación convertido en profesor señaló que el perfil de edad era mucho más bajo en 2018 que en los primeros años. La mayoría de sus estudiantes estaban ahora en el rango de edad de ocho a diez años. Su implicación era que La Red estaba perdiendo su dominio sobre los adolescentes. De hecho, en 2018, el 64% de los estudiantes tenían doce años o menos, una cifra reveladora si se tiene en cuenta que la franja de edad de La Red era de siete a veinticinco años y que los estudiantes podían empezar hasta los catorce. La demanda seguía siendo alta en el nivel de entrada, pero el interés disminuía drásticamente. La ASPM había sido muy atractiva cuando había pocas alternativas, pero tenía problemas de retención ahora que los jóvenes tenían más opciones.
En 2018, la intensidad parecía cernirse sobre La Red como un fantasma: muchos de los veteranos de La Red lamentaban su desaparición, pero en general reconocían que se había ido y que nunca podría volver. Había nostalgia por la primera etapa, pero nunca escuché el argumento de que La Red debía simplemente volver atrás. El pasado de La Red era un fantasma que algunos no podían dejar de lado, en lugar de ser uno que deseaban activamente revivir.
La práctica y la investigación en la educación musical en general han cambiado considerablemente desde que se creó El Sistema y se extendió por América Latina a lugares como Medellín. Un mayor énfasis en el aprendizaje centrado en el estudiante, en la creatividad y en la diversidad curricular plantea interrogantes importantes sobre un modelo estrecho, vertical y repetitivo. Se ha revelado que El Sistema está plagado de defectos operativos y educativos, pero también han surgido acusaciones de graves irregularidades en programas inspirados en El Sistema en México y Guatemala, lo que sugiere problemas con el propio modelo.3 No solo está desajustado con el pensamiento educativo contemporáneo, sino que en algunos lugares ha reproducido, en lugar de desafiar, problemas sociales como el autoritarismo y la corrupción.
El Sistema se creó para formar músicos de orquesta, y aunque este enfoque puede haber tenido sentido en la “Venezuela saudí” del siglo XX, como se le apodó por su riqueza en petróleo, masificar este enfoque en todo el mundo es mucho más difícil de justificar hoy en día. Desde finales de la década de 1990, El Sistema ha afirmado que su propósito no es, de hecho, formar músicos; sin embargo, este discurso estratégico no solo es una negación de los orígenes del programa, sino que además muchos estudiantes a los que se les da esta formación preprofesional sí llegan a desarrollar ambiciones profesionales (Agrech 2018). En Medellín, se esperaba que el 20% de los estudiantes de La Red siguieran carreras de música en 2006 (Arango 2006). Sin embargo, se forman para una profesión que, incluso antes de la COVID-19, no solo era extremadamente competitiva, sino que estaba estancada o en retroceso en muchas partes del mundo. Los retos de intentar hacer carrera en la música clásica se han hecho cada vez más evidentes en el siglo XXI. Una cosa es proporcionar a los jóvenes una educación musical y otra una formación que los anime a aspirar a una carrera orquestal. Esta formación puede ser perfecta para los que quieren ser músicos de orquesta, pero es una opción ilógica para la educación musical de masas en la década de 2020. Tanto si se miran las perspectivas profesionales de los músicos como los objetivos sociales de la ASPM, la educación musical a esta escala debería ser más amplia.
En la feria de proyectos de 2019, el director del Ensamble de Músicas Populares de La Red pronunció un discurso sincero y algo angustiado en el que cuestionó que La Red estuviera preparando a los estudiantes para el futuro. Hoy en día, dijo, no es necesario tocar un instrumento para hacer música ni escribir la notación para componer. Las figuras convencionales como el compositor y el intérprete instrumental están en declive. Los jóvenes tienen una concepción de la música diferente a la de los adultos. Se están produciendo grandes cambios tecnológicos y los adultos se están quedando atrás con respecto a los jóvenes y sus formas de trabajar. ¿Cómo refleja La Red esta nueva realidad? preguntó. ¿Cómo podría convencer a los jóvenes de que toquen instrumentos que no figuran en sus vidas como el oboe o la tuba? ¿Y por qué deberían hacerlo? ¿Sabemos realmente qué música escuchan y que música quieren hacer los pelaos? ¿Los estamos preparando para el mundo de la música en el que viven y el que está por venir, o estamos recreando el mundo del pasado del que venimos?
En resumen, el modelo original de la ASPM —largas horas, dedicación exclusiva, poca vida fuera de la música, preparación de los estudiantes para la profesión orquestal—, es poco apropiado para las realidades sociales y musicales del presente en contextos de abundancia digital, cultural y recreativa. En muchos lugares es imposible de reproducir este modelo hoy en día. Sus elementos constitutivos han sido muy criticados por los investigadores de la educación musical durante muchos años. El reto es, por tanto, crear nuevas formas de ASPM que estén en consonancia con los valores, las posibilidades y las realidades musicales y tecnológicas actuales, que permitan a los estudiantes participar también en otras actividades extracurriculares y que puedan llevarse a cabo de forma más humana y eficiente en términos de tiempo.
Giraldo habló a menudo de los cambios en la ciudad y en el mundo en general durante los veinte años transcurridos desde la fundación del programa, y presentó el cambio en La Red como una respuesta lógica y necesaria. Leer la ciudad era fundamental en el discurso de su equipo. Cuando la dirección y el personal mencionaban el viejo eslogan “un niño que empuña un instrumento nunca empuñará un arma”, era a menudo para señalar su menor relevancia veinte años después de la creación del programa. Había un reconocimiento generalizado de que ya no bastaba con mantener a los niños fuera de las calles —sino que La Red tenía que imaginar un nuevo propósito y una nueva forma.
La ASPM en Movimiento
La Red no es la única; el cambio se respira también en otros lugares. En Sudamérica, el Programa Social Andrés Chazarreta de Argentina es un programa nacional de ASPM que se centra en la música tradicional y popular latinoamericana. Se fundó a partir de una crítica y como alternativa al modelo de Abreu.4 Otros programas se han adaptado con el tiempo. Eduardo Torres, director musical del programa brasileño de ASPM NEOJIBA (Núcleos Estaduais de Orquestras Juvenis e Infantis da Bahia), escribió: “El equipo directivo de NEOJIBA leyó su libro en noviembre de 2014, y en diciembre presentamos, capítulo a capítulo, sus conclusiones y comentarios críticos a nuestro equipo pedagógico y a todos los miembros de la orquesta principal, para fomentar el debate. Algunas de las decisiones estratégicas que hemos tomado desde entonces han sido influenciadas por el libro y por estas discusiones internas”.5 Estas decisiones incluyeron la creación de un equipo de apoyo psicosocial; la elaboración de informes anuales sobre el perfil social de los beneficiarios; el aumento de la diversidad de la práctica musical; la posibilidad de que los estudiantes tomen decisiones sobre el repertorio y las actividades; y la creación de un plan de estudios más completo, pero también flexible. Batuta, un programa de ámbito nacional en Colombia, comenzó con estrechos vínculos con El Sistema, pero ha forjado un camino distinto en los últimos años. En la conferencia del SIMM celebrada en Bogotá en julio de 2019, una representante de alto cargo de Batuta presentó un modelo de cuatro partes: práctica musical colectiva, un modelo pedagógico constructivista, creación colectiva y acompañamiento psicosocial.6 De estos elementos, solo el primero deriva de El Sistema (y no es para nada exclusivo de ese programa).
A mediados de 2018, La Red participó en una conferencia internacional de tres días en São Paulo organizada por el programa brasileño Guri y la ONG internacional Jeunesses Musicales. Con el título “Para todos: la juventud y las conexiones musicales”, el evento exploró temas como la autonomía, la identidad, el desarrollo de los jóvenes, la composición colectiva, la improvisación en grupo y la naturaleza cambiante de la profesión musical. De este modo, se abordaron algunos de los puntos débiles de la historia de la ASPM y, al no mencionarse a El Sistema en el programa de la conferencia, se puso de manifiesto la voluntad de descentralizar el modelo venezolano y explorar alternativas en algunos rincones de Sudamérica. Cuando Giraldo regresó de Brasil, habló de su deseo de alinear aún más a La Red con esta corriente progresista. Inspirado por esta imagen de la vida fuera de la caja de la ASPM ortodoxa, se dio cuenta de que La Red podría trabajar en problemas más grandes, en contextos más difíciles, con métodos más innovadores.
La etiqueta “inspirado en El Sistema” (IES), ahora extendida en el Norte global, refleja por tanto una realidad histórica pero también oscurece un escenario contemporáneo más matizado, en el que algunos programas se han distanciado del programa venezolano en la práctica y/o en la ideología. Hubo una clara ruptura en el caso de La Red, pero mis conversaciones privadas con el personal de algunos otros programas latinoamericanos han revelado actitudes hacia El Sistema y su modelo que son más mixtas de lo que comúnmente se supone. Argentina es un ejemplo de país en el que existe una variedad de programas orquestales con diferentes orígenes, objetivos, enfoques e inclinaciones políticas, incluido el Chazarreta, cuyo fundador fue mordaz con el eurocentrismo de Abreu. La realidad es, pues, más compleja que el movimiento reverencial “inspirado en El Sistema” que algunos quieren imaginar.
Pasando a Norteamérica, uno de los primeros programas IES que se crearon en Estados Unidos, Orchkids en Baltimore, ha hecho hincapié en el desarrollo de la composición colaborativa en los últimos años. En 2018-19, Sistema Toronto implementó un plan de estudios de desarrollo social, que parece un intento de priorizar la acción social en la práctica y no sólo en el discurso. Cada mes, los estudiantes exploraron un tema como el trabajo en equipo, la escucha o el respeto, y discutieron su significado y sus aplicaciones.7 La Sister Cities Girlchoir, inspirada en El Sistema, es una “academia coral de empoderamiento femenino” —una inversión fascinante de la “hermandad masculina de los Caballeros Templarios de la música clásica” venezolana (Kozak Rovero 2018), con su techo de cristal para las mujeres y sus problemáticas relaciones de género. El Simposio Nacional de YOLA (Youth Orchestra Los Ángeles) a mediados de 2019 se centró en temas como el poder, la voz y la creatividad, acercándose así mucho más a los estudios críticos sobre la ASPM. Puede que este tipo de investigación todavía se vea con recelo en algunos círculos norteamericanos del Sistema, pero la brecha de ideas se ha reducido considerablemente; lo que había sido controvertido o incluso innombrable unos años antes, ahora estaba en el centro de la discusión. La edición de 2020 del evento YOLA dio la impresión de un programa que se alejaba cada año más de El Sistema y se acercaba más a la educación musical progresista.
El trabajo de Brad Barrett en el Conservatory Lab Charter School (CLCS) hace una importante contribución al tema de la ciudadanía artística, y si la escuela se inspiró inicialmente en El Sistema, su trabajo más reciente está lejos de la práctica venezolana. Según Barrett (2018, 10):
Los artistas residentes en el CLCS han desarrollado una comunidad de aprendizaje que equilibra el desarrollo técnico con la práctica creativa, fomenta los procesos de reflexión y da importancia a los ensambles dirigidos democráticamente, con la intención general de desarrollar la ciudadanía artística. […] En el CLCS, hay un claro cambio, pasando de simplemente apoyar a los estudiantes para que ejecuten la música escrita que se les ha proporcionado, a guiar a los estudiantes que crean música, texto y arte con el propósito de examinar y expresar sus realidades sociales.
En un estudio de los programas ASPM en Canadá y Argentina, Brook y Frega (2020) sostienen que el campo se ha alejado tanto de su progenitor que debería dejar de usar El Sistema como punto de referencia.
Más allá de las etiquetas, se está produciendo un descentramiento del modelo venezolano, aunque en diferentes grados en diferentes lugares. Una corriente de la ASPM ha visto una explosión inicial de entusiasmo por El Sistema, seguida de un despertar de ciertas debilidades y un proceso sotto voce de distanciamiento. La Red comenzó siendo prácticamente un anexo de El Sistema, pero hoy en día no hay conexiones y el programa venezolano no se menciona en ningún material de cara al público. La ISME (Sociedad Internacional para la Educación Musical) adoptó una postura de apoyo cuando creó un Grupo de Interés Especial de El Sistema en 2012, pero cambió el nombre y eliminó la referencia a El Sistema en 2020, ya que el grupo se había vuelto más amplio y más crítico. Estos ejemplos pueden apuntar a un futuro en el que es más lo que separa a los programas de ASPM de El Sistema que aquello que los vincula, y el programa venezolano es gradualmente dejado de lado dentro del campo (excepto por fines publicitarios).
Así pues, el impulso del cambio se está produciendo, tanto en el ámbito de la práctica como en el de la investigación. Se abren nuevos caminos, pero aún queda mucho por hacer. La Red es un ejemplo perfecto de ambas cosas. Fue una fuerza para el bien en una ciudad complicada, proporcionando acceso a la educación musical a muchos que de otro modo se la habrían perdido y también un espacio de socialización que tuvo aspectos positivos. Sobre todo, en su primera fase, proporcionó a los jóvenes espacios seguros los cuales hacían mucha falta. Sí hubo algo milagroso en la aparición de este programa en la oscura década de los 90. Sin embargo, a medida que los tiempos cambiaban, crecía la necesidad de concebir la educación musical como algo más que un escape de los problemas de la calle. Una sucesión de líderes de La Red consideró que el programa debía ir más allá, que sus procesos sociales estaban incompletos, que los estudiantes merecían más agenciamiento y voz. Otros programas sociales —incluidos los basados en el arte—, surgieron alrededor de La Red y aplicaron programas más progresistas, tratando a los estudiantes como protagonistas, creadores y ciudadanos. Una perspectiva comparativa no halagaba a La Red. En 2017–2018, La Red estaba inmersa en un ambicioso proceso de transformación, pero seguía siendo el más conservador de los programas municipales de educación artística de Medellín, el único que había resistido la revolución varios años atrás. La Red había logrado mucho en sus primeros veinte años, pero, al igual que la ciudad de Medellín, el milagro solo se había completado a medias.
Sin embargo, existe una curiosa paradoja. Mi investigación sugería que la percepción pública de La Red era excesivamente optimista —que no era precisamente la historia de éxito que se imaginaba. Sin embargo, cuando se trataba de las perspectivas internas, tenía la sensación contraria: que a veces eran demasiado pesimistas. El trastorno que acompañó al cambio hizo que el vaso pareciera medio vacío para muchos empleados y estudiantes, e incluso roto para algunos. Pero como investigador que había pasado la década anterior examinando un programa defectuoso definido por la inmovilidad, vi los cambios —aunque fueran vacilantes y discutidos—, como una señal de que el vaso estaba medio lleno. Volviendo a la noción de dolores de crecimiento, muchos empleados sintieron los dolores con mayor claridad, mientras que lo que me llamó la atención fue el crecimiento. Recordemos a Bartleet y Higgins (2018, 8) sobre la música comunitaria: el malestar y las tensiones “son muy posiblemente un signo de salud y crecimiento”.
El camino no ha sido sencillo y los avances han sido a veces accidentados, pero La Red ha dado pasos importantes. Ha reconocido la necesidad de cambio, ha identificado problemas importantes y ha hecho un verdadero esfuerzo por abordarlos. Sus dirigentes merecen un reconocimiento por intentar modificar un programa de gran envergadura, de larga duración y de gran prestigio, especialmente teniendo en cuenta el contexto hemisférico más amplio, en el que la inmovilidad ha sido generalmente la norma. Las consultoras externas contratadas por el BID en 1997 instaron a realizar reformas importantes en El Sistema, pero Abreu las ignoró, enterró los informes y continuó con su misión personal y su propia fórmula de lo mismo, pero más grande (Baker y Frega 2018). En cambio, me encontré con La Red —también después de unos veinte años—, intentando (una vez más) cambiar el rumbo, tomando en serio la necesidad de la reforma. Sirve como ejemplo de que la autocrítica y el cambio son posibles en estos programas, aunque no sean fáciles.
Si El Sistema es una supuesta historia de éxito que resultó estar plagada de fracasos, los cambios de dirección de La Red se consideraron a menudo internamente como fracasos parciales; sin embargo, algunos elementos tuvieron éxito y, desde una perspectiva educativa, constituyeron un valioso experimento. Como señalan Bell y Raffe (1991), un fracaso operativo puede seguir siendo un éxito científico si contribuye al conocimiento y señala caminos más productivos. El cambio de énfasis, de transformar vidas a transformar la ciudad, constituyó una evolución positiva del pensamiento deficitario a la ciudadanía artística, y el hecho de que en las reuniones se hablara mucho más de transformar La Red que de transformar a sus estudiantes subrayó el reconocimiento de que era necesario un cambio de paradigma.
En este sentido, puede que el resto del mundo tenga más que aprender de Medellín que de Venezuela. Con su gran tamaño, su político-líder y su apoyo petroestatal, El Sistema en su apogeo fue simultáneamente la piedra angular de la ASPM y completamente inimitable —una manifestación cultural del muy peculiar “estado mágico” de Venezuela (Coronil 1997). La combinación de superficie progresista y base neoliberal de Medellín está más cerca de muchos de los contextos en los que la ASPM ha echado raíces en el Norte global, y las posibilidades y limitaciones de la ASPM emergen con mayor claridad en este contexto menos barroco. Esto no quiere decir que las experiencias de La Red sean igualmente relevantes en todas partes, pero proporcionan un ejemplo concreto de la adaptación de El Sistema, una palabra que ha sido central en el campo IES desde 2007. Los éxitos, luchas y fracasos del programa en la adaptación de la ASPM pueden ser instructivos para muchos.
Una Necesidad de Nuevos Modelos
El discurso de la ASPM se creó para defender la cultura orquestal de Venezuela y la educación musical clásica; era, en esencia, una estrategia de financiación y marketing.8 Este enfoque se ha reproducido ampliamente con la difusión internacional de El Sistema desde 2007, que ha visto la ASPM siendo adoptada por muchas organizaciones sinfónicas. No es una coincidencia que Los Ángeles haya surgido como el centro de la ASPM en Estados Unidos bajo el reinado de la ultra-estratega orquestal Deborah Borda en la Filarmónica de Los Ángeles (véase Fink 2016). Si la prioridad de estas instituciones es que la ASPM contribuya a su imagen y sostenibilidad —justificando y promocionando su trabajo ante financiadores, donantes, medios de comunicación y el público, y buscando nuevas audiencias—, entonces las percepciones pueden ser primordiales. Como señala Rimmer (2020, 3) en su estudio sobre el programa inglés IES In Harmony, una política puede ser ineficaz como programa, pero funcionar bien en términos de óptica y beneficios políticos; las políticas tienen, por tanto, dimensiones simbólicas y “las cuestiones de ‘éxito’/’fracaso’ están ligadas tanto a las formas en que se presentan y perciben como a su eficacia para lograr objetivos específicos”. Sus datos sugieren que los logros sociales de In Harmony han sido modestos, pero el programa ha atraído una enorme atención gubernamental, institucional y mediática porque “parece haber proporcionado una plataforma retórica desde la cual se puede rejuvenecer la imagen de la música clásica en un momento de disminución de su relevancia cultural, su público y su financiación” (5). En estos términos, ha sido un gran éxito. Como soporte a la música clásica, la ASPM es una fórmula ganadora y no necesita ningún cambio.
Sin embargo, desde el punto de vista del desarrollo social, su eficacia es mucho más cuestionable y plantea innumerables interrogantes culturales, políticos, filosóficos y éticos. En la década de 1990, Abreu mezcló la formación orquestal con el discurso del desarrollo social y enturbió deliberadamente la cuestión de cuál era su verdadero objetivo. Esta confusión ha continuado a medida que los programas IES han florecido en todo el mundo. Pero los que se toman en serio la ASPM tienen que volver a aclarar esta cuestión y preguntarse: ¿cuál es el objetivo final? ¿Es el cambio social o el desarrollo musical? ¿Los estudiantes de música son el fin, o son el medio para alcanzar fines como la diversificación, la comercialización y la financiación de las organizaciones musicales? ¿Se trata en el fondo de abrir nuevos mercados para la música orquestal y renovar la marca, o es el objetivo social el que prima y, por tanto, el formato y el género se pueden negociar? ¿Es la inclusión orquestal una respuesta a la demanda de las comunidades o está impulsada por la oferta del sector de la música clásica?9
La respuesta a estas preguntas no puede ser “ambas cosas”, porque la comercialización de la música clásica y la búsqueda del desarrollo social exigen enfoques diferentes. Si el cambio social es el objetivo primordial en la realidad y no solo un discurso estratégico, entonces se requieren nuevos modelos. Como dijo cáusticamente Govias (2020), no tiene mucho sentido esperar que “las pedagogías o los modelos anticuados, depreciados o conservadores […] produzcan algún día resultados diferentes a los de los últimos 300 años de su aplicación”. En otras palabras, tal y como han entendido las sucesivas direcciones de La Red, hay que pasar de cambiar el mundo a cambiar la propia ASPM.
Sencillamente, hay pocas posibilidades de lo primero sin emprender lo segundo. Al igual que los estudios sobre el desarrollo han centrado la atención en las organizaciones de desarrollo, la ASPM debe replantearse a sí misma antes de replantear la sociedad. En su crítica al compromiso del sector orquestal canadiense con los artistas indígenas y de color, Peerbaye y Attariwala (2019, 24) sostienen que la inclusión no es suficiente; más bien, se requiere un cambio fundamental por parte de las instituciones sinfónicas, “para desestabilizar sus propios sistemas y estructuras: no solo organizacionalmente, sino artística y creativamente”. Este no es un llamado que la ASPM —que recluta estudiantes de grupos minoritarios a la cultura orquestal en todo el mundo—, pueda permitirse ignorar.
En las páginas anteriores hemos visto muchas pruebas de los cambios pasados y presentes. ¿Cuáles podrían ser los temas clave a los que prestar atención en el futuro? ¿Por dónde podría empezar a imaginarse nuevos modelos?
Lo Social en la ASPM
El lugar más obvio para empezar es reconsiderar los elementos clave de la ecuación de la ASPM —lo social y lo musical—, y la relación entre ellos. La palabra “social” es fundamental en el campo de la ASPM, espolvoreada sobre sus actividades como polvo mágico, pero ¿qué significa? En Medellín era un término discutido. El fundador de La Red, Ocampo, lo veía como sinónimo de “humano” y criticaba la tendencia a utilizarlo como si significara “para los pobres”. En 2018 hubo un movimiento para entenderlo en términos más políticos, espaciales y relacionales, cuyo objetivo era conceptualizar la sociedad como “los de ahí fuera” y no solo como un “nosotros aquí adentro”, y concentrarse en cómo los estudiantes se relacionaban con los primeros (la comunidad, el territorio, la ciudad, incluyendo a los que no tienen contacto directo con el programa), así como con los segundos (los estudiantes de música, las familias o el público). En general en la ASPM, lo social suele ser interpretado por los estudiantes como socialización, por sus líderes como mejora moral y de comportamiento, y por sus defensores como impulso cognitivo y académico o como herramienta contra la pobreza y la violencia. Para Montoya Restrepo, detrás de la narrativa del milagro, lo “social” en el urbanismo social era una mezcla de marketing, control y obligaciones básicas del estado —una conclusión que es muy importante para un análisis de la ASPM, que nos lleva a pensar más allá de las narrativas emotivas (aunque problemáticas) sobre la salvación de los pobres y a considerar la etiqueta “social” en términos de poder, política, economía e imagen.
El principal efecto práctico de la palabra “social” ha sido abrir la puerta a la financiación, al prestigio y a la cobertura mediática. A finales del siglo XX se produjo un movimiento hacia una visión utilitaria de la cultura en todo el mundo; cada vez más, la principal forma de convencer a los líderes gubernamentales y empresariales de que apoyaran la actividad cultural era argumentar su impacto social y económico (Yúdice 2003). Por ejemplo, la retórica de la inclusión social entró en el mundo de las artes en el Reino Unido durante la década de 1990, como respuesta a la disminución de la financiación pública de la década anterior y al cuestionamiento del derecho automático de la cultura de élite a recibir subvenciones (Belfiore 2002). El discurso social ha sido fundamental en la transformación retórica de la música clásica, sobre todo en los ámbitos de la educación y el compromiso con la comunidad; ha desplazado cada vez más los argumentos culturales para justificar la formación de muchos jóvenes en una música que es un interés minoritario. “Social” es una palabra que, en la práctica, está estrechamente ligada a la estrategia y los recursos. Si algunos de mis interlocutores consideraban que esta palabra estaba cargada de significado humano, otros la veían como un término vacío que se adjuntaba cada vez más a muchas actividades culturales en una apuesta por los fondos públicos.
También es importante tener en cuenta las palabras a las que se vincula el término “social” —como acción, inclusión, movilidad, cambio, justicia e impacto—, y cómo cada una de ellas significa una ideología diferente y a veces contradictoria.10 A menudo se producen desviaciones y confusiones, especialmente cuando las prácticas y los términos cruzan las fronteras internacionales. En América del Norte, El Sistema atrae etiquetas como “justicia social” y “cambio social” que rara vez, o nunca, se aplican al programa en Venezuela y que, de hecho, están en discordancia con el conservadurismo político de Abreu.11 En el Capítulo 4, planteé preguntas sobre el encuadre de la ASPM ortodoxa en términos de cambio social, dada su propensión a la reproducción social. Del mismo modo, el término “justicia social” no debería estar conectado a un programa fundado en la ideología de que los problemas sociales son el resultado de los déficits individuales, ya que el trabajo social con fines de justicia social rechaza explícitamente esta postura (por ejemplo, Baines 2017; Nixon 2019). Tampoco debería estar unido a un programa cuyas injusticias sociales han sido documentadas repetidamente durante dos décadas y que ha reducido a los estudiantes de música a desempeñar un papel de propaganda para un gobierno autoritario acusado de graves violaciones de los derechos humanos. Como señala Spruce (2017, 723), en parte en relación con la ASPM, “aunque existe un fuerte compromiso con los ideales de justicia social dentro de la comunidad de la educación musical, estos ideales a menudo no están respaldados por los principios conceptuales y teóricos que podrían permitir argumentarlos y actuar en consecuencia”. Es más, “la ausencia de fundamentos conceptuales y teóricos deja a la justicia social como término vulnerable a ser apropiado para promover y/o sostener enfoques y discursos de la educación musical que van en contra de estos ideales”.
Lo “social” abarca así una vertiginosa variedad de significados y aspiraciones. Aportar claridad y rigor a esta proliferación y (a veces) confusión conceptual es un paso importante para afinar la comprensión del campo, fortalecer su base teórica y lograr una mayor alineación entre ideales, discursos y acciones.
Como los dirigentes de La Red han sostenido sistemáticamente desde 2005, si una institución de este tipo quiere presentarse como un programa social —afirmar que los resultados sociales son su propósito fundamental y no un subproducto accidental—, entonces tiene que tomarse lo social más en serio. Este paso tiene ángulos tanto conceptuales como prácticos: analizar el término “social” más a profundidad y especificar el objetivo, pero también diseñar actividades en torno a ese objetivo en lugar de metas musicales. La palabra que el equipo social de La Red utilizaba con frecuencia era intencionar. Esta palabra encapsulaba el sentido de adoptar un enfoque activo en lugar de pasivo de la acción social: crear y dirigir las actividades hacia objetivos específicos en lugar de permitir que los procesos se produzcan espontáneamente (o no). El equipo era consciente de que los efectos sociales positivos surgían a veces como consecuencia natural de la creación musical, pero instaba a La Red a modificar sus actividades para que se centraran en producir esos resultados de forma más constante.
La forma que podría adoptar esta dirección o modificación merece una mayor consideración. En La Red se produjo una contienda entre dos visiones de la ASPM (como se ha comentado en el Capítulo 2). La visión dominante (aunque no universal) entre el personal musical era que la acción social era una característica inherente a la educación musical. Sin embargo, la dirección y, en particular, el equipo social descubrieron procesos sociales negativos en La Red, así como también positivos, por lo que argumentaron que eran necesarias actividades sociales explícitas y compensatorias. También algunos músicos reconocieron que la educación musical a veces fomentaba rasgos sociales y personales indeseables y que su formación no les preparaba adecuadamente para lograr el objetivo social de La Red; en consecuencia, consideraban que la acción social era principalmente una tarea para profesionales no musicales. En términos muy simplistas, la primera década de La Red estuvo dominada por la visión implícita, la segunda por la explícita.
Ambas visiones tienen sus méritos. La acción social implícita es un fenómeno real, y había músicos dentro de La Red que reforzaban el argumento implícito: que ponían el lado humano en primer lugar, cuya práctica coincidía con su discurso, cuyos estudiantes parecían positivos y empoderados, y que llevaban a cabo la ASPM con éxito con una mezcla de habilidades musicales y personalidad radiante. El problema para un programa grande es que resulta difícil encontrar cientos de profesores con estas características. Los seres humanos son imperfectos, por lo que la ASPM basada en la filosofía implícita muestra toda la gama de defectos humanos. La evidencia de Medellín y Venezuela sugiere que la formación orquestal o de banda convencional no constituye necesariamente una educación social completa o totalmente positiva, que un enfoque implícito de lo social puede transmitir aspectos problemáticos de las culturas sociales y musicales, y que la educación musical podría tener efectos sociales positivos más significativos si se adaptara y reforzara. Un programa público de gran envergadura no puede funcionar de forma equitativa y eficaz solo con carisma; también son necesarios herramientas y métodos explícitos de acción social.12
Sin embargo, si la primera década de La Red puso de manifiesto los defectos del enfoque implícito, la segunda reveló los del explícito, en parte porque este último sufrió resistencia por parte del personal musical. Los intentos de añadir un elemento social en torno a la creación musical se encontraron con problemas debido a la falta de tiempo y a la presión sobre las actividades musicales que produjo. Lo social llegó a considerarse una distracción o una pérdida del valioso tiempo de ensayo. Como se señaló en el Capítulo 2, un director de escuela describió la labor del equipo social: “1. Como bálsamo, ataja las injusticias, las exigencias duras [… y…] lo rígido de los procesos musicales. 2. Intervenciones que no tienen sentido” (“Informe” 2017a, 148). El enfoque implícito provocó problemas (injusticias, exigencias duras, rigidez), pero el enfoque explícito calmó esos problemas solo para crear otros (intervenciones percibidas por los músicos como sin sentido). Añadir el lado social a lo musical —por ejemplo, conversaciones sociales en los espacios alrededor de la educación musical convencional—, condujo a resultados mixtos.
La solución es una combinación: implícita y explícita, con la acción social fluyendo a través de la música, así como alrededor de ella, en forma de actividades educativas musicales moldeadas por los objetivos sociales. Para que la ASPM funcione bien de forma implícita, las actividades musicales deben ser congruentes con los objetivos sociales. No tiene sentido que un programa afirme que está luchando por la paz, la convivencia o la solidaridad y que, sin embargo, se estructure de manera que produzca una competencia entre individuos, instrumentos y ensambles. No tiene sentido que un programa afirme que está fomentando el trabajo en equipo, pero que niegue a los estudiantes la oportunidad de negociar, colaborar, resolver problemas y tomar decisiones colectivas. Las investigaciones llevadas a cabo en Medellín, Venezuela y Buenos Aires han demostrado que, en general, los estudiantes veían la ASPM como un espacio de diversión y socialización más que como una oportunidad para desarrollar habilidades sociales (véase el Capítulo 4). El equipo social de La Red perseguía este último objetivo, pero todavía faltaban formas de aprender la música diseñadas para fomentar las habilidades sociales y explotar las características distintivas de este arte. La implicación es que, a pesar de toda la preocupación de La Red por su objetivo social a partir de 2005, lo que realmente necesitaba el programa era una revolución musical, no solo social.
La Red dio pasos hacia esa revolución durante mi trabajo de campo. El equipo social sostenía que “el modelo pedagógico debe plantear cuáles valores específicos se deben fomentar en los estudiantes y cómo se deben intencionar en cada acción y espacio formativo” (“Informe” 2017a, 188). Sin embargo, el cambio al ABP fue el mayor paso en esta dirección. Los mejores proyectos combinaban enfoques implícitos y explícitos, actividades musicales y no musicales. En el fondo eran proyectos musicales, pero a menudo empezaban identificando un tema o problema social, y su construcción colectiva era una forma de aprendizaje social. El ejemplo de San Javier del Capítulo 1 ilustra este avance.
Esta cuestión encuentra eco en la investigación sobre educación musical. En su estudio de un programa IES, Ilari, Fesjian y Habibi (2018, 8–9) señalaron que “los efectos de la educación musical en las habilidades sociales de los niños se han encontrado principalmente en programas que seguían planes de estudios especializados”, y
para que los programas de educación musical sean eficaces en el desarrollo de las habilidades sociales, quizás sea necesario diseñar planes de estudio que no solo rompan las jerarquías tradicionales que se encuentran en las experiencias musicales colectivas, sino que también ofrezcan a los niños amplias oportunidades para ejercitar habilidades sociales como la empatía, la teoría de la mente y la prosocialidad de forma más directa.
En otras palabras, sugieren que para que los programas de ASPM sean socialmente eficaces, deberían desarrollar planes de estudio centrados en lo social (como los de Sistema Toronto), en lugar de basarse en una lectura social de la interpretación musical convencional (como El Sistema). Laurence (2008) y Rabinowitch (2012) ofrecen dos ejemplos de educación musical diseñada específicamente para la promoción de la empatía, que se parece poco a la formación musical convencional.
Otros investigadores apuntan a la pedagogía como punto central de la reforma. El análisis de Cobo Dorado (2015) sobre la pedagogía de grupo muestra cómo formas más innovadoras de aprender música de manera colectiva pueden fomentar resultados sociales más positivos. La visión de Hess (2019) sobre la educación musical y el cambio social resuelve la tensión implícita/explícita: sus pedagogías sobre la comunidad, la expresión y la percepción tienen dimensiones explícitas, pero también funcionan a través de la creación musical, no solo alrededor de ella. Pero tanto si el enfoque es curricular como pedagógico, o incluso si es ambas cosas, estos estudios señalan la importancia de mirar más allá de la concepción ortodoxa de la ASPM —como educación musical convencional con un grupo social (teóricamente) ampliado—, hacia la creación de un método de ASPM distintivo, que haga visible el objetivo social en las propias actividades musicales.
En el ámbito más amplio de la educación musical, por lo tanto, hay una creciente conciencia crítica de la relación entre lo social y lo musical, y una comprensión cada vez mayor de que algunos tipos de actividades musicales pueden ser más prometedores desde una perspectiva social que otros. Los grandes ensambles dirigidos son una forma eficiente y atractiva de organizar a un gran número de jóvenes músicos, pero en realidad pueden ser la herramienta menos eficaz para fomentar las habilidades sociales de los estudiantes a través de la educación musical. Govias (2015a), siendo director de orquesta, ha llamado a la orquesta convencional “el modo más antisocial de expresión cultural”.
La ASPM ortodoxa se basa en una idealización de los grandes ensambles y en la suposición de que tocar música junto a muchos otros genera una dinámica interpersonal positiva. Los defectos de este supuesto quedan al descubierto en los estudios de El Sistema y en los documentos internos de La Red. Muchos de los elementos que lo componen, como la supuesta generación de trabajo en equipo, resultan ser cuestionables. Las orquestas pueden crear varios tipos de identidad comunitaria, pero esto no es lo mismo que el trabajo en equipo; de hecho, pueden fomentar grupos y divisiones, tensiones y rivalidades. La competencia recorrió El Sistema y La Red durante su apogeo, al igual que en el mundo de la música clásica. Es importante examinar las actividades musicales colectivas de forma más precisa y realista. Si “colectivo” significa que todos hacen lo mismo al mismo tiempo con una comunicación mínima entre ellos, dirigidos por una única figura de autoridad, es probable que los beneficios sociales sean mínimos; los inconvenientes políticos son aún más evidentes, ya que se trata de un modelo de autocracia. Con tanta investigación disponible ahora sobre la ASPM en particular y las orquestas y la educación musical en general, no hay excusa para evitar examinar seria y críticamente la versión de la ASPM popularizada por estos programas.
El problema crucial es la calidad de la interacción entre los participantes. Tanto la investigación como la experiencia sugieren que las agrupaciones más pequeñas y las actividades distintas de la interpretación (como la composición, la improvisación o los arreglos) pueden ser más productivas en este sentido.13 El impulso de Franco a favor de una mayor informalidad y de ensambles más pequeños en La Red estaba motivado principalmente por consideraciones musicales, pero también hay investigaciones que apoyan este cambio desde perspectivas sociales, políticas, psicológicas y cognitivas.
Hess (2021, 63), por ejemplo, sugiere que, si las relaciones sociales son la prioridad, “podríamos considerar los tipos de música que facilitan el compromiso relacional”, lo que apunta a formatos como la música de cámara o los círculos de tambores en lugar de grandes ensambles dirigidos en los que los músicos se concentran principalmente en su música escrita y en el director. En el CLCS de Boston, la mayoría de los ensambles funcionan como grupos de música de cámara. Como señala Barrett (2018, 26), “muchos ensambles están construidos para promover una práctica más democrática que la instrucción orquestal tradicional. Los artistas residentes buscan socavar las tendencias autoritarias de la construcción orquestal para dar a los estudiantes más voz y control en su experiencia musical”.
Shieh y Allsup (2016) proponen un enfoque que es sugerente para las escuelas de La Red y la ASPM en general: replantear el gran ensamble como un colectivo. Se trata de un paradigma flexible e híbrido en el que “existen múltiples proyectos de forma simultánea y están conectados en una comunidad de apoyo” (33). Los colectivos pueden unirse como grandes ensambles, pero también como pequeños grupos, trabajo individual, música online y offline, composición, realización de podcasts o programas de radio, o cualquier otra actividad relacionada con la música. Un colectivo no es grande o pequeño, sino ambos; con agrupaciones y actividades que cambian según las circunstancias, es un modelo prometedor para tiempos inciertos. Shieh y Allsup también insinúan que la división frecuente en ensambles más pequeños probablemente aumente la autonomía e independencia de los estudiantes.
Crooke y McFerran (2014) sostienen que los grupos de cuatro a diez estudiantes son los mejores para los programas centrados en el bienestar psicosocial, una afirmación respaldada por Bolger (2015). Después de que Ilari, Fesjian y Habibi (2018) descubrieran que tres años de formación musical en un programa inspirado en El Sistema no producía ningún efecto significativo en la prosocialidad, confirmando los resultados del estudio del BID sobre el programa venezolano, concluyeron que “probablemente es más difícil desarrollar y participar en la lectura de la mente y los comportamientos prosociales en ensambles grandes que en ensambles más pequeños” (8). Cobo Dorado (2015) sostiene que una dinámica de aprendizaje horizontal (que es más fácil en grupos pequeños) produce mayores beneficios cognitivos que una más vertical (característica de los ensambles grandes). Heinemeyer (2018) argumenta: “Para prosperar emocionalmente, los jóvenes necesitan su propio tiempo y espacio, que no esté explícitamente dirigido a resultados particulares”. La buena salud mental se asocia con “la actividad exploratoria, informal y dirigida por el alumno”. Estas no son características obvias de los grandes ensambles convencionales. Si la prioridad es el bienestar psicosocial de los estudiantes, la ASPM bien podría mirar más allá de la formación orquestal o de banda y hacia campos como la musicoterapia y la música comunitaria (Crooke et al. 2016).
En cuanto a las actividades, una reciente colección de ensayos defiende firmemente la improvisación como una herramienta especialmente prometedora para la inclusión social.14 También tiene plenamente en cuenta la complejidad y los riesgos del concepto de inclusión social —algo que ha sido poco frecuente en la ASPM. Otro estudio reciente encontró pruebas que sugieren que el aprendizaje de la improvisación puede tener un mayor efecto en la función cognitiva que la instrucción musical no improvisada (Norgaard, Stambaugh y McCranie 2019). Este complementa el estudio experimental de Koutsoupidou y Hargreaves (2009), que demostró que el aprendizaje de la improvisación promueve el desarrollo del pensamiento creativo en mayor medida que la enseñanza didáctica y, por lo tanto, puede ser particularmente prometedor para el desarrollo cognitivo y emocional de los niños.
Un replanteamiento fundamental del modelo de la ASPM también tiene sentido si tenemos en cuenta la historia del sector. El Sistema se centró en la orquesta porque Abreu era director de orquesta y quería dirigir su propio ensamble y formar a jóvenes músicos para esta profesión. El modelo de la ASPM está, entonces, impulsado por las ambiciones, las preferencias personales y la ideología de Abreu, y no por ventajas demostrables con respecto a los resultados sociales. Sus objetivos iniciales eran explícitamente musicales. Lo social solo entró en escena dos décadas después, como medio de justificar y ampliar lo que El Sistema ya hacía. Casi cincuenta años después de los inicios de El Sistema, y con una gran cantidad de investigaciones en las que basarse, no tiene mucho sentido seguir la ruta de Abreu como si hubiera sido diseñada con la acción social en mente.15
Un programa de ASPM que pusiera la acción social en primer lugar partiría lógicamente de un análisis de los problemas sociales locales y de ahí a las posibles soluciones musicales. La ASPM empezó al revés: Abreu creó un programa de formación orquestal y, dos décadas después, presentó declaraciones (especulativas) sobre cómo era también una solución ideal para ciertos problemas sociales. La disciplina era su consigna, pero nunca quedó claro qué problema social debía resolver la disciplina. Ningún científico social serio consideraría la pobreza, la violencia o el crimen societales como una consecuencia de una falta de disciplina. Como sostenía Freire (1974; 2005), la transformación comienza con el cuestionamiento crítico de las normas. Enseñar a los jóvenes a ser más ordenados y disciplinados solo conducirá a que el orden existente funcione de forma más eficiente y agradable. La proliferación mundial de programas IES ha estado generalmente dirigida por la solución percibida (admiración por el modelo venezolano) en lugar de un mapeo y análisis de los contextos sociales, problemas y opiniones locales (véase, por ejemplo, Allan et al. 2010). Este enfoque sería un anatema en el campo del desarrollo hoy en día, y sin embargo sigue siendo bastante común en la música.
Uno de los aforismos favoritos de Abreu, muy citado por sus admiradores, era “la cultura para los pobres no puede ser una cultura pobre”. Se utilizaba para justificar la centralidad de la música clásica en la ASPM y también el enorme gasto de fondos sociales en la sede de El Sistema y en instrumentos de alta gama para sus ensambles itinerantes. Una línea más productiva para la década de 2020 sería “la educación para los pobres no puede ser una educación pobre”. En lugar de perpetuar prácticas muy cuestionadas, la ASPM debería esforzarse por ofrecer una educación musical centrada en lo social y fundamentada en la investigación.16
¿Recolonizar o Descolonizar el Oído?
Un acontecimiento importante que se relaciona tanto con el aspecto social de la ASPM como con el musical es el crecimiento del pensamiento decolonial en la educación musical latinoamericana en los últimos años. La colonialidad y la decolonialidad son conceptos importantes desarrollados en Sudamérica que se han utilizado para reflexionar de forma crítica sobre el trasplante del conocimiento europeo al continente, por lo que son eminentemente adecuados para examinar un campo centrado en América Latina y fundado en la música clásica europea. De hecho, yo iría más allá y sugeriría que esta es una conversación que la ASPM necesita tener. La decolonialidad es una perspectiva y, por tanto, es perfectamente legítimo proponer contraargumentos; pero ignorar o descartar sumariamente los interrogantes que plantea sobre el modelo ortodoxo de la ASPM es menos justificable.
La decolonialidad nunca se articuló plenamente como un enfoque en La Red, pero influyó en el pensamiento de los líderes del programa y de otras figuras clave durante mi trabajo de campo. Una expresión más completa dentro de la ASPM puede encontrarse en el programa Chazarreta de Argentina. Fuera de este ámbito, el interés por los enfoques decoloniales de la educación musical ha florecido en los últimos años y es evidente tanto en la práctica como en la investigación. Guillermo Rosabal-Coto ha sido una figura importante, creando el Observatorio del Musicar en la Universidad de Costa Rica, La Red de Pedagogías Críticas y Decoloniales en la Música y las Artes, y editando números especiales de revistas en español e inglés.17 El pensamiento decolonial también se ha establecido en la educación musical norteamericana, ejemplificado por la organización Decolonizing the Music Room, y ha subido en la agenda a raíz del resurgimiento del movimiento Black Lives Matter en 2020.18
Shifres y Gonnet (2015) rastrean la influencia de dos modelos europeos en la educación musical en América Latina, la misión y el conservatorio, e imaginan alternativas que están más alineadas con la cultura y los valores indígenas. El Sistema se ha presentado ampliamente como un paso adelante con respecto al modelo del conservatorio, pero visto a través del lente de este artículo, parece más bien un paso atrás hacia el modelo de misión (véase también Baker 2014). Si Denning (2015) resume la conexión entre las nuevas músicas populares vernáculas y el movimiento decolonial de principios y mediados del siglo XX como “descolonización del oído”, los esfuerzos de Abreu —un miembro de la élite blanca de Venezuela—, por masificar la educación musical clásica podrían percibirse como una recolonización posterior. El trabajo de los estudiosos de la educación musical decolonial nos anima a imaginar y explorar cómo podría ser un auténtico paso hacia adelante: una segunda descolonización del oído, plenamente consciente de la historia y la riqueza cultural del continente.
Aunque los enfoques decoloniales pueden ser muy críticos con la música clásica, hay razones para centrarse en descentrar y refigurar la producción de conocimiento eurocéntrico en los programas de ASPM en contextos poscoloniales, en lugar de abandonar la educación musical clásica. Como sostienen Mignolo y Walsh (2018, 3), una perspectiva decolonial “no significa un rechazo o negación del pensamiento occidental”; más bien, su blanco es la “aceptación ciega” y la “rendición a las ficciones del Atlántico Norte”. Mignolo no predica la evasión de la cultura europea, que ha estudiado en profundidad:
La elección no es si leer obras de autores europeos, eurocéntricos o críticos con el eurocentrismo, sino cómo leerlas. La pregunta es de dónde se parte. Cuando leo obras de autores europeos de todo tipo, no parto de ellas. Llego hasta ellos. Parto de los pensadores y de los acontecimientos que fueron perturbados por las invasiones europeas. (229)
La clasicista Edith Hall (2019) argumenta: “La educación clásica no tiene por qué ser intrínsecamente elitista o reaccionaria; ha sido el currículo del imperio, pero puede ser el currículo de la liberación. El ‘legado’ de Grecia y Roma ha sido decisivo para las causas progresistas e ilustradas”. Estas fuentes son un punto de partida útil para cambiar la conversación sobre la educación musical más allá de lo que a veces puede convertirse en debates bastante simplistas, estériles o polarizados sobre el género, más allá de una dicotomía de devoción y desprecio, y hacia la cuestión de replantear la música clásica y su pedagogía.
La posición de Mignolo es sugerente cuando se trata de reimaginar la música clásica en la ASPM y en la educación musical latinoamericana en general. ¿Qué pasaría si la pregunta no fuera si tocar música clásica europea, sino cómo tocarla (y escucharla, arreglarla, discutirla, etc.)? ¿Y si los jóvenes músicos no partieran de la música clásica, sino que llegaran a ella —si se acercaran a esta música después de haber adquirido una base en los géneros y estilos de interpretación locales y nacionales?
Cobo Dorado (2015), Henley (2018) y Arenas (2020) sostienen que es la pedagogía, más que el repertorio o los instrumentos, la clave del impacto social. Del mismo modo, un informe del Banco Mundial subrayó cómo las prácticas de los profesores (más que los contenidos) determinan si tienen un efecto positivo o negativo en el desarrollo socioemocional de los estudiantes (Villaseñor 2017). Las implicaciones de estas posturas para la ASPM son profundas. Si la pedagogía es el problema, entonces ni el cambio ni la mezcla de géneros es la solución en sí misma.
Nora, del equipo social de La Red, hizo una observación similar, como se mencionó en el Capítulo 3. El problema para ella no era que La Red se centrara en la música clásica; era que proporcionaba una formación clásica estrecha y técnica y contribuía a la saturación profesional en la ciudad, en lugar de utilizar la música clásica como medio para proporcionar una educación humanista completa a los jóvenes y como herramienta para reflexionar sobre su entorno y su papel en él. Su dicotomía no era clásica versus popular; era educación clásica integral versus entrenamiento clásico estrecho.
Una de sus colegas habló de la importancia de pasar al ABP. El aprendizaje basado en proyectos ayuda a los estudiantes a razonar, trabajar en equipo y resolver problemas, dijo —todas habilidades importantes para la vida social. Pero los proyectos no giraban en torno a un género específico. En su opinión, el factor crucial era el método de la ASPM, no el género.
Puede haber lecciones que aprender de otros contextos. Los debates críticos sobre la enseñanza de grandes ensambles en Norteamérica han dado lugar a experimentos para promover la democracia y la reflexión crítica (p. ej. Scruggs 2009; Davis 2011). En otras palabras, el enfoque crítico se ha centrado en el proceso, así como en la propia música. La reimaginación de Shieh y Allsup (2016) del gran ensamble como un colectivo flexible tiene implicaciones para el género, pero no excluye nada. El trabajo orquestal de Govias implica repensar los roles del director y de los músicos, no cambiar de género. La reciente investigación de Leech-Wilkinson sobre la interpretación sugiere que el impulso de la creatividad puede tener lugar dentro de la educación de la música clásica.19 Los movimientos en Canadá demuestran que es posible que las orquestas sinfónicas se tomen en serio el tema de la descolonización.20 Con imaginación y los colaboradores adecuados, la orquesta puede convertirse en una herramienta crítica y educativa y no solo en un campo de entrenamiento para los intérpretes (Horowitz 2018). Aunque hay buenos argumentos para que la música clásica ceda su papel dominante, podría desempeñar un valioso papel en una ASPM replanteada.
La consideración de la reforma pedagógica plantea preguntas más amplias sobre la propia música clásica, que van más allá del alcance de este libro. Las principales características de la ASPM ortodoxa no fueron ideadas por Abreu, sino que reflejan las normas de la tradición de la música clásica en el siglo XX: por ejemplo, el alto estatus concedido a los directores y a las orquestas, un enfoque en el repertorio canónico europeo y un énfasis en la formación ardua para lograr un alto nivel de habilidad técnica. La pedagogía de la música clásica está ligada a las aspiraciones de excelencia musical de un tipo particular. Transformar la ASPM para dar más valor a los pequeños ensambles, a la creación musical y a la educación integral implica, por tanto, algo más que replantear la ruta; significa también reconsiderar el destino.
Un paso productivo podría ser ampliar la definición de “música clásica” más allá del repertorio clásico, romántico y posromántico que domina la programación de la ASPM e incluir campos como la música contemporánea y la música antigua, donde a veces se ha encontrado un ethos diferente. Por ejemplo, en Holanda, en torno a 1970, los músicos radicales criticaron las prácticas e ideologías encorsetadas de la esfera de la música clásica, lo que dio lugar a un “florecimiento de numerosos grupos pequeños en los campos de la música contemporánea, la música antigua, el jazz y la improvisación. En oposición consciente al autoritarismo percibido de la orquesta sinfónica, los nuevos ensambles […] aspiraban a un modelo más democrático de práctica musical” (Adlington 2007, 540). Born (2010, 235) toma el ejemplo del “Movimiento para la Renovación de la Práctica Musical” holandés de la década de 1970 y su “idea de la práctica musical como un crisol en el que se podían incubar los desafíos —y un espacio de excepción—, a las estructuras de poder social más amplias”. Algo parecido ocurría en Alemania, donde los músicos asociados a la Nueva Izquierda se rebelaron contra las convenciones de la cultura musical clásica, especialmente la orquesta, y comprendieron que el cambio social debía ir acompañado de desafíos a las estructuras y prácticas musicales autoritarias. Allí, “el espíritu de la Nueva Izquierda se manifestó con especial claridad en el nuevo entusiasmo por la improvisación y la creatividad musical. Ambas se consideraban instrumentos pedagógicos que servían para cambiar interpretativamente los modos de comportamiento social en el ámbito musical, y se creía que eran transferibles a las prácticas de la sociedad cotidiana de Alemania Occidental” (Kutschke 2010, 561). Tanto los músicos de vanguardia como los de la música antigua se replantearon las estructuras de los ensambles y las prácticas de interpretación para minimizar las relaciones jerárquicas. Lo que destaca de los estudios de este periodo es la variedad del campo “clásico”, el potencial de la música clásica como cultura crítica, incluso como contracultura, y las conexiones establecidas entre el cambio musical y el social.
Cincuenta años después, el musicólogo e intérprete David Irving explora las conexiones entre la música antigua y la decolonialidad.21 La música antigua tiene una larga historia de activismo social, con músicos involucrados en movimientos por la paz, el medio ambiente y la justicia social. Este ethos contracultural o activista en el pasado de este campo hace que la música antigua sea un lugar propicio para los movimientos descolonizadores, argumenta Irving. Desde esta perspectiva, la música antigua parece muy sugerente para la ASPM: ofrece un modelo prometedor para alinear la música “clásica” con el cambio social y para cuadrar el círculo —mantener un lugar para la música clásica dentro de la ASPM y, al mismo tiempo, cuestionar y contrarrestar la colonialidad.
El problema en la ASPM puede no ser la música clásica, entonces, sino la concepción limitada de esta música que adoptaron los programas más famosos, centrados en los formatos y el repertorio europeos de finales del siglo XVIII a principios del XX. Bull (2019) sugiere que la educación de la música clásica podría ser refigurada para centrarse en su potencial crítico más que en sus prácticas disciplinarias. Una respuesta podría ser no solo incluir otros géneros y pedagogías, sino también inspirarse en vertientes más contraculturales de la música clásica para reimaginar el género dentro de la ASPM. Este enfoque es prometedor como vía para ir más allá de las dicotomías tajantes y los debates polarizados de la música clásica versus la popular.
Se pueden encontrar paralelismos en un reciente número especial de una revista que defiende el valor de la educación musical clásica.22 Por ejemplo, Varkøy y Rinholm (2020, 173) proponen la inclusión de la música clásica como una opción dentro de “una posición pluralista genuina, un enfoque abierto y tolerante”, y llaman la atención sobre el valor de las cualidades de lentitud y resistencia en la música clásica “que son contraculturales para la sociedad moderna caracterizada por el consumismo”. Basándose en las ideas de Adorno sobre la función crítica del arte, y en marcado contraste con los discursos de Abreu sobre el orden y la disciplina, reimaginan a los educadores e investigadores musicales como figuras de resistencia y argumentan que la lentitud en la experiencia musical clásica puede servir como “la piedra en el zapato, el guisante bajo el colchón, la ruptura del ritmo” de la sociedad de consumo (180).
Whale (2020, 200), por su parte, ofrece una advertencia para no reaccionar demasiado fuerte contra la música clásica:
Con demasiada frecuencia, en la reforma educativa, lo que debería ser un proceso dialéctico de crecimiento se parece más a un péndulo. El péndulo de la opinión ilustrada oscila entre las viejas y anticuadas prácticas de enseñanza y aprendizaje, y las nuevas y progresistas. Luego vuelve a oscilar, aparentemente sin darse cuenta de que lo que ahora rechaza es lo que antes defendía y lo que ahora defiende lo había rechazado antes. El resultado es que las prácticas dogmáticas son sustituidas por reformas igualmente dogmáticas; las nuevas teorías repiten los fallos de las teorías originales hasta que también son contrarrestadas por un retorno de las originales.
Como sostiene Whale, la música clásica puede situarse en una relación crítica con los valores de la sociedad que la rodea, en lugar de limitarse a reproducirlos, y cualquier música tiene el potencial de provocar una reflexión (auto)crítica, lo cual no es una característica de determinados géneros. Considera que “la música artística occidental, en su forma más profunda, permite a las personas cuestionar sus valores y supuestos, del mismo modo que un texto filosófico o sociológico, una novela, una película o un artículo periodístico pueden, en su mejor momento, desafiar a las personas a reflexionar sobre sus vidas y a crecer al ver el mundo bajo una nueva luz” (203). Al aprender a pensar de forma crítica sobre la música de Bach (en lugar de rechazarla), los estudiantes también pueden aprender “a elegir música que amplíe su capacidad de conocer y reconocer la injusticia y alimente su crecimiento y desarrollo continuos como seres humanos” (215).
Las palabras de Whale arrojan más luz sobre la ASPM. El problema, de nuevo, parece no ser la música clásica en sí misma, sino la cultura de la educación musical clásica dentro de la ASPM ortodoxa, que tiende a eludir este ángulo crítico y a sustituirlo por la obediencia y la reverencia. Si la (auto)criticidad, en lugar de la excelencia en la interpretación, se convirtiera en el objetivo central de la educación musical clásica dentro de la ASPM, las cosas serían muy diferentes.
Uno de los rasgos de ambos artículos es el énfasis en la escucha atenta —una práctica muy marginal en la ASPM ortodoxa. Para Whale, la escucha parece ser la clave para encontrar un lugar para Bach en una época de justicia social. Tener “la oportunidad de escuchar su música con empatía” puede permitir a los estudiantes “descubrir, por sí mismos, que esta practica la verdadera realidad de sus vidas, una realidad constituida en una autoevaluación continua y empática” (215). Varkøy y Rinholm (2020, 169), por su parte, sostienen que “la forma como escuchamos la música es tan crucial como lo que escuchamos”. Estas palabras subrayan que una combinación de la adopción de una posición pluralista y de una ampliación de los objetos y métodos de la educación musical clásica puede ser una vía productiva para la ASPM.
Estos estudios proporcionan pistas para repensar la acción social por la música clásica, pero también sugieren que una ASPM de música clásica conceptualmente coherente y progresista sería muy diferente de la versión ortodoxa. El reto para los partidarios progresistas de la ASPM clásica es cerrar la brecha entre la visión de los defensores más elocuentes de la música clásica —que es una práctica crítica y potencialmente emancipadora—, y la realidad de muchas aulas de música, donde a menudo no lo es. Un modelo que cerrara esa brecha sería digno de la etiqueta ASPM.
En resumen, apunto a replantear y transformar el papel y el carácter de la enseñanza de la música clásica en la ASPM, no a desterrarla —al igual que los dirigentes de La Red buscaron una diversificación de los contenidos, una relación horizontal entre los géneros y un nuevo enfoque pedagógico, no la extirpación de la música clásica. Mi pregunta aquí no es si los jóvenes deberían tener la oportunidad de aprender música clásica, sino más bien si, tal y como está configurada actualmente, la formación clásica convencional debería ser el modelo principal de los programas de ASPM; si debería desempeñar un papel tan dominante en la educación musical en las antiguas colonias europeas, reproduciendo la jerarquía cultural del periodo colonial; y si es la mejor preparación para los jóvenes músicos en esos contextos, que pueden tener más oportunidades más adelante en la vida para tocar otros géneros. Mi preocupación no es Beethoven; es la adecuación de la cultura educativa e interpretativa de la música clásica a la búsqueda de la acción social; es cuando la ASPM se parece a una “visita del fantasma de las salas de orquesta de las escuelas públicas del pasado” (Fink 2016, 34); es el “totalitarismo epistémico” (Mignolo y Walsh 2018, 195) de asumir el valor superior de la cultura europea y devaluar otras formas de conocimiento. La pregunta más interesante para mí no es “¿música clásica o popular?”, sino “¿cómo puede el aprendizaje de la música de cualquier tipo fomentar la reflexión, la creatividad, una voz y la libertad en lugar del control social?”
La inacción no es una opción justificable. Las convenciones pedagógicas de la música clásica están orientadas a la interpretación y no al intérprete, a la excelencia y no a la acción social. No tiene sentido pensar que pueden trasladarse al por mayor a un programa social en el que se supone que la experiencia de los músicos es primordial. La formación sinfónica convencional funciona bien para adquirir ciertas habilidades y hábitos, pero su “pedagogía de la corrección” (Bull 2019) no encaja bien con objetivos como el empoderamiento político, la formación de la ciudadanía o el cultivo de la autonomía y el pensamiento crítico.
El Capítulo 4 reveló claros ecos en la ASPM latinoamericana de dos temas destacados en el estudio de Bull sobre la música clásica juvenil en el Reino Unido: la crianza intensiva y el establecimiento de límites. Las clases implicadas son bastante diferentes —en América Latina, el protagonista es una fracción de la clase popular y no la clase media—, pero los procesos son notablemente similares. Los denominadores comunes son la música clásica juvenil, la exclusión y la jerarquización. Si no se replantea la oferta educativa, la ASPM corre el riesgo de agravar los mismos problemas que se supone que debe resolver.
Como Peerbaye y Attariwala (2019) dejan muy claro en su estudio sobre el sector canadiense, son las orquestas sinfónicas las que necesitan parecerse más al mundo que las rodea, y no la sociedad la que necesita parecerse más a una orquesta sinfónica (como los líderes de El Sistema han proclamado sin cesar), ya que “los aspectos de la creación musical orquestal están en disonancia con los valores sociales canadienses contemporáneos” (4). Argumentan:
Los relatos de los líderes de las orquestas, los artistas indígenas y los artistas de color revelan, una y otra vez, las características coloniales de las orquestas que inhiben e incluso perjudican las relaciones —incluso en medio de iniciativas vitales. Las orquestas son jerárquicas y están rígidamente estructuradas en cuanto a los procesos de creación y producción y a los protocolos de toma de decisiones, y necesitan desarrollar flexibilidad para enfoques nuevos y más complejos. (ibidem)
En una crítica que llega al corazón de la ASPM ortodoxa, afirman: “‘Acceso’ e ‘inclusión’ son insuficientes como contexto de conversación o estrategia de acción para el sector”. Lo que se necesita, más bien, es “el compromiso con cuestiones de equidad racial, soberanía indígena y el desmantelamiento del eurocentrismo” (5). Citan al director de orquesta Daniel Bartholomew-Poyser, quien sostiene que, a pesar de incluir a más personas indígenas y de color, la lógica subyacente de la inclusión es esencialmente una reliquia del siglo XIX. Incluir no es lo mismo que cambiar el equilibrio de poder. Asimismo, pensando más allá de la diversidad, los autores se preguntan: “¿Existe la voluntad de que la cultura orquestal se mueva y cambie gracias a estos encuentros?” (27).
El mensaje de este informe es claro: la sociedad está cambiando y las orquestas se están quedando atrás. Su demanda de cambio sectorial es igualmente relevante para la ASPM, que ha sido ampliamente proclamada por los defensores y los medios de comunicación como un movimiento de vanguardia, pero que en realidad va atrás de gran parte del activismo sociocultural. Muchos activistas han abandonado los discursos de inclusión y diversidad en favor de los de equidad, descolonización y soberanía.23 Lo que se necesita no es añadir repertorios o caras a un modelo que sigue siendo el mismo por debajo, no la inclusión en un sistema establecido, sino la reforma de raíz del propio sistema. Hasta que llegue ese momento, la tan cacareada idea de que el campo es revolucionario seguirá pareciendo profundamente cuestionable.
A menos que se replantee sustancialmente la educación musical clásica, otras músicas ofrecerán mayores ventajas para la búsqueda de la acción social. Como sostiene Denning (2015), el cambio social de principios del siglo XX, sobre todo en América Latina, se articuló con la aparición de nuevas músicas populares vernáculas, y su estudio sirve para subrayar el conservadurismo musical y social de la ASPM ortodoxa. Si bien un mayor enfoque en el repertorio nacional y regional descuidado es un paso en la dirección correcta, un avance más significativo sería un plan de estudios y una pedagogía renovados que proporcionasen mayores beneficios sociales, habilidades musicales más amplias y un compromiso crítico con las cuestiones de colonización, descolonización y recolonización.
La Política de la ASPM
También es importante, aunque menos evidente, la necesidad de tomar más en serio el asunto de la política. La negación de esta cuestión por parte de Abreu y Dudamel ha impedido seriamente un análisis político de la ASPM; al proclamar que El Sistema es apolítico en todo momento, han despistado a mucha gente y han confundido el asunto. Sin embargo, este análisis es esencial para que el campo actúe como catalizador del cambio social. El cambio social es político: se basa en una crítica del orden social. Si el campo ha de hablar de cambio social, por no hablar de justicia social, perseguir la ASPM requiere pensar política y socialmente. Abstraer la política de la educación musicales más probable que conduzca a la reproducción y el control sociales que al cambio.
La Red, por el contrario, ha entendido que intentar influir en la sociedad a través de la música es un acto político. Desde 2005, sus principales figuras han defendido una concepción política del programa. Los dos jefes del equipo social desde entonces han colocado el empoderamiento y la subjetividad política en el centro de su visión del potencial de La Red, y los sucesivos directores generales se han comprometido con las dimensiones políticas de la ASPM de diversas maneras. Hay un mundo de diferencia entre el político Abreu, que negaba la política, y el líder del equipo social de La Red, Jiménez, para quien el potencial de la ASPM residía en los procesos sociopolíticos que podía catalizar. Detrás de estos ejemplos contrastados se esconde una dicotomía fundamental de corrección versus empoderamiento en la ASPM, que aún no se ha entendido bien.
Una tarea pendiente es pensar macropolíticamente. Por ejemplo, para entender mejor este fenómeno hay que preguntarse: ¿por qué la formación orquestal ha sido favorecida por los políticos en contextos como Venezuela, Colombia o México en comparación con otras artes e incluso otras músicas? ¿Cómo ha servido la ASPM a los políticos y con qué fines? ¿Qué agendas políticas apoya, explícita o implícitamente? Durante mi año en Medellín, La Red ocupó un lugar destacado en las campañas publicitarias del gobierno de la ciudad. El texto se centraba en el número de participantes (una ventaja que la ASPM tiene sobre otras formas de educación artística). Sin embargo, como reveló un empleado de comunicación, el gobierno también había decidido que las imágenes de La Red transmitían los mensajes que quería proyectar: evocaban la preocupación social, inspirando una conexión más emocional entre la ciudadanía y la alcaldía que las vallas publicitarias que anunciaban proyectos de infraestructura.
A pesar de toda la retórica utópica y las imágenes de los pobres y vulnerables, El Sistema es un modelo por y para los poderosos, creado por un miembro de la élite social y política de Venezuela, e inmediatamente legible y adoptado con entusiasmo por políticos, bancos, corporaciones, grandes instituciones culturales y fabricantes de instrumentos. La creación y la persistencia de la ilusoria historia del milagro de El Sistema frente a años de crecientes críticas y pruebas contrarias ilustra el poder del programa y sus influyentes aliados para controlar la narrativa pública. Tiene sus raíces en la cultura y la ideología de los actores dominantes de la sociedad, y trata de reproducirlas. Está muy lejos de un movimiento de base como la música comunitaria, y contrasta vivamente con los tipos de prácticas artísticas socialmente comprometidas o aplicadas estudiadas por Thompson (2009) y Sachs Olsen (2019), que intentan posicionarse en una relación crítica con las fuerzas dominantes. Las orquestas son particularmente adecuadas para servir como herramientas ceremoniales y de propaganda, utilizadas para adornar eventos políticos o para mejorar la imagen de los líderes. La ASPM promete resultados rápidos y espectaculares —justo lo que los políticos preocupados por la óptica y los presupuestos quieren oír; sus conciertos son una forma sencilla de mostrar la preocupación de estos últimos por temas sociales y culturales. Presenta una imagen amable de los problemas sociales como localizados entre los desfavorecidos y, por tanto, susceptibles a la caridad, y como causados por los errores de los pobres más que por factores estructurales. También presenta una visión de los jóvenes que atrae a los poderosos: disciplinados, obedientes y productivos. Como dijo un músico profesional y profesor universitario de Medellín, a los políticos les gusta la ASPM porque les permite transferir las obligaciones del estado a los músicos y quedar bien en el proceso. No podemos entender la ASPM sin ocuparnos de las formas y las razones por las que se ha articulado a las ideologías, los partidos y los programas políticos.
En cambio, hubo varias protestas orquestales como parte de los levantamientos sociales en Chile y Colombia a finales de 2019. Músicos y cantantes orquestales ofrecieron un concierto titulado “Réquiem por Chile”, dedicado a las víctimas de la reciente represión estatal, y una interpretación masiva al aire libre de la canción de protesta “¡El pueblo unido, jamás será vencido!” (“Músicos” 2019). En Bogotá, más de trescientos músicos de orquesta se reunieron para tocar música clásica y popular en apoyo de las protestas callejeras (“Más de 300” 2019). En mayo de 2021 se produjeron “cacerolazos sinfónicos” en Medellín y Cali. El contraste con Venezuela fue sorprendente: allí, las protestas sociales llevaban años, pero sin ninguna participación de las orquestas. El Sistema había convertido a Venezuela en el centro del mundo orquestal latinoamericano, pero, irónicamente, a pesar de su lema de ASPM, el programa no tenía ninguna conexión con la política de base que impulsa el cambio social. Por el contrario, servía como herramienta de propaganda gubernamental. Mientras que los músicos sinfónicos de Chile y Colombia tomaban medidas desafiantes en las calles, los líderes de El Sistema se unían a las marchas oficiales y presionaban a los empleados para que votaran por el gobierno en las elecciones. Después de que cuatrocientos músicos rusos, liderados por el pianista Evgeny Kissin, protestaran públicamente contra el encarcelamiento de Alexei Navalny por parte del gobierno de Putin en febrero de 2021, Gabriela Montero lamentó que los músicos venezolanos no hubieran hecho nada similar durante las grandes manifestaciones de 2014 (o en cualquier momento desde entonces), y contrastó a Kissin con Dudamel.24 Algunos músicos participaron en las protestas a título individual, pero el más célebre, Wuilly Arteaga, criticó públicamente a El Sistema por intentar obligar a los estudiantes a apoyar al régimen y a tocar en los actos oficiales.25 Un músico de El Sistema que fue detenido durante las protestas de 2017, convirtiéndose en una especie de causa célebre, aclaró que en realidad no estaba participando, sino que simplemente se dirigía a un ensayo. “Soy músico, ¿vale?”, gritó a la policía —como si eso debiera identificarlo inmediatamente como alguien que no tiene nada que ver con la política callejera (Baker 2017b).
Algunos estudiosos sostienen que la música o las artes por sí solas pueden tener, en general, una influencia limitada en la sociedad, y que es en su articulación con los movimientos sociales y políticos donde su efecto catalizador puede hacerse sentir más —comunicando, inspirando, construyendo solidaridad y ayudando a fomentar las disposiciones para el cambio social (por ejemplo, Henderson 1996; Mouffe 2013). Kuttner (2015, 85) escribe: “Las artes por sí solas no son suficientes”; son más eficaces “como una forma de trabajo cultural colectivo incrustado en procesos más amplios de cambio cultural y político”. El proyecto de arte y educación cívica que estudia “no se ve a sí mismo como una organización solitaria con pleno control sobre un proceso de cambio social. Más bien, se ve a sí misma como una organización que aporta una fuerza artística y cultural particular a un movimiento más amplio por la justicia social” (ibidem). En consecuencia, si la ASPM ha de desempeñar un papel en el cambio social en el futuro, en lugar de servir como un adorno atractivo, necesita una mayor conexión con los movimientos políticos: más calles de Colombia, menos salas de conciertos de Venezuela.
The Dream Unfinished (mencionado en el Capítulo 3) ofrece un ejemplo de mezcla de la práctica artística de un gran ensamble con el activismo político para forjar el “artivismo” orquestal (Diverlus 2016; Bradley 2018).26 Señala un camino a seguir para los programas de la ASPM que buscan priorizar la ciudadanía democrática y el cambio social. Volviendo a la analogía de la fundadora Eun Lee, el artivismo orquestal significa pasar al nivel 3, cuando el auto se mueve de verdad: “Para que no sea solo un concierto sobre algo, sino que se pueda hacer realmente ese algo en el concierto”.
Aunque la conexión de la ASPM con la política formal es un tema de análisis importante, también lo es su micropolítica. La educación musical es intrínsecamente política, como se ha comentado en el Capítulo 3. Kanellopoulos (2015) defiende la inseparabilidad de la política y la creatividad musical. Como subrayan los recientes debates sobre la descolonización de los planes de estudios musicales, situar la música clásica en el centro de la educación musical no es un acto políticamente neutral. Privilegiar la música de los hombres europeos en una sociedad multirracial y poscolonial no es apolítico, independientemente de lo que afirmen sus defensores. Mientras tanto, discursos como la inclusión social y la justicia social tienen historias políticas, lo reconozcan o no quienes los emplean. La ASPM plantea cuestiones políticas e ideológicas, y no desaparecen simplemente porque se ignoren o nieguen. Como señala Mouffe (2013, 91), “las prácticas artísticas desempeñan un papel en la constitución y el mantenimiento de un determinado orden simbólico, o en su impugnación, y por eso tienen necesariamente una dimensión política” (énfasis añadido). La pregunta no es, entonces, ser político o apolítico; es, ¿qué tipo de política encarna la ASPM?
No son solo los dirigentes de El Sistema los que han tratado de marginar el tema de la política en la ASPM; muchas investigaciones han contribuido al problema limitando su enfoque a cuestiones tecnocráticas o renunciando a la ideología (como si tal cosa fuera posible). Intentar evaluar el impacto de los programas de ASPM es un ejercicio potencialmente valioso, aunque esté más cargado de problemas de lo que se reconoce generalmente, pero no si se hace a expensas de las preguntas políticas (o culturales, éticas y filosóficas). Un asunto como la colonialidad no puede abordarse desde una perspectiva tecnocrática. La ASPM podría considerarse como algo parecido a la movilidad social o a la educación privada, en el sentido de que el hecho de que funcione o no para los individuos no resuelve la cuestión de su valor para la sociedad en general, que es en gran medida una cuestión política.
Durante mi trabajo de campo en Medellín, fue la política cultural —temas como la identidad, la diversidad, la participación, el agenciamiento y la ciudadanía—, la que impulsó la autocrítica y el cambio, subrayando la importancia de la investigación y el debate cualitativos. En el Norte global, la conversación pública sobre la ASPM ha estado dominada por las evaluaciones y la investigación cuantitativa, lo que significa que los debates políticos, culturales y filosóficos han quedado eclipsados por los cognitivos, psicológicos y de salud pública. Pero este tipo de investigación arroja poca luz sobre los debates clave en Medellín y puede pasar por alto fácilmente lo que es más importante para los profesionales del arte —algo que se pone de manifiesto en el jarrón de Grayson Perry titulado irónicamente “Esta maceta reducirá la delincuencia en un 29%”.27
Reimaginar la ASPM como un espacio para el empoderamiento de los estudiantes y el desarrollo de su subjetividad política implica comprometerse con los debates político-culturales y repensar el modelo ortodoxo. Implica cambios en la dinámica organizativa y en la propia educación musical. Los estudiantes ya no son vistos como sujetos pasivos, esperando ser salvados por el poder de la música, sino como activos, como actores. La ASPM depende entonces de las decisiones pedagógicas y políticas de los dirigentes y el personal, no de que la música haga magia invisible. Los estudiantes y los profesores tienen la responsabilidad de la acción social; no es una carga que la música pueda soportar. Parafraseando a Gaztambide-Fernández (2013), la música no hace nada; la música es algo que hacen las personas. Del mismo modo, la acción social no es algo que les ocurra a los estudiantes de música, sino algo que ellos hacen. Para ello es necesario crear espacios de reflexión y acción dentro de las clases y los ensayos, las escuelas y los ensambles, y la sociedad circundante.
El modelo de Hess (2019) para la educación musical y el cambio social parte del polo opuesto a El Sistema. Reconoce que la música es intrínsecamente política y ahí radica su potencial. Su modelo se basa en la experiencia de músicos activistas y en ejemplos de música de protesta. No ofrece eslóganes, pensamiento mágico y trucos de manos (Fink 2016), sino un programa totalmente articulado y explicado, basado en la práctica y la investigación. Construido en torno a preocupaciones y métodos contemporáneos, contrasta notablemente con las prácticas y la antipolítica de la ASPM ortodoxa y ofrece elementos de reflexión a aquellos que realizan reformas al campo.
La Ciudadanía
Estrechamente relacionada con la política está la cuestión de la ciudadanía, otro tema que está listo para ser explorado en la ASPM. La ciudadanía puede considerarse un objetivo más ambicioso que la acción social o la convivencia, pero también un campo de batalla clave: al conllevar tanto potencial como riesgos, ejemplifica la ambigüedad de la ASPM. Es una palabra que se invoca a menudo en el campo, pero es menos común la consideración profunda de sus implicaciones o la pregunta: ¿qué tipo de ciudadano?
En la ASPM ortodoxa, tal y como se ha comentado en el Capítulo 3, el ideal suele acercarse a la categoría de Ciudadano Personalmente Responsable de Westheimer y Kane (2004). Una vía más progresista sería centrarse en el Ciudadano Participativo y en el Ciudadano Orientado a la Justicia. Lo que está en juego aquí es el propósito mismo de la ASPM: si ha de ser una fuerza de normalización y reproducción social, o de participación política y cambio. Merece la pena dar el mismo paso conceptual que arriba y poner la ciudadanía en primer lugar: empezar con algunos principios y prácticas básicos de la educación para la ciudadanía y luego pensar en la mejor manera de realizarlos a través de la música, en lugar de tomar la educación musical convencional y enmarcarla en un discurso de ciudadanía. Es difícil imaginar que este enfoque conduzca al modelo ortodoxo.
La ASPM ortodoxa imita la tendencia a la normalización y al control de muchos programas de educación ciudadana verticales, patrocinados por el estado. Sin embargo, existen otros tipos de ciudadanía más heterodoxos —cultural, creativa, crítica, reflexiva, insurgente, subversiva—, y ¿dónde mejor que la educación artística para que florezcan estas visiones alternativas? Las artes son un espacio privilegiado para explorar cuestiones como la paradoja de que ser un buen ciudadano a veces requiere ser un mal ciudadano. Las artes ofrecen potencialmente mucho más a la ciudadanía que la mera corrección de comportamientos e inculcación de normas: por ejemplo, imaginar alternativas, proyectar voces en público, conectar la política y las emociones, y reforzar o transformar las identidades impregnándolas de poder afectivo. La ciudadanía, por su parte, ofrece un lente valioso a la educación artística para considerar su base ideológica y su impacto potencial en la sociedad.
La visión de la ciudadanía artística presentada en el Capítulo 3 podría proponerse como un enfoque de estos temas diversos. Se centra en cuatro áreas de debilidad de la ASPM ortodoxa, que se basaba en los principios de tocar en lugar de reflexionar, interpretar en lugar de crear, seguir instrucciones en lugar de participar en la toma de decisiones, y cambiar de manera inconsciente en lugar de actuar.28 Estas cuatro categorías de actividad —reflexión, creación, participación y acción—, pueden parecer ordinarias para algunos lectores, pero están sorprendentemente ausentes de El Sistema y de la evaluación de 2005 de La Red.
Esta propuesta surgió en la interfaz del propio desarrollo de La Red y del trabajo de educadores e investigadores musicales de todo el mundo. Por lo tanto, parece tener al menos cierto potencial de generalización. También encaja perfectamente con otras propuestas educativas. Por ejemplo, existen paralelismos entre esta visión de la ciudadanía artística basada en la reflexión, la creación, la participación y la acción, y las “4C” (pensamiento crítico, pensamiento creativo, colaboración y comunicación) que se han propuesto como habilidades esenciales para los estudiantes del siglo XXI (“Preparing 21st Century Students” s.f.). De hecho, Kim (2017) conecta el desarrollo de las 4C, la transformación de la educación musical y el fomento de la ciudadanía. También hay claras similitudes con el modelo de Hess (2019), que propone una triple pedagogía de comunidad (es decir, participación), expresión (es decir, creación) y observación (es decir, reflexión), fundada en la experiencia de los músicos activistas (es decir, acción). Parece que está surgiendo una masa crítica de ideas similares.
Tomar en serio la ciudadanía artística es prometedor para la ASPM. Señala un camino más allá de la educación musical como control social. Va más allá de las desacreditadas ideas de déficit y corrección y entiende que los problemas de la sociedad tienen raíces predominantemente estructurales y no individuales. Supera potencialmente los problemas de fomentar el tribalismo y las divisiones sociales. Atemperar el enfoque en la disciplina y la formación técnica, y trabajar más en las capacidades ciudadanas y el potencial para actuar en la sociedad, sería propicio para desempeñar un papel más amplio en el cambio social. La ciudadanía, cuando se aborda como un concepto político y un catalizador de reflexión más que como un discurso publicitario, ofrece más claridad y enfoque que la acción social o la convivencia.
El lente de la ciudadanía también subraya la importancia del cambio pedagógico. Gran parte de la tensión entre lo musical y lo social en La Red se derivaba de la escasa adecuación entre la formación en grandes ensambles y las visiones progresistas de la ciudadanía. Los intentos de promover capacidades ciudadanas como la autonomía y el pensamiento crítico chocaban con respuestas como “no tenemos tiempo para eso ahora, tenemos un gran concierto pronto y tenemos que ensayar”. La formación orquestal convencional no es un vehículo obvio para la formación ciudadana, si lo que se busca es una ciudadanía democrática y crítica. Sin cambios en las prácticas e ideologías sinfónicas, la ASPM seguirá pareciendo deficiente en comparación con proyectos que se centran en formas culturales que encajan más fácilmente con nociones progresistas de ciudadanía, como el hip-hop (Acosta Valencia y Garcés Montoya 2013; Ladson-Billings 2015; Kuttner 2015).
No obstante, los grandes ensambles siguen teniendo potencial en manos imaginativas. En el Día de la Conciencia Negra, en noviembre de 2018, asistí a un concierto centrado en referentes femeninos de raza negra, presentado por la escuela Liberdade de NEOJIBA, el programa de la ASPM en Salvador, Brasil. Fuera de la sala había carteles sobre una serie de mujeres de raza negra destacadas, tanto brasileñas como internacionales, con una foto y un breve texto sobre sus logros. Durante el concierto, se hicieron frecuentes referencias a estas figuras y mensajes positivos sobre las mujeres de raza negra, y se proyectaron imágenes y textos relevantes en las paredes. El repertorio era una mezcla de música afrobrasileña, africana y afroamericana, y los intérpretes (una orquesta, un coro, algunos percusionistas y una cantante afrobrasileña invitada) aparecían con ropa y peinados afrodiaspóricos.
Después del concierto, hablé con una profesora que se había involucrado mucho en el proyecto. Dijo que en Liberdade abundaba la baja autoestima por el tema de la raza, y que ella misma lo había experimentado: solo recientemente había empezado a llevar el pelo de forma más natural, en lugar de alisarlo. Por ello, estaba convencida de que la raza era un tema en el que había que trabajar en la escuela.
Sentado entre el público, me sorprendió el impacto emocional de la presentación. El público —muchas mujeres de raza negra—, lloraba con algunas canciones y respondía con entusiasmo a otras, cantando y contoneándose con los éxitos del carnaval local. También hubo una coherencia musical, visual y conceptual que hizo que el concierto fuera convincente a un nivel más intelectual. Los mensajes sobre el orgullo negro y el orgullo femenino estaban muy claros, pero el concierto parecía una celebración, no una conferencia, y su éxito en la conexión con el público era evidente.
Ya había elegido la ciudadanía artística como tema de mi charla invitada al programa más tarde ese mismo día, y como dije al público, ellos me habían proporcionado inesperadamente un ejemplo. El concierto ilustró la acción ética y política; conectó la educación musical con cuestiones sociales significativas; y dirigió un mensaje de esperanza y cambio social hacia la sociedad. Lo hizo de una manera agradable, conmovedora e informativa, creando una fuerte conexión entre los intérpretes, el público y el mensaje, y entre la política, las identidades y las emociones. Fue un ejemplo de la contribución de las artes a la ciudadanía.
Sin embargo, dado que la ciudadanía es un concepto con sus propias contradicciones, su aplicación a la educación musical requiere cautela, reflexión y un mayor desarrollo. La ambigüedad de muchos de los términos evocados en los debates sobre la ciudadanía artística hace que podamos encontrar una “confluencia perversa” (Dagnino 2007) al converger perspectivas políticas y educativas contrastadas en un lenguaje compartido. Las palabras pueden domesticarse fácilmente y perder su potencial para catalizar el cambio. Incluso la educación musical más irreflexiva y repetitiva se pone regularmente en el discurso público como ejemplo de creatividad; incluso las dinámicas más verticalistas se proclaman como fomento del trabajo en equipo; incluso los estudiantes más impotentes se celebran como ejemplo de participación y ciudadanía. Es fácil apropiarse de estos términos y hablarlos de dientes para afuera; por lo tanto, es vital ir más allá de las palabras y comprometerse con lo que hay debajo de ellas.
La palabra “participativo” sirve de ejemplo. La “participación” puede aprovecharse tanto para reforzar como para desafiar las relaciones de poder existentes (Brough 2014). Como sugiere la escala de Hart, hay muchas formas de participación que implican desempeñar un papel, pero no tener voz. La “creación musical participativa” suena atractiva, pero puede ser totalmente autocrática. Hay que distinguir entre el sentido musical y el político del término “participativo” —entre interpretar música y tomar decisiones. Al igual que con la política y la ciudadanía, debemos preguntarnos: ¿qué tipo de participación?
Como se ha argumentado anteriormente, el discurso de la ciudadanía se ha movilizado en apoyo de agendas tanto conservadoras como progresistas. Importa considerablemente si la ciudadanía artística se aborda desde una perspectiva basada en los déficits o en los recursos. Si se considera a los niños y a los jóvenes como deficientes en relación con los diversos componentes de la ciudadanía artística —como ciudadanos defectuosos o incompletos que necesitan ser disciplinados y corregidos—, no representa un gran avance. Sin embargo, si se les considera ya como ciudadanos —como individuos reflexivos y creativos con recursos sociales y culturales, capaces y responsables de participar en la sociedad y actuar sobre ella—, la situación es muy diferente.
Tal como se expresa actualmente, esta propuesta de ciudadanía artística no tiene en cuenta el pensamiento decolonial. Puede haber tensiones entre ambos; pero también pueden combinarse bien. De nuevo, la cuestión de los déficits versus los recursos es crucial. Proporcionar una perspectiva decolonial a la ciudadanía artística podría aportar mayor claridad, apoyando los esfuerzos por educar a una ciudadanía más activa, comprometida y crítica. En su estudio sobre la música en las comunidades indígenas australianas, Bartleet y Carfoot (2016) actúan con cautela, mostrando una conciencia crítica de los posibles escollos de la ciudadanía artística en esos contextos, pero finalmente adoptan la noción.
Pensar seriamente en la ciudadanía artística es un primer paso importante, pero un segundo paso lógico sería preguntarse cómo podría ser una versión latinoamericana, influida o transformada por las concepciones indígenas y/o afrodiaspóricas de la cultura, la convivencia y la ciudadanía. Por ejemplo, en la década del 2000 ha resurgido el interés por el principio ancestral andino del sumak kawsay (en quechua) o Buen Vivir. La constitución de Ecuador de 2008 otorga un lugar destacado a este concepto. Su preámbulo dice: “Hemos decidido construir una nueva forma de convivencia ciudadana, en diversidad y armonía con la naturaleza para alcanzar el buen vivir, el sumak kawsay” (citado en Mignolo y Walsh 2018, 64; énfasis añadido). Mignolo y Walsh (ibidem) glosan el sumak kawsay/Buen Vivir como “la interrelación o correlación armoniosa de y entre todos los seres (humanos y no) y con su entorno. Se incluyen en esta relación el agua y la alimentación, la cultura y la ciencia, la educación, la vivienda y el hábitat, la salud, el trabajo, la comunidad, la naturaleza, el territorio y la tierra, la economía y los derechos individuales y colectivos, entre otros ámbitos de interrelación”. Este principio encierra, entonces, una noción de convivencia, esa palabra clave en el léxico de La Red, pero muy distinta y mucho más amplia que su comprensión en los programas públicos de Medellín. En el pensamiento tradicional andino, sostienen estos autores, la convivencia se basa en una cosmología de dualidades complementarias (y/y) en lugar de contradictorias (o/o) —en el reconocimiento de que no puede haber A sin su opuesto B. La convivencia implica buscar la armonía y el equilibrio y tejer relaciones con los mundos natural y espiritual, además del humano. En otras palabras, la convivencia no es un concepto universal y transparente; tiene una connotación mucho más holística en el pensamiento indígena. ¿Cómo podría ser la búsqueda de la convivencia en un programa de ASPM si adoptara una concepción más amplia del término, más cercana a las tradicionales de América del Sur?
Hay buenas razones para dar ese paso. El antropólogo Xabier Abo traduce suma qamaña, el equivalente boliviano de sumak kawsay, como “convivir bien”, lo que ilustra su pertinencia para la ASPM (citado en Houtart 2011). Además, podría argumentarse que la lógica colonial difícilmente proporcionará la solución a los problemas engendrados por la modernidad o la colonialidad. “La alienación que el conocimiento occidental creó al conceptualizar y celebrar la competencia y el individualismo (que destruye el tejido social), tiene que ser superada por visiones y concepciones de la praxis comunal de la vida que pone el amor y el cuidado como el destino final de la especie humana y de nuestras relaciones con el universo viviente (incluyendo el planeta tierra)”, argumentan Mignolo y Walsh (2018, 228). Por lo tanto, la filosofía, los conceptos y las prácticas indígenas pueden tener mucho que ofrecer a la búsqueda de la convivencia y de la ciudadanía a través de la música.
Existe un potencial para que la ciudadanía artística entre en diálogo con los campos de los estudios de ciudadanía latinoamericanos y de la educación musical descolonizadora para imaginar una ciudadanía artística latinoamericana decolonial —por ejemplo, una que combine los conceptos de indigeneidad y ciudadanía (dando, en inglés, “indigenship”) y que se base en los principios de igualdad y diferencia colonial (Rojas 2013), o una construida en torno a la dignidad, la “diversalidad” y la pluralidad epistemológica (Taylor 2013). El estudio profundo de las músicas y danzas tradicionales podría permitir que se hicieran evidentes determinados tipos de ciudadanía artística (por ejemplo, Montgomery 2016). La noción de batidania del programa brasileño AfroReggae, que combina batida (pulso) y cidadania (ciudadanía), ofrece un ejemplo de una concepción popular y afrodiaspórica de la ciudadanía artística (Moehn 2011); la exploración de Candusso (2008) de la capoeira afrobrasileña y la ciudadanía ofrece otra. Keil (s.f.) presenta una visión de la educación cultural y la ciudadanía activa basada en la música bailable afrolatina: “Paideia Con Salsa”.
El trabajo de Galeano y Zapata (2006) sobre la ciudadanía en Colombia señala otro camino. Estos autores se oponen a una visión de la ciudadanía basada en nociones de déficits individuales e ideales occidentales, y proponen una basada en prácticas reales de activismo cívico en Colombia, como los movimientos sociales y las iniciativas comunitarias para resistir y reparar los daños causados por el largo conflicto armado del país. Desde este punto de vista, la educación para la ciudadanía debe estar conectada con los movimientos sociales y políticos si quiere ser algo más que un gesto simbólico o, peor aún, un desplazamiento de la acción real. Debe proporcionar un espacio para la generación de nuevos conocimientos de ciudadanía derivados de la localidad, en lugar de la imposición de teorías y valores existentes desde el exterior. En resumen, estos autores nos instan a dejar de pensar en los ideales de ciudadanía y a dejar de medir a los estudiantes en relación con ellos, y a empezar a centrarnos en los buenos ciudadanos de la vida real, en los movimientos en los que están integrados y en la forma en que han respondido a los problemas cívicos. Trasladado a la ASPM, esto significaría empezar y conectar con ciudadanos (artísticos) ejemplares, no con ideales de comportamiento abstractos como la disciplina o el respeto. Estos ejemplos podrían ser nacionales o internacionales —la escuela Santa Fé de La Red se centró en Nina Simone, mientras que la escuela Liberdade de NEOJIBA eligió a mujeres de raza negra ejemplares tanto de Brasil como del extranjero—, pero las mejores figuras para enseñar a los jóvenes colombianos sobre ciudadanía, según Galeano y Zapata, son los activistas cívicos colombianos, algunos de los cuales podrían estar viviendo a la vuelta de la esquina. La visión de Hess (2019) sobre la educación musical para el cambio social adopta este tipo de enfoque, comenzando no con nociones abstractas sino con músicos activistas específicos y construyendo un modelo educativo a partir de ahí.
Este segundo paso de localizar la ciudadanía artística y/o combinarla con la descolonización o la indigenización va más allá del alcance de este libro, pero es algo que espero que otros persigan. Estas ideas requieren y merecen un desarrollo mucho mayor. Aquí me limito a hacer un gesto en esta dirección.
Demografía y Enfoque
Una investigación sobre un programa de educación extracurricular en una barriada de Montevideo encontró una fuerte correlación entre el impacto del programa en los niños y el compromiso, la aspiración y el capital cultural de sus padres (Cid 2014; Bernatzky y Cid 2018). De este modo, se ilustraba y explicaba cómo un mismo programa educativo podía tener efectos diversos. Estos hallazgos apoyan el argumento del Capítulo 4 de que los programas extracurriculares pueden servir como un mecanismo de diferenciación social, aumentando la desigualdad en lugar de producir inclusión: como el programa de Montevideo fue efectivo solo para los niños con padres comprometidos, exacerbó la diferencia entre ellos y los estudiantes más desfavorecidos.
Este estudio ilustra la dificultad de dar una respuesta única a la cuestión de la eficacia de un programa educativo, ya que depende de las características sociales y culturales de las familias de los beneficiarios. Este es también un punto central de los estudios de Rimmer (2018; 2020) sobre In Harmony Sistema England. Habiendo llegado a la misma conclusión en relación con la ASPM en Francia, Picaud (2018) advierte contra los relatos simplistas sobre “el efecto” de Démos en los niños. La respuesta a “¿funciona la ASPM?” parece ser “para algunas personas”, lo que significa que es imposible generalizar sobre sus efectos. Este tipo de investigación plantea interrogantes sobre la literatura del “poder de la música”, ya que sugiere que los efectos de una intervención educativa pueden no ser explicables solo en términos psicológicos o neurocientíficos. Además, como sostiene Ramalingam (2013), atribuir resultados sociales a una sola intervención es muy problemático; es más probable que los impactos se logren mediante redes o coaliciones de actores que trabajan en conjunto. El efecto limitado en los estudiantes menos favorecidos sugiere que deberíamos hablar del impacto de la educación musical en combinación con el compromiso, la aspiración y el capital cultural de los padres. Subraya los problemas de las descripciones de la ASPM que homogeneizan a los beneficiarios (como “pobres”, “en riesgo”, “desfavorecidos”, etc.), y la necesidad de realizar análisis mucho más detallados sobre qué segmento de una comunidad determinada participa en un programa de ASPM concreto y si los beneficios varían según los participantes.
Sin embargo, también es posible ver las explicaciones sociológicas y científicas en una relación más armoniosa. Al fin y al cabo, la pregunta clave que se plantea aquí no se refiere a si la música tiene la capacidad de producir beneficios en los individuos, sino quién recibe esos beneficios. La ASPM ortodoxa proporciona un canal para que los niños que inicialmente tienen una ventaja educativa marginal reciban un impulso educativo.29 Incluso dejando de lado todas las cuestiones políticas y filosóficas, y tomando los efectos de la música como un hecho, la ASPM puede seguir siendo ineficaz o incluso contraproducente a nivel social porque no beneficia a los más necesitados, sino que sirve para ampliar la brecha entre los que tienen y los que no tienen. En este sentido, las ventajas individuales que proporciona son en cierto modo irrelevantes: si la ASPM no funciona para los más vulnerables o marginados, entonces no es un modelo de inclusión social. Un modelo que no logra su objetivo principal y que atrae más a los niños que disfrutan de la escolarización y tienen familias que los apoyan es una mala elección para perseguir la equidad educativa.
En la actualidad, el impacto social de la ASPM se ve limitado por su diseño y monopolización por un grupo autoseleccionado con ventajas previas que ya está en gran medida en sintonía con los valores del programa. Este diseño tiene mucho sentido desde el punto de vista musical: es más probable que estos estudiantes lleguen con los valores del programa establecidos, se adapten a sus formas de trabajo y produzcan buenos resultados artísticos, por lo que el programa puede depender de ellos. Apelar a una fracción social con pocos recursos económicos, pero con más compromiso educativo, aspiraciones y capital cultural tiene mucho sentido si el objetivo es democratizar la música clásica y asegurar su futuro. Pero el cambio social requiere de un enfoque diferente, uno que se dirija de forma efectiva a estudiantes de otro tipo de familias (aquellas menos comprometidas con la educación, con menos aspiraciones o capital cultural) que tienden a caer entre las grietas del sistema. De hecho, dicho enfoque es, precisamente, lo que recomiendan algunos expertos (p. ej. Cid 2014; Bernatzky y Cid 2018; Purves 2019). El desafío, entonces, es crear una versión de la ASPM que sea más accesible y atractiva para aquellos con menos ventajas —los más excluidos en lugar de los más incluibles.
Semejantes cambios serían un gran paso hacia la justicia educativa y la verdadera inclusión, pero el objetivo de la transformación social también implica dirigirse a un grupo muy diferente: aquellos que tienen más probabilidades de crecer para tener las palancas del poder. Nixon (2019) ofrece un ejemplo sugerente al examinar la salud pública a través de un lente antiopresivo. Sostiene que los debates sobre las desigualdades en materia de salud y los intentos de abordarlas se ven empañados por un enfoque casi exclusivo en los efectos y en quienes los sufren (grupos desfavorecidos, vulnerables, marginados o en riesgo). En gran medida, la mitad de la imagen —los aventajados o privilegiados—, está ausente, ya que solo figuran como supuestos expertos en cuestiones sociales y salvadores del primer grupo. Sin embargo, ignorar la mitad de la imagen limita las posibilidades de una acción decisiva para alterar los patrones perdurables: “Si la inequidad se enmarca exclusivamente como un problema de las personas marginadas, las respuestas solo intentarán atender las necesidades de estos grupos, sin corregir las estructuras sociales causantes de esta desventaja”. De hecho, una presunta equivalencia entre el privilegio y la experiencia puede en realidad fortalecer el statu quo, reforzando una relación desigual entre “salvadores” y “salvados” y fomentando un flujo de recursos materiales hacia las personas privilegiadas para diseñar y ejecutar programas para las poblaciones desfavorecidas.
Nixon propone replantear este panorama de manera que las experiencias del grupo desfavorecido se entiendan como una consecuencia de las elecciones del privilegiado; por lo tanto, este último debe considerarse cómplice de la producción y del mantenimiento de las desigualdades estructurales, de las que se beneficia. Si se quiere abordar seriamente las causas de las desigualdades, y no solo suavizar los efectos, hay que prestar más atención al grupo privilegiado y cambiar su autopercepción de salvadores a aliados críticos. Esto implica que los actores privilegiados desaprendan viejos supuestos y abandonen el afán (por muy altruista que sea) de arreglar a los demás para trabajar en solidaridad con los grupos desfavorecidos y actuar sobre los sistemas de desigualdad. También implica reconocer su complicidad con dichos sistemas y reconocer que el grupo desfavorecido probablemente sepa más que ellos sobre las desigualdades y tenga más experiencia y conocimientos para abordarlas. El objetivo final no es trasladar a las personas de un lugar a otro dentro de una estructura injusta (movilidad social), sino contrarrestar los sistemas que causan esas desigualdades (cambio social).
Las implicaciones de esta crítica para la ASPM son profundas. Arroja una luz áspera, aunque indirecta, sobre el modelo y la filosofía ortodoxos del campo. Nixon desmonta la idea de que la mejor manera de abordar las desigualdades es que las élites sociales utilicen su “experiencia” para ayudar a los grupos marginados con sus problemas, y que dichos problemas son causados por comportamientos individuales o grupales. Cuestiona la respuesta de los actores privilegiados “que van a las comunidades (locales y extranjeras) para aportar sus conocimientos y soluciones a los individuos necesitados”. Su mensaje es inequívoco: “Dejen de intentar salvar o arreglar a las personas que están en la parte inferior de la moneda” (su metáfora de la jerarquía social). Propone que los actores privilegiados reorienten su motivación de “deseo ayudar a los menos afortunados” o “utilizo mi experiencia para reducir las desigualdades de las poblaciones marginadas” a los siguientes compromisos:
Intento comprender mi propio papel en el mantenimiento de los sistemas de opresión que crean desigualdades.
Aprendo de la experiencia de los grupos históricamente marginados y trabajo en solidaridad con ellos para que me ayuden a entender los sistemas de desigualdad y a tomar medidas al respecto.
Esto incluye trabajar para construir el conocimiento entre otros en posiciones de privilegio, y movilizarse en la acción colectiva bajo el liderazgo de la gente en la parte inferior de la moneda. [énfasis en el original]
Proporcionar educación musical gratuita a los niños pobres y desfavorecidos es un objetivo noble —pero puede no encajar fácilmente con el objetivo de cambio social, al menos si ese cambio ha de ser significativo y duradero. Como señala Spruce (2017, 724), el paradigma de la justicia social distributiva (ampliar el acceso a los recursos culturales) “se reconoce ahora dentro de la literatura de la justicia social como insuficiente, en la comprensión de la justicia social que ofrece, y como marco para identificar y abordar los problemas de la injusticia social”. Un enfoque basado en el acceso “aborda únicamente las consecuencias de las estructuras sociales y de poder que producen desigualdades e injusticias, dejando esas estructuras sin tocar ni cuestionar”. Abordar las causas requiere un enfoque diferente: por ejemplo, uno que fomente la alianza crítica entre los ricos y los pobres, los poderosos y los sin poder. Ampliar el acceso a la educación musical resulta más atractivo —y puede parecer y sentirse mejor—, pero es probable que sea menos eficaz como motor del cambio social.
De forma aún más disruptiva para la ASPM, un enfoque antiopresivo implica también un cambio de ver la cultura dominante y sus portadores como una solución a los problemas sociales a verlos como parte del problema: ya no tratarlos como los que saben y han venido a salvar o rescatar a los que no saben, sino como los que necesitan escuchar y aprender de la experiencia de los grupos históricamente marginados. Son estos últimos grupos los que, basándose en siglos de uso de la música para resistir la opresión y buscar la sanación y la cohesión social, son los verdaderos expertos en acción social por la música; son sus músicas, sobre todo, las que encarnan ese concepto. Como sostiene Nixon, el cambio real requiere que los actores privilegiados se descentren: “Demostrar humildad respecto a la supuesta corrección de ciertas formas de hacer, comunicar y pensar, y dar un paso atrás para dejar espacio a las alternativas”. Esta imagen no podría estar más lejos de la veneración de El Sistema por el director de orquesta omnisciente y su autoimagen como organización de misioneros musicales que llevan la música clásica a los desiertos culturales para rescatar a los jóvenes desorientados (véase Baker 2014). Adoptar el cambio social como objetivo principal y un enfoque antiopresivo para lograrlo implica darle la vuelta a la ASPM.
Hess (2018; 2021) proporciona una pista, examinando la educación musical a través de un lente antiopresivo. Ella pone el ejemplo de profesores de estudiantes blancos y predominantemente acomodados en Canadá, que no solo ofrecen instrucción en músicas afrodiaspóricas, sino que también promueven conversaciones críticas sobre cuestiones estructurales como el privilegio y la opresión, iluminando las relaciones entre la música y la esclavitud, el colonialismo y la resistencia. “Facilitar esta comprensión quizá abra una conversación más amplia sobre la necesidad de una reparación sistémica. La música proporciona entonces la base para una conversación que historiza la desigualdad actual y señala las implicaciones sistémicas” (2021, 66). Aquí podemos ver las semillas de una inversión de la ASPM, en busca del objetivo del cambio social: en lugar de dirigir la música clásica europea a los estudiantes pobres de grupos minoritarios, ofrecer la música afrodiaspórica a los blancos ricos.
En resumen, la ASPM produciría lógicamente los mayores beneficios para la sociedad si se centrara en la parte superior e inferior del espectro socioeconómico: los que determinan el statu quo y los más desfavorecidos por él. En la actualidad, sin embargo, la mayoría de sus beneficiarios parecen estar en algún lugar en el medio. Un programa para ampliar el acceso a la música clásica es perfectamente legítimo —pero debería reconocerse por lo que es, en lugar de etiquetarlo como música para el cambio social. No hay nada de malo en atraer predominantemente a una fracción aspiracional y comprometida de la clase popular interesada en clases de música gratuitas —pero de nuevo, debería reconocerse por lo que es, que no es un programa social para los jóvenes más vulnerables o excluidos. Si estos últimos objetivos son reales y primordiales, entonces la ASPM debe replantearse su enfoque, prestando más atención a otros grupos y a la cuestión de cómo llegar a ellos.
1 YOLA National at Home, “The Philosophy of El Sistema”, https://www.youtube.com/watch?v=DMDTfTgFaOA.
2 También un número creciente de autores sobre el trabajo, la productividad y la creatividad defienden el valor de alternar períodos de intensidad y descanso para mejorar la calidad del trabajo y permitir la incubación de nuevas ideas. La intensidad incesante puede tener consecuencias físicas y mentales.
3 Véase, por ejemplo, la entrada de mi blog “‘False philanthropy’ in the Sistema-inspired sphere”, https://geoffbakermusic.wordpress.com/el-sistema-the-system/el-sistema-blog/false-philanthropy-in-the-sistema-inspired-sphere/.
4 Comunicación personal del fundador del programa, Eduardo Tacconi.
5 Comunicación personal (citada con permiso).
6 Catherine Surace, “Batuta y su papel en la consolidación de un discurso sobre las artes y la transformación social”, SIMM-posium 4, 26 de julio de 2019.
7 Sistema Toronto, “Social development”, https://www.sistema-toronto.ca/about-us/our-program/social-development.
8 De ahí que no sorprenda que la evaluación del BID de 2017 haya encontrado tan pocas pruebas de efectos sociales.
9 Godwin (2020, 16), que trabajó para un programa australiano IES, considera estas preguntas, y su conclusión es clara: “El principal interés de las orquestas sinfónicas que llevan a cabo programas inspirados en El Sistema es apoyar la continuidad de la institución de la música clásica y la orquesta”. Señala la ambigüedad moral de este enfoque: “El Sistema, cuando se lo apropian las organizaciones de música clásica en Australia, es una herramienta eficaz para atraer los corazones y las carteras de los donantes, los medios de comunicación y los seguidores. Esta apropiación, cuando se hace de forma acrítica, envuelve a todos los implicados en un engaño, sin saberlo o sabiéndolo, de manera consciente o inconsciente” (19).
10 Por ejemplo, el Partido Laborista del Reino Unido abandonó la movilidad social como objetivo en 2019 en favor de la justicia social (Stewart 2019). Véase también la entrada de mi blog “Is Sistema a ‘movement’?”, https://geoffbakermusic.wordpress.com/el-sistema-older-posts/ is-sistema-a-movement/.
11 La Fundación Hilti, patrocinadora de El Sistema, combina el deslizamiento lingüístico con la revisión histórica, confundiendo la “inclusión social” de Abreu con el “cambio social” y proyectándolo hacia 1975, más de dos décadas antes de su aparición (https://www.hiltifoundation.org/music-for-social-change).
12 Rimmer (2020) muestra que confiar en el carisma de los profesores ocupaba un lugar importante en los planes de In Harmony Sistema England.
13 Otra respuesta lógica es experimentar con o eliminar el papel del director de orquesta (el centro de los esfuerzos reformistas de Govias).
14 Edición especial de Contemporary Music Review (38:5, 2019).
15 Es posible que Abreu haya tropezado accidentalmente con una fórmula perfecta para la acción social mientras perseguía el objetivo original de El Sistema de formar músicos de orquesta, declarado en su constitución fundacional (véase Baker 2014), pero, como hemos visto, la evidencia sugiere lo contrario.
16 La organización benéfica Aesop (https://ae-sop.org/) ofrece un ejemplo. Su programa, Dance to Health, partió de la identificación de un problema social. Consultó a destacados investigadores sobre la mejor manera de abordar este problema y se comprometió seriamente con las críticas académicas a las afirmaciones habituales sobre el impacto de las actividades artísticas. Reconoció que la organización tenía que hacer las cosas de forma diferente para lograr los resultados deseados: tenía que desarrollar un plan de estudios especializado.
17 Revista Internacional de Educación Musical (5:1, 2017) y Action, Theory, and Criticism for Music Education (18:3, 2019).
19 Daniel Leech-Wilkinson, “Challenging Performance: Classical Music Performance Norms and How to Escape Them”, https://challengingperformance.com/the-book/.
20 Orchestras/Orchestres Canada, “Trust, transparency and truth”, https://oc.ca/en/trust-transparency-truth/.
21 David Irving, “Decolonising Historical Performance Practice”, Royal Holloway University of London, 2 de febrero de 2021.
22 Philosophy of Music Education Review Vol. 28, No. 2, Fall 2020.
23 En palabras de la Dra. Fleming, la diversidad y la inclusión son el equivalente a “pensamientos y oraciones” (@alwaystheself, tweet, 5 de junio de 2020, https://twitter.com/ alwaystheself/status/1268768893289533441), mientras que para Takeo Rivera, “un currículo diverso no es justicia, es una excusa” (como informó Gareth Dylan Smith de un panel sobre la descolonización del currículo en la Universidad de Boston en junio de 2020).
24 “PUTIN POWER: musicians sound their outrage (a statement of support)”, Facebook, 11 de febrero de 2021.
25 Véase la entrada de mi blog “Eric Booth and Wuilly Arteaga, the Sistema icon who isn’t“, https://geoffbakermusic.wordpress.com/el-sistema-the-system/el-sistema-blog/eric-booth-and-wuilly-arteaga-the-sistema-icon-who-isnt/.
28 Existe una gran cantidad de literatura sobre la interpretación como práctica creativa, pero es cuestionable hasta qué punto se aplica a un sistema orquestal juvenil disciplinario.
29 Del mismo modo, Purves (2019), en un estudio del Reino Unido, sostiene que la educación musical extracurricular pública puede aportar potencialmente más ventajas a los niños que ya experimentan condiciones más favorables, ya que es más probable que estos niños aprovechen las oportunidades y persistan en su compromiso a lo largo del tiempo. Los estudios sobre la ASPM sugieren que este argumento es válido incluso cuando las diferencias económicas son pequeñas o inexistentes y las condiciones más favorables tienen una forma no material, lo que complica la sugerencia de Purves de que los programas del tipo Sistema son una solución al problema que él identifica.