6. Desafíos
© 2022 Geoffrey Baker, CC BY-NC 4.0 https://doi.org/10.11647/OBP.0263.06
El tercer paso de la investigación orientada a la justicia social es “comprender los obstáculos, las posibilidades y los dilemas de la transformación” (citado en Wright 2019, 217). Un tema central de este libro es la complejidad y, de hecho, el camino del cambio no es sencillo. Si el capítulo anterior se centró en las áreas potenciales de crecimiento, aquí presto atención a algunos obstáculos para la transformación. También hay dilemas más conceptuales o filosóficos que complican una visión optimista de la reforma de la ASPM.
Obstáculos para el Cambio
En 2006 se estrenó el influyente documental sobre El Sistema, Tocar y Luchar, y se produjo la primera ola de reportajes favorables sobre el programa venezolano en la prensa británica (p. ej. Higgins 2006). En 2007, la Orquesta Juvenil Simón Bolívar irrumpió en la escena internacional con su debut en los Proms de Londres, y en 2008, CBS News emitió el histórico reportaje del programa 60 Minutes, “El Sistema: cambiando vidas a través de la música”. Este fue el periodo decisivo en el que la ASPM se convirtió en un fenómeno mundial.
Sin embargo, en esos mismos años, La Red elaboró informes internos que revelaban problemas significativos con este modelo. Durante la década siguiente, mientras influyentes partidarios proclamaban que El Sistema era un milagro y la ASPM se extendía por todo el mundo, La Red se enfrentó al reto de corregir esos problemas. La Red generó así una contranarrativa que podría haber frenado la euforia que recorría el Norte global, pero nunca se hizo pública. Mientras yo investigaba sobre El Sistema en 2010–2011 y descubría el abismo entre la imagen y la realidad, no tenía ni idea de que esos problemas se conocían desde hacía cinco años al otro lado de la frontera, en Colombia, y que ya se estaban haciendo esfuerzos para solucionarlos. Del mismo modo, no tenía ni idea de que Estrada y Frega habían producido informes críticos sobre El Sistema en 1997, ya que esas investigaciones también habían permanecido inéditas (véase Baker y Frega 2018). Cuando comencé mi trabajo de campo en Medellín en 2017, no sabía que mi investigación había sido precedida por una década de informes internos sobre las fallas de la ASPM. Mi comprensión —como la de tantos otros en todo el mundo—, se veía obstaculizada porque información significativa que ya existía no circulaba en absoluto. Este libro es, en gran parte, un intento de sacar a la luz esta historia de (auto)crítica y cambio para que no tengamos que seguir reinventando la rueda.
El Debate Público y la Circulación del Conocimiento
El poder de Abreu sobre el sector de la música, su nula tolerancia a las críticas y su carácter vengativo hicieron que la discusión pública franca de los problemas de El Sistema se viera severamente limitada en Venezuela (Baker 2014), y su actitud —”no tenemos problemas”—, marcó el tono de la cara pública de la ASPM. Además, el predominio de las narrativas positivas sobre el impacto social de las artes hoy en día significa que la presión externa para el cambio es débil. Hay pocas voces influyentes impulsando una reevaluación crítica del sector. Incluso cuando hay cambios en marcha, apenas se mencionan los problemas. Se habla mucho de nuevos enfoques, pero mucho menos de lo que estaba mal en los antiguos. Cada vez hay más signos de distanciamiento del modelo de El Sistema, como se ha señalado en el capítulo anterior; pero el valor de la marca para el campo, el poder del programa venezolano a nivel internacional y un sentido de lealtad y deuda histórica son tales que hay una verdadera reticencia a discutir este proceso públicamente.
Prometer lealtad a la marca El Sistema mientras se cambia a enfoques más progresistas puede ser una decisión estratégica y educativa sensata, pero tiene el inconveniente de enviar un mensaje público de continuidad en lugar de cambio. El hecho de enmarcar este trabajo como “inspirado en El Sistema” y la evasión pública de las cuestiones críticas perpetúan el dominio y la reproducción del viejo modelo, incluso cuando se está reformando o sustituyendo en algunos lugares. La mayoría de los sitios web de los programas IES presentan una imagen excesivamente optimista de El Sistema y algunos también difunden información inexacta sobre el programa venezolano, sirviendo en efecto para promover un modelo problemático en lugar de fomentar la reflexión crítica sobre el mismo.
En consecuencia, los que se encuentran a mayor distancia y no están ya a bordo de la autocrítica y del cambio pueden tener poca idea de que se trata de un proceso importante y necesario. Independientemente de los cambios que se hayan producido en el pensamiento y la práctica en algunos lugares, la falta de una crítica clara y explícita de la ASPM ortodoxa significa que muchos otros continúan en líneas que han cambiado poco durante décadas, incluso siglos. El discurso público sigue siendo en gran medida el mismo, y la publicidad institucional, los informes de prensa y los comentarios en los medios sociales sobre la ASPM continúan como antes. Los cambios no han sido ampliamente comprendidos, y mucho menos lo que se ha dejado atrás o el por qué. Esta falta de claridad sobre la continuidad y el cambio limita el desarrollo del campo.
El grado de concienciación sobre la reevaluación crítica y el cambio es escaso en muchos lugares. En Colombia, me encontré con pocas personas que conocieran en detalle lo que estaba ocurriendo en otros programas de la ASPM dentro del mismo país, y mucho menos en Buenos Aires, Los Ángeles o Toronto. El Sistema sigue siendo influyente en toda América Latina en parte porque su marca y su narrativa siguen circulando mucho más que las críticas o las transformaciones. Para algunos investigadores, criticar El Sistema en 2021 puede parecer innecesario, pero el programa conserva una influencia considerable en muchas partes del mundo, particularmente en las esferas del gobierno, de las instituciones, de la industria y de los medios de comunicación.
En el centro del tema está el contraste entre el debate privado y el público. He conocido a dirigentes y empleados de la ASPM en varios países que están dispuestos a entablar conversaciones críticas en privado, pero, ya sea por la presión institucional para seguir la línea o por las ventajas de adoptar la retórica idealista de la ASPM, esas críticas rara vez llegan al ámbito público. El ecosistema de la ASPM incentiva la lealtad pública a la ortodoxia del campo en lugar de un cuestionamiento abierto, y esto sirve de obstáculo para el cambio. Por lo tanto, es vital un mayor debate público sobre cuestiones críticas. Si los reformistas hacen más ruido sobre su trabajo y fomentan una mayor conciencia pública de los cambios que se están produciendo, el ritmo del cambio en la ASPM se acelerará inevitablemente.
El intercambio abierto entre la ASPM y la investigación en educación musical progresista también ha sido la excepción más que la norma. En los últimos años, los representantes de los programas de la ASPM han sido escasos en foros como el Grupo de Interés Especial de El Sistema de la Sociedad Internacional de Educación Musical (ISME) o las conferencias de Impacto Social de la Música (SIMM), y los investigadores críticos son aún más raros de ver en los eventos de promoción de El Sistema. La principal publicación del campo IES, The Ensemble, se centra en la educación musical y la acción social, pero ha ignorado la mayor parte de las investigaciones sobre la ASPM y ha pasado por alto gran parte de los trabajos relevantes sobre la música comunitaria, la justicia social en la educación musical y la sociología y filosofía de la educación musical. El cambio se vería considerablemente favorecido por un mayor conocimiento y comunicación con estos campos, en los que las ideas y las prácticas que son fundamentales para la ASPM han sido objeto de debate durante muchos años. André Gomes Felipe, director de la escuela Liberdade y director del concierto de NEOJIBA descrito en el Capítulo 5, es también un investigador que ha presentado sus trabajos en los congresos de la ISME y de SIMM; no es casualidad que un músico que se mantiene al corriente de la investigación en estos campos esté realizando un trabajo interesante dentro de la ASPM.
Sin embargo, también se encuentran problemas similares dentro de la esfera de la investigación, donde un número preocupante de estudios sobre la ASPM no tienen en cuenta en gran medida (si es que lo hacen) los estudios críticos revisados por pares. Algunos investigadores cualitativos han mirado con atención los estudios cuantitativos de El Sistema (p. ej. Logan 2015b; Scruggs 2015; Baker 2017a; Baker, Bull y Taylor 2018), pero no ha ocurrido lo contrario. Otros estudiosos cualitativos, mientras tanto, parecen apenas conocer el campo de la investigación en educación musical. Esta tendencia a ignorar o descartar en lugar de comprometerse críticamente con los estudios existentes ha estropeado el subcampo de la investigación de la ASPM. También en este caso es necesario un debate más abierto: los investigadores tienen el deber profesional de responder a las evidencias y a los argumentos de sus pares y no pasarlos por alto.
No es solo que la información no circule; en algunos casos, se impide activamente su circulación. Las investigaciones con resultados ambiguos o conclusiones críticas se ignoran sistemáticamente. Govias (2015b) ha escrito incluso sobre la censura en el sector IES.1 En varios países, las principales partes interesadas —instituciones, gobiernos, figuras prominentes de la música clásica, periodistas e incluso algunos investigadores—, han combinado sus fuerzas para seleccionar resultados, repetir afirmaciones infundadas y pasar por alto pruebas contrarias (Baker 2018). De este modo, se han confabulado para promover una narrativa engañosa del éxito. Rimmer (2020) describe In Harmony Sistema England como “demasiado grande para fracasar”, y señala que la prensa nacional presentó repetidamente el programa como un éxito sobre la base de argumentos muy endebles, pero luego ignoró un informe de evaluación independiente de tres años que no encontró efectos positivos en el rendimiento, la asistencia o el bienestar general de los niños participantes. Rimmer sugiere que la vehemente defensa de In Harmony, especialmente por parte de los medios de comunicación, marginó la reflexión razonada sobre sus resultados mixtos.
En resumen, el cambio y el conocimiento del cambio se han visto limitados por la falta de compromiso con la circulación de ideas por parte del sector de la ASPM y sus partidarios. Recordemos un punto del Capítulo 4: la cultura es un campo de batalla en el que las ideas entran en contacto y en conflicto y se desarrollan. Si la ASPM sigue evitando este proceso, su desarrollo seguirá viéndose obstaculizado. La supresión de la crítica y del debate puede haber proporcionado ganancias a corto plazo en términos de imagen pública, pero a largo plazo es un juego peligroso para cualquier organización o campo, y mucho más para uno que proclama principios rectores como la inclusión, la equidad y el espíritu de investigación.
La Educación Musical Superior
Junto a este impedimento para la transformación se encuentra el problema de la formación profesional de los músicos, que fue un tema central en Medellín. ¿Cómo se iban a poner en práctica las nuevas pedagogías si la formación de los profesores en las universidades seguía siendo prácticamente la misma? ¿Cómo iban a impartir los profesores habilidades creativas cuando muchos habían pasado por una educación de estilo conservatorio que Peerbaye y Attariwala (2019, 44) llaman “formación para eliminar la creatividad”? (véase también Waldron et al. 2018). ¿Cómo iban a promover los profesores la justicia social y evitar perpetuar las injusticias si no habían sido formados para reflexionar sobre los aspectos sociales y políticos del aprendizaje y de la enseñanza de la música? (Rusinek y Aróstegui 2015). ¿Cómo iban a dar pasos descolonizadores si venían de una educación superior profundamente estructurada por la colonialidad? (Silva Souza 2019). Este fue un gran desafío para La Red. Identificar direcciones productivas era una cosa; resolver cómo perseguirlas, y quién las promulgaría, era otra. No era solo que el programa tuviera ahora una historia acumulada, un impulso y una trayectoria musical; también estaba el reto de encontrar profesores con una formación más pertinente, capaces de aplicar nuevas pedagogías. La Red ofrecía actividades de desarrollo profesional, pero era una vía lenta para la reforma.
El cambio en la ASPM no puede avanzar mucho como un proceso independiente; necesita ir de la mano de las reformas en la educación musical superior. Como sostienen Peerbaye y Attariwala (2019, 42) en relación con la cultura orquestal: “Las facultades de música y los conservatorios tienen la llave del cambio”. Cada vez se reconoce más la importancia de un cambio en la educación musical superior (p. ej. Gaunt y Westerlund 2013), pero el movimiento real ha sido más lento. En América Latina, la educación musical superior ha sido profundamente moldeada por el modelo de conservatorio europeo, y en muchos lugares sigue siendo así; a menos que haya un mayor cambio de énfasis, alejándose de la preparación para las carreras de interpretación clásica y acercándose a la formación de profesores para el trabajo musicosocial, los esfuerzos para remodelar la ASPM se verán obstaculizados. En Medellín, si las carreras de música estuvieran más conectadas con las realidades musicales de la ciudad, y si las universidades locales introdujeran una rama de la ASPM (un paso totalmente lógico, dado que muchos de sus graduados pasan a trabajar en La Red), entonces los graduados de música estarían mejor situados para preparar a la siguiente generación para la vida social y el trabajo musical.
Países como el Reino Unido, Canadá y Finlandia ofrecen titulaciones de grado en música comunitaria, pero no hay ningún equivalente para la ASPM. Sin embargo, estos programas universitarios pueden apuntar a cómo podría ser la formación de profesores enfocada en la ASPM. También es sugerente el estudio de Zamorano Valenzuela (2020) sobre la formación de profesores de música orientados al activismo en una universidad pública chilena. Describe la formación de sujetos críticos y reflexivos, con una visión de transformación social y no solo de formación técnica. Las clases incluyen educación para la ciudadanía, prácticas de convivencia democrática y resolución de conflictos. Se anima a los estudiantes de magisterio a conectarse con los movimientos y movilizaciones sociales, que son vistos como espacios de aprendizaje. En resumen, el papel del profesor de música se entiende como un papel político, y se anima a los profesores en formación a cuestionar y, si es necesario, invertir las normas de su propia educación musical anterior. Los graduados de un programa de este tipo estarían bien preparados para el trabajo de la ASPM.
Resistencia
La resistencia al cambio era otro freno importante en Medellín. Estaba ligada al doble espectro del pasado y de la excelencia musical. El Sistema y La Red en su fase venezolana pusieron el listón muy alto en términos musicales: la Orquesta Simón Bolívar se convirtió en el estándar de oro para los programas de la ASPM, y la excelencia se equiparó con las interpretaciones de alta calidad del repertorio orquestal canónico. El Sistema también propagó la noción de un “milagro”, el equivalente musical de “tenerlo todo”: que la búsqueda decidida de la excelencia musical también producía resultados sociales asombrosos. La investigación ha revelado que este milagro es un mito, pero sigue ejerciendo una influencia importante en el campo. Muchos profesores se educaron en esta ideología, que les queda bien a los estudiantes más entusiastas y con más talento, los que tienen más probabilidades de permanecer a largo plazo. En consecuencia, estos grandes “programas sociales” latinoamericanos son juzgados principalmente según los estándares de excelencia musical convencionalmente definidos, y ninguna forma alternativa de evaluación —basada en criterios como la inclusividad, la creatividad o la voz de los estudiantes—, ha ganado una amplia aceptación.
Sin embargo, esa excelencia dependía de un nivel extraordinario de compromiso de tiempo, una visión limitada de la acción social como ampliación del acceso y un régimen disciplinario militarista que a veces se caracterizaba por rozar lo abusivo, y por lo tanto, sentaba un precedente problemático. Suavizar esos aspectos es un paso obvio para un programa que desea tomarse más en serio la vertiente social, pero, como La Red ha descubierto a lo largo de los años, tiene repercusiones musicales. Cambiar el equilibrio entre lo musical y lo social significa pasar de unos resultados llamativos a otros menos obvios, que no necesariamente pueden presentarse como un concierto casi profesional en el escenario. El cambio puede significar mejoras en diversas áreas (como que los estudiantes disfruten de un mejor trato y de una vida más equilibrada), pero con la disminución de la intensidad va el descenso del nivel de rendimiento de la orquesta de exhibición. Una ASPM en transformación no puede competir con El Sistema en el terreno de las medidas convencionales de excelencia. Aunque ha habido algunas innovaciones interesantes, no hay nada que pueda compararse con la Bolívar en términos de nivel de rendimiento, y teniendo en cuenta la peculiaridad de esa orquesta —su director-político, sus enormes recursos, su inigualable ritmo de trabajo—, quizá nunca lo habrá.
Por lo tanto, según las normas convencionales del sector, el cambio lleva a la decadencia. Numerosos músicos de La Red, sobre todo los de la vieja guardia, creían que una mayor acción social significaba un menor nivel musical, tal y como se ha comentado en el Capítulo 2. No es de extrañar que un cambio hacia una ASPM más centrada en lo social pueda ser resistida o, al menos, no abrazada por los músicos si se presenta de esta manera. Mientras la Bolívar y otras orquestas similares sean consideradas como el estándar de oro para la ASPM, es difícil ver que el campo se mueva tan rápidamente o tan ampliamente como podría. Mientras las deslumbrantes interpretaciones de grandes obras orquestales sigan considerándose un ejemplo de acción social y la principal medida del éxito, los intentos de generar una educación musical más inclusiva, diversa, creativa y participativa pueden ser considerados por muchos como un fracaso o, como mínimo, menos atractivos.
En Medellín, encontré a varios miembros de la primera generación atrapados en un limbo entre la nostalgia por los logros anteriores de La Red y el reconocimiento de que habían desaparecido. Sabían que las condiciones que sustentaban la primera fase ya no existían, pero seguían lamentando el declive de la pasión, de la dedicación y del sentido de pertenencia. El Sistema era el modelo del pasado para La Red y casi todos lo sabían, estuvieran o no contentos con ello; pero la romantización de ese pasado por parte de algunos empleados hacía que siguiera actuando como freno para el cambio. La noción de una “era dorada” en el pasado, de una esencia histórica ligada a una concepción convencional de la excelencia musical, era un obstáculo para imaginar un futuro diferente.
El deseo de continuidad con la ortodoxia de la ASPM, o la resistencia a los nuevos enfoques, puede encontrarse en todos los niveles de los programas, incluidos los estudiantes, el personal y la dirección. Pero también hay que tener en cuenta las fuerzas sistémicas y externas. Las instituciones tienen la costumbre de crear su propio impulso o inercia, que va más allá de los intereses o deseos de los individuos que las componen. En los programas grandes y de larga duración, los obstáculos prácticos y burocráticos para el cambio pueden ser significativos, y si se percibe que un programa ha funcionado —como es el caso de muchos de los grandes programas de la ASPM mencionados en este libro—, entonces la presión y la motivación para innovar pueden ser limitadas, incluso cuando los individuos entienden que hay problemas que deben ser abordados.
También es importante tener en cuenta el nivel por encima de la dirección: los financiadores, los políticos, las instituciones matrices, etc. La trayectoria de La Red está estrechamente relacionada con su financiación por parte del gobierno municipal. Si el programa abrazó la reflexión crítica y el cambio a partir de 2005, fue porque el gobierno hizo lo mismo. Durante mi trabajo de campo, la Secretaría de Cultura Ciudadana financió la investigación crítica y cualitativa en todas las redes de formación artística de la ciudad. Además, La Red no está adscrita a una organización como una orquesta sinfónica o una sala de conciertos, y no tiene una función publicitaria o estratégica directa para el sector musical profesional. Más bien, es una faceta de la política cultural de Medellín, y el plan cultural de la ciudad para 2011–2020 se centró en la ciudadanía cultural democrática, haciendo hincapié en la participación, la inclusión, la diversidad, la creatividad y la reflexión crítica. No había nada por parte del financiador sobre la defensa de la música clásica o de la orquesta sinfónica; de hecho, la política apuntaba a un enfoque de la educación musical muy diferente al modelo que La Red había heredado de El Sistema. Por lo tanto, el cambio tenía sentido en Medellín; estaba respaldado por el contexto político e institucional. Pero si la prioridad principal del financiador es una “historia de éxito” atractiva —si el programa pretende apoyar a una orquesta sinfónica profesional o pulir la imagen de una figura poderosa—, el espacio para reflexionar críticamente y perseguir el cambio puede reducirse considerablemente.
Por lo tanto, la resistencia a la reforma de la ASPM puede adoptar varias formas y operar en varios niveles: individual, institucional, ideológico y sistémico. La escasa circulación de la información es sin duda un factor que contribuye, pero el estancamiento y la falta de reflexión crítica pública no son simplemente una cuestión de elección individual; también son características estructurales del campo. Lo que hace que las ruedas de muchas organizaciones y de todo el sector sigan girando es una narrativa idealista sobre el poder de la música y, más concretamente, un relato mítico de su programa fundacional, El Sistema. La reputación y la financiación están ligadas a estas historias. ¿Qué margen de maniobra tienen realmente los individuos o incluso las organizaciones, a menos que quienes manejan los hilos del dinero, como la Secretaría de Cultura Ciudadana de Medellín, comprenda la necesidad del cambio?
El Sistema
Otro obstáculo para la reforma es el propio El Sistema, que siempre ha adoptado un enfoque expansionista, pero que también ha sido constantemente buscado por otros programas de más reciente creación. Puede que haya perdido su influencia directa sobre La Red, pero ha desempeñado un papel importante en el desarrollo del programa competidor de La Red, Iberacademy. Muchos programas de la ASPM en América Latina mantienen estrechos vínculos con el progenitor venezolano, y dado que El Sistema es un programa caracterizado por la continuidad, estos vínculos apenas favorecen la autocrítica y el cambio. Algunos programas de la ASPM han comprendido la importancia de adaptarse a los tiempos, pero están atados a una nave nodriza de lento movimiento que apenas ha cambiado su pensamiento desde la década de 1970. Así, el campo de la ASPM se ha visto atrapado entre las corrientes cambiantes de la educación musical y la inmovilidad de su inspiración original y de su representante más influyente, lo que significa que su movimiento ha sido lento y desigual.
El programa YOLA de Dudamel en Los Ángeles es un ejemplo de ello. En sus últimos simposios, los invitados han debatido sobre temas progresistas como el poder, la voz propia, la justicia social y la raza. En la edición de 2020, YOLA invitó a algunos ponentes ajenos a la ASPM para que abordaran temas contemporáneos como la equidad, la programación culturalmente responsable y el desarrollo de los jóvenes. Lecolion Washington, del Centro Musical Comunitario de Boston, habló de amplificar la voz de los jóvenes, criticó el enfoque de enseñar como se ha enseñado y cuestionó la noción de que se puede cambiar el sistema sin cambiar la propia mentalidad.2 Haciéndose eco de un tema central de este libro, afirmó: “No se puede cambiar solo la táctica, hay que cambiar la forma de pensar”. También abogó por repensar el eurocentrismo, utilizando términos como “suicidio cultural” (lo que “los jóvenes BIPOC [minoritarios] suelen sentir al entrar en espacios de aprendizaje musical que han estado dominados durante mucho tiempo por la cultura blanca”) y un “marco salvador blanco”. Nombró la exclusión sistémica dentro de la educación musical, y sugirió que cambiar solo las tácticas puede llevar a mantener un espacio exclusivo, solo que con más mujeres y personas de color en él. Otras dos invitadas, Eryn Johnson (Community Art Center) y Laurie Jo Wallace (Health Resources in Action), se centraron en el Desarrollo Creativo de la Juventud e hicieron hincapié en las capacidades y fortalezas de los jóvenes y en la importancia de la creatividad y de la criticidad en el aprendizaje.3 Presentaron una diapositiva sobre los niveles de participación de los jóvenes que era muy similar a la escalera de participación de Hart, analizada en el Capítulo 3.
Lo notable aquí no fue tanto los argumentos de los presentadores (que fueron excelentes, pero también bastante estándar para la educación artística progresiva) como lo fue el elefante en la sala: El Sistema —el programa que está detrás de YOLA—, encarna todos los problemas que los ponentes señalaron y ninguna de las soluciones. El Desarrollo Juvenil Creativo no es simplemente una adición interesante a la caja de herramientas de la ASPM; es el polo opuesto a la visión de El Sistema de “rescatar a los niños y jóvenes de una juventud vacía, desorientada y desviada”. El enfoque de Washington en la equidad contrasta fuertemente con un programa que es eurocéntrico, no habla de temas raciales y da un lugar privilegiado a los hombres.4 Sin embargo, no solo no se mencionaron estas tensiones, ya que se trataba de un evento inspirado en El Sistema, sino que el propio programa venezolano fue invitado a presentar su filosofía, una oportunidad que aprovechó para reproducir clips de viejos documentales y de la charla de Abreu en el premio TED de 2009.5 Por lo tanto, junto con las sesiones progresistas que abordaron temas contemporáneos, YOLA también proporcionó una plataforma para que El Sistema siguiera promoviendo la visión conservadora de Abreu a través de viejas y muy repetidas imágenes. Mientras que algunos ponentes instaron a un cambio de mentalidad, esta sesión central se dedicó por completo a reverenciar el viejo modelo. El resultado fue la imagen de YOLA como un programa con un pie apuntando hacia el futuro y el otro atascado en un pasado problemático.
Esta lealtad dividida y estos mensajes contradictorios condujeron a una falta de cohesión, coherencia y rigor. YOLA siguió poniendo a El Sistema como ejemplo, pero también invitó a ponentes que contradecían rotundamente la filosofía de El Sistema. Las evidentes disyuntivas entre las viejas y las nuevas visiones pedían ser discutidas, pero nunca fueron mencionadas. Los ponentes hablaron del cambio, pero no hubo ningún análisis crítico de los aspectos de El Sistema que debían cambiarse. Se habló del pensamiento crítico como una característica importante de la educación musical, pero no se aplicó a la propia ASPM. El dominio continuo de El Sistema dio lugar a mensajes contradictorios sobre la reverencia y la crítica, la continuidad y el cambio.
La influencia de alto nivel de El Sistema se ha visto complementada en los últimos años por el éxodo masivo de los músicos de El Sistema de Venezuela a medida que la crisis del país se agudizaba. Muchos están ahora instalados como intérpretes y educadores en todo el mundo, incluso en los programas de ASPM. Haría falta una investigación exhaustiva para determinar la influencia de estos músicos venezolanos en el desarrollo de la ASPM en otros países, y no debería darse por sentado que reforzarían la ortodoxia en lugar de apoyar los esfuerzos de cambio. Uno de los graduados más exitosos de El Sistema que se trasladó a los EE.UU., el violinista Luigi Mazzocchi, ha defendido firmemente la necesidad de una reforma (Scripp 2016a, 2016b). En mi investigación en Venezuela, me encontré con críticas similares a los métodos de El Sistema por parte de sus propios estudiantes, graduados y profesores, por lo que no hay que suponer que estén a favor de reproducir esos métodos en otros lugares. Años antes, Estrada (1997) hizo hallazgos comparables: varios de sus entrevistados, todos miembros actuales o antiguos de El Sistema, se definieron en contra del programa en lugar de identificarse con él. Uno de ellos declaró: “Ahora que doy clases, trato de no cometer los mismos errores que han cometido con nosotros” (25). Otro dijo: “Cada día repito menos el estilo con el que me enseñaron, [he] logrado un contacto con mis alumnos en el que la comunicación es un intercambio real de sentimientos, emociones, conocimientos, inquietudes y no un arma de poder para humillarlos y dominarlos” (17). Un tercero afirmó que El Sistema “me sirvió de modelo de lo que no se debe hacer pedagógicamente” (34).6
Dicho esto, la proliferación de orquestas de antiguos músicos de El Sistema en todo el continente americano, y el caché que el programa sigue teniendo en el mundo de la música clásica y de la educación musical, sugieren que la afiliación abierta al programa venezolano aporta muchas más ventajas a los músicos inmigrantes que una distancia crítica. Sigue siendo una potente tarjeta de presentación. Además, la escasa formación de los profesores y los espacios limitados para la reflexión crítica que ofrece El Sistema significan que las oportunidades de desarrollar alternativas a la filosofía del programa de “enseñar como te enseñaron” son igualmente restringidas. En artículos periodísticos y cortometrajes sobre este tema, músicos venezolanos inmigrantes en varios países han hablado de El Sistema como una historia de éxito que quieren compartir con el mundo. En Chile, incluso han creado una fundación inspirada en El Sistema, Música para la Integración, y con su orquesta titular que lleva el nombre de Abreu y el apoyo de las organizaciones de defensa de El Sistema, parece que mantiene la receta venezolana.7 Programas en los cuales todos —o la mayoría—, son venezolanos, son menos propensos a alejarse del enfoque de El Sistema que aquellos en los que un venezolano se incorpora a una plantilla local. Después de todo, a diferencia del éxodo mucho más lento y limitado de años anteriores ejemplificado por Mazzocchi, la mayoría de estos músicos se fueron por necesidad y no por insatisfacción con la institución o por la búsqueda de una educación mejor. En definitiva, es razonable suponer que el reciente y rápido éxodo de El Sistema habrá reforzado la convención más que la innovación en el ámbito internacional de la ASPM, aunque solo sea reforzando la marca El Sistema. No obstante, es evidente que habrá excepciones, y esta hipótesis debería ponerse a prueba en futuras investigaciones.
Apoyo Internacional
Pensando de nuevo en el nivel que está por encima de los programas, una serie de organizaciones internacionales y multinacionales se han alineado detrás de El Sistema y de las versiones ortodoxas de la ASPM y, por tanto, han actuado como una fuerza de continuidad más que de cambio, aunque hay excepciones, como Jeunesses Musicales, mencionada en el Capítulo 5. La Fundación Hilti, por ejemplo, apoya a El Sistema y a varios programas IES. En América Latina, su financiación se canaliza hacia programas orquestales más conservadores —en Medellín, hacia Iberacademy en lugar de La Red. Las Naciones Unidas y el Banco Interamericano de Desarrollo también son apoyos destacados de El Sistema, y han prestado poca atención a los interrogantes que surgen de la investigación—, incluso la suya propia. En 2018, participaron en un evento en la Universidad de Música y Artes Escénicas de Viena anunciado como “El Sistema: Un modelo de inclusión social para el mundo” (véase Baker 2018). Sin embargo, la evaluación del propio BID había sugerido que El Sistema tenía un bajo nivel de participación de los pobres y que, de hecho, ilustraba “los desafíos de dirigir las intervenciones hacia grupos de niños vulnerables en el contexto de un programa social voluntario”. Como concluye Clift (2020) sobre el estudio del BID: “Como los niños más pobres estaban subrepresentados, lejos de abordar las desigualdades sociales, el trabajo de los centros [de música] sirvió para reforzarlas, algo totalmente contrario a la idea de una intervención diseñada para reducir las desigualdades sociales y de salud”. La exclusión de las mujeres de los puestos de autoridad también hace muy evidente el fracaso de El Sistema como modelo de inclusión social. Sin embargo, estos patrocinadores no solo miraron para otro lado, sino que incluso afirmaron lo contrario.
Estas grandes organizaciones han desembolsado cientos de millones de dólares para El Sistema y programas de ASPM similares. Han desempeñado un papel importante en el desarrollo de la ASPM en todo el mundo, confiriendo prestigio además de fondos. Hasta la fecha, la mayor parte de su apoyo se ha destinado a reforzar el statu quo, incluso si eso significa repetir afirmaciones dudosas y no probadas e ignorar estudios relevantes. Sin duda, el cambio en la ASPM se vería impulsado de forma significativa si los principales financiadores tuvieran debidamente en cuenta los problemas del modelo ortodoxo revelados por la investigación académica publicada y apoyaran más la innovación.
El evento de El Sistema en Austria tuvo lugar casi simultáneamente con la conferencia de Guri/Jeunesses Musicales en Brasil. En el evento europeo, El Sistema se presentó como un modelo para el mundo; en el latinoamericano, ni siquiera se mencionó el programa venezolano, sino que se centró en las nuevas tendencias de la ASPM. Esta dicotomía resume lo que percibo como una lucha por el alma de la ASPM. Esta lucha se centra en América Latina, aunque se desarrolla en países de todo el mundo. América Latina es donde se encuentran los programas de ASPM más antiguos y más grandes, donde el modelo ortodoxo es más persistente, y donde la influencia directa de El Sistema es más notable. En una esquina se encuentra el programa venezolano y otros que siguen o admiran su modelo. En la otra se encuentran los reformistas: La Red, Chazarreta, Guri, etc. Programas contrarios se encuentran en los mismos países e incluso en las mismas ciudades, como Medellín (La Red e Iberacademy). Las líneas de batalla se dibujan en torno a las ideologías educativas y culturales, y también, en gran medida, a los géneros musicales. La mayoría de los programas del primer bando están alineados con organizaciones de música clásica, como las orquestas sinfónicas, o dirigidos por destacados músicos clásicos, y pueden considerarse extensiones o soportes al mundo orquestal profesional, el propósito original de El Sistema. Los programas del segundo bando pueden haber comenzado de esa manera, pero han cambiado su énfasis, como La Red, o han sido fundados en líneas opuestas, como Chazarreta.
Como cualquier relato a grandes rasgos, se trata sin duda de una simplificación. La realidad es más un continuo que una polaridad, y las dos dinámicas pueden incluso encontrarse simultáneamente en diferentes niveles del mismo programa. La Red es un buen ejemplo, al igual que NEOJIBA; en ambos casos, las escuelas y los ensambles de exhibición se encuentran en diferentes puntos del continuo. André Gomes Felipe describe la escuela Liberdade como una iniciativa de música comunitaria dentro de un programa IES.8 Sin embargo, la noción de una lucha por el alma refleja bastante bien mi experiencia de un año de inmersión en La Red, y las comunicaciones privadas de los reformadores de otros programas también apuntan a tensiones, conflictos y rupturas más que a desacuerdos y diferencias de opinión amables. No se trata simplemente de dos enfoques diferentes; uno es una reforma —y por tanto una crítica—, del otro. En Argentina, Chazarreta se opuso directamente al eurocentrismo de El Sistema. La Red se fue distanciando poco a poco del tipo de formación orquestal de élite que representaba Iberacademy, pero los dos programas seguían compitiendo por los estudiantes avanzados y las relaciones eran tensas. El contraste entre los eventos de Viena y São Paulo fue muy marcado; uno exaltaba el viejo modelo, el otro no tenía cabida para este. El anuncio de un programa nacional IES en México en 2019 fue recibido con respuestas críticas por muchos especialistas en educación musical (p. ej. Estrada Rodríguez et al. 2019).9 Sea como sea que uno etiquete este escenario, las corrientes de continuidad y cambio dentro de la ASPM en América Latina están en competencia, y las fuerzas dominantes están en gran medida detrás de la ortodoxia, lo que la hace una lucha desigual. Por lo tanto, el cambio está lejos de estar asegurado.
Dilemas de la Transformación
Hasta ahora, el debate ha girado en torno a los esfuerzos de reforma y las fuerzas que los limitan. Llegados a este punto, también es necesario considerar los retos y dilemas de tipo más conceptual o filosófico que implican la necesidad de un enfoque más revolucionario. Haciéndonos eco del llamamiento de Ramalingam al sector de la ayuda exterior y de las palabras de Lecolion Washington a YOLA, es posible que se necesiten nuevas formas de pensar, en lugar de retocar las prácticas convencionales. Algunos retos son tan profundos que cuestionan la propia existencia de la ASPM.
Existen esencialmente dos categorías de crítica a la ASPM: la práctica y la ideológica. La primera se centra en las diferencias entre la teoría y la práctica, la segunda en la propia teoría. Para los críticos ideológicos de la ASPM y proyectos similares, hacer que los programas funcionen mejor no resuelve el problema, porque el problema es el pensamiento que hay detrás de ellos. Desde este punto de vista, reformar las prácticas no es la solución. Pero las críticas prácticas también pueden plantear cuestionamientos profundos.
¿Es la Educación Musical Realmente la Respuesta?
Una crítica práctica es muy sencilla: El Sistema ha existido durante más de cuatro décadas en América Latina, pero ¿dónde está el cambio social? Incluso después de cuarenta y cinco años de funcionamiento a una escala cada vez más masiva, es imposible señalar pruebas de que El Sistema produzca el tipo de transformación social que afirman los líderes del programa. Venezuela, Colombia, México y Brasil, que tienen grandes proyectos de ASPM, están plagados de violencia, y el problema ha empeorado en Venezuela a lo largo de la historia de la ASPM. En 2018, estos cuatro países representaron una cuarta parte de todos los asesinatos en el mundo (Erickson 2018). Estos altos niveles de violencia no demuestran que la ASPM no funcione, por supuesto, pero sí sugieren que se necesitan pruebas sólidas si se quieren tomar en serio afirmaciones como que “las orquestas y los coros son instrumentos increíblemente eficaces contra la violencia”. Sin esas pruebas, hay que dudar de la justificación de la educación musical desde esta perspectiva.
John Sloboda (2015) plantea una serie de preguntas de gran relevancia para la ASPM. Si los objetivos sociales son realmente primordiales, pregunta Sloboda, ¿se puede afirmar con seguridad que la educación musical es la mejor manera de alcanzarlos? ¿Es posible que, al menos en algunos casos, un cambio social significativo requiera una actividad totalmente diferente y que la acción más responsable sea dejar de lado la música y perseguir esos objetivos por otros medios? ¿Poner la música en primer lugar, convirtiéndola en una parte no negociable de la acción, pone límites a lo que se puede conseguir socialmente?
En la actualidad, no existe ninguna investigación que demuestre de forma convincente que la educación musical es la herramienta más eficaz y eficiente para los tipos de acción social que buscan los programas de ASPM (como la reducción de la pobreza y la delincuencia o la promoción de la convivencia) y, por tanto, la que más merece recibir fondos. Esto sería menos importante si la acción social fuera un efecto secundario deseable de la enseñanza de la música, pero en la ASPM, como indica la etiqueta, es el objetivo principal, por lo que, como sugiere Sloboda, hay que argumentar “¿por qué la música?” De hecho, como hemos visto anteriormente, hay estudios importantes que han concluido que El Sistema no tiene un efecto significativo en la prosocialidad (Alemán et al. 2017; Ilari, Fesjian y Habibi 2018). La evidencia para apoyar tanto la teoría del cambio del BID como las afirmaciones de los efectos sociales transformadores de la formación orquestal es decididamente débil, sin embargo, la enorme inversión continúa: el costo de la nueva sede de El Sistema se estimó originalmente en 437,5 millones de dólares (CAF 2010). Si la acción social es realmente el objetivo principal, como suele afirmar el programa, ¿es realmente la construcción de un enorme centro de música clásica de lujo la mejor manera de conseguirlo? ¿No se podrían haber invertido mejor esos cientos de millones de dólares de préstamos de los bancos de desarrollo en un país que ha sufrido una grave escasez de alimentos, medicinas y equipos médicos básicos y que ha visto un éxodo de refugiados que rivaliza con el de Siria?
El argumento de Sloboda señala un importante signo de interrogación sobre la justificación del gasto público en grandes y costosos programas de ASPM. Una inversión importante en una estrategia no probada exige un examen serio a través del lente del costo de oportunidad. Puede ser tentador pensar que cualquier argumento que convenza a los financiadores para apoyar la educación musical merece la pena, pero considerar el trabajo social que no se realiza como resultado puede sugerir lo contrario.
La pregunta de en qué debe gastarse el dinero ejercita a algunos investigadores y artistas socialmente comprometidos. Por ejemplo, Godwin (2020) se pregunta si los presupuestos de la ASPM no podrían gastarse mejor en organizaciones con experiencia en acción social. Sachs Olsen (2019, 186) escribe:
¿No sería mejor abordar el cambio utilizando nuestras habilidades y esfuerzos artísticos en campañas, manifestaciones y acciones contra las políticas y los planes de desarrollo que se basan en la propiedad privada y el valor de cambio? ¿No sería más eficaz crear un huerto comunitario o un grupo de actividades vecinales si queremos mejorar la participación y las relaciones sociales entre los habitantes de las ciudades?
Los estudiosos de la economía ayudan a enfocar esta cuestión. En su artículo “La ayuda social funciona: La redistribución es el camino para crear sociedades menos violentas y menos desiguales”, Justino (2020) sostiene que la desigualdad económica es el principal problema de la sociedad latinoamericana y la principal fuente de violencia, y que se requieren medidas gubernamentales redistributivas para resolverlo. Del mismo modo, Veltmeyer y Petras (2011, 1–2) se basan en un informe de 2010 de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe de la ONU (CEPAL) para argumentar que cuando se trata de la pobreza en la región,
la “exclusión” no es el problema […] Ni la inclusión es la solución. El problema es más bien un sistema que está diseñado para beneficiar a unos pocos que tienen el poder de promover sus propios intereses a expensas de los muchos, que han sufrido y siguen sufriendo precisamente por su inclusión y participación en este sistema, en condiciones de lo que la CEPAL […] denomina “la estructura de la desigualdad.”
Si la desigualdad económica estructural es la raíz del problema, ¿los programas de educación artística en nombre de la inclusión social o la convivencia son realmente una solución eficaz?
Hay muchos escépticos. Theodor Adorno fue contundente: “Es imposible resolver los problemas causados por la situación económica de la sociedad mediante el poder estético de la música” (citado en Kertz-Welzel 2011, 12). Rincón (2015) emite una crítica mordaz a las élites de Medellín por centrarse en la caridad cultural y educativa, que considera ineficaz e interesada. Ineficaz porque surge desde el centro del poder, donde los jóvenes son mal comprendidos, y no desde los márgenes y las necesidades y deseos de los jóvenes; y porque “el problema es la inequidad y la inclusión: y eso no se resuelve con una cultura de la caridad” (133). Maclean (2015, 68) arroja luz sobre la parte interesada de la ecuación: sugiere que el arte ha sido una parte importante de la política urbana en la ciudad porque “[p]ara que las políticas en Medellín fueran aceptables y apoyadas por las élites, tenían que apelar a las sensibilidades de las élites”.
Hanauer (2019) expone un argumento similar en un contexto diferente (Estados Unidos). Considera que el “educacionismo” —la creencia en el poder de la educación para solucionar la desigualdad—, es profundamente erróneo, pues confunde un síntoma con una causa. La educación puede ayudar a algunos individuos, pero no hace nada para cambiar el problema fundamental. La identifica como una narrativa interesada de los ricos y poderosos, “porque nos dice lo que queremos oír: que podemos ayudar a restaurar la prosperidad compartida sin compartir nuestra riqueza o poder”. También distrae de las verdaderas causas de la desigualdad económica y defiende un statu quo indefendible. Hanauer presenta así el educacionismo como un soporte a la desigualdad y no como una solución.
El arte público ha sido objeto de un escrutinio crítico similar. No son pocos los artistas e investigadores que han criticado el arte público por correr un velo sobre las verdaderas causas de la injusticia y decorar las políticas de desarrollo de la ciudad neoliberal. Como sostiene Vujanović (2016, 116): “El arte socialmente útil en apoyo del avance de agendas cívicas más amplias […] a menudo sirve para curar los antagonismos sociales o dar la impresión de que están curados, mientras que nunca aborda seriamente las bases materiales de los antagonismos ni perturba el sistema capitalista de producción y distribución de la plusvalía.” Para Merli (2002, 113),
la preocupación por abordar la cohesión y la inclusión social mediante un enfoque “blando”, como el uso de proyectos culturales, podría considerarse un medio conveniente para desviar la atención de las verdaderas causas de los problemas sociales actuales y de las duras soluciones que podrían ser necesarias para resolverlos. Según esta línea de razonamiento, todo el discurso de la inclusión social es mucho más atractivo para la élite política que la anticuada retórica de la pobreza y la petición de redistribución económica.
Sachs Olsen (2019, 29) describe el arte participativo “como una forma de proporcionar soluciones homeopáticas a los problemas que son sistémicos”, mientras que Anthony Schrag sostiene que los artistas deben preocuparse por hacer “preguntas profundas e inquisitivas” en lugar de servir como “la alternativa más barata del estado a un trabajo social adecuado y apropiado” (citado en Deane 2018, 329).
Para estos artistas y escritores, el arte público no solo no es una solución eficaz a los grandes problemas sociales, sino que a menudo forma parte del problema. Las críticas prácticas e ideológicas se fusionan así. Por ejemplo, Berry Slater e Iles (2009) analizan el arte público en el Reino Unido como una cortina de humo y un dispositivo de marketing, que es financiado en lugar de la infraestructura y la ayuda social: “Una solución cosmética para los problemas producidos por las infraestructuras fallidas, en el fondo por otras áreas de la política gubernamental” (Malcolm Miles, citado en ibidem). “Se mata a la comunidad solo para ser ‘regenerada’ en forma de zombi, un estado muerto viviente de (no) reproducción social, y espectáculos falsos de estar unidos oficialmente orquestados”. Los artistas públicos son “policías suaves trabajando en el frente de la inclusión social”; “se emplean para fabricar símbolos totémicos de comunidades integradas”. La regeneración impulsada por la cultura “se ha convertido en un modo de gobernanza, de control suave y coerción cada vez más sutil”.
Mirando a través del lente de los estudiosos de la economía y el arte público, la formación orquestal bajo la bandera de la inclusión social parece un candidato poco probable para combatir la desigualdad y la pobreza, por muy atractivo que pueda parecer y sonar. La ASPM identifica erróneamente la raíz de los problemas; por lo tanto, no es de extrañar que no haya proporcionado soluciones demostrables. Una perspectiva realista podría ser que promover la música como una forma de abordar los principales problemas sociales es bailar al son de (y proporcionar una excusa atractiva para) los gobiernos que no están dispuestos a dedicar suficientes recursos a soluciones efectivas, sobre todo a la redistribución. Una formulación más crítica aún sería que los programas musicales y los músicos contribuyen y colaboran con una narrativa falsa sobre los problemas sociales con el fin de obtener financiación para su trabajo musical, distrayendo de la falta de acción sustantiva para abordar esos problemas y, como se analiza en el Capítulo 4, exacerbando las divisiones sociales. El análisis de Berry Slater e Iles sobre el arte público es un guante que encaja con la ASPM ortodoxa: la formación orquestal también amplía los modelos de gobernanza, y el ensamble sirve como el símbolo o espectáculo de comunidad definitivo, un simulacro que transmite un mensaje positivo tanto si la propia comunidad goza de buena salud, como si experimenta pocos cambios materiales (como en Medellín) o se desintegra poco a poco (como en Venezuela). De hecho, éste puede ser precisamente el atractivo de las orquestas juveniles para los gobiernos: una representación idealizada de las comunidades que pueden estar descuidadas o hasta atacadas por otras políticas.
Por lo tanto, la ASPM puede servir, como sugiere Logan (2016), como un “velo de cultura”, que oculta el funcionamiento real del estado, incluidas las reducciones de los servicios sociales, y por lo tanto ayuda con una mano mientras que perjudica con la otra. También puede encubrir las reducciones en la oferta de educación musical para la mayoría de la población, como ha ocurrido en el Reino Unido. Para Logan, programas como El Sistema sirven de soporte a la desigualdad educativa. Se muestra escéptico ante los programas artísticos que promueven ideas simplistas sobre el cambio social a expensas de debates en profundidad sobre la educación y la sociedad, y que distraen de la urgencia de transformar todo el sistema educativo, centrándose en cambio en la movilidad social de unos pocos afortunados.
Hay buenas razones, por tanto, para argumentar que el cambio social requiere una acción política y económica para reducir la inequidad y la desigualdad, y que la ASPM constituye una distracción atractiva pero ineficaz: una representación del cambio social que es mucho más atractiva para las élites sociales que la realidad (mayores impuestos y redistribución). Es un ejemplo de un fenómeno más amplio: los artistas se presentan como una solución a los problemas sociales, pero a menudo sirven en cambio para respaldar el sistema existente, proporcionando un “velo de cultura” que deja los gobiernos libres de culpa. Las artes son frecuentemente cooptadas para proporcionar una ilusión de acción social y una excusa para los actores dominantes, disminuyendo la presión para proporcionar soluciones sustantivas a nivel estructural.
Como contraste esclarecedor, Bregman (2018) sostiene que dar dinero a la gente es una solución eficaz para la pobreza (véase también Orkin 2020). Las entregas de dinero benefician especialmente a los niños y también son más baratas que las alternativas. El argumento de Bregman de que “la pobreza no es una falta de carácter. Es una falta de dinero” (69) plantea cuestionamientos interesantes para la ASPM, ya que contradice rotundamente las afirmaciones fundacionales de Abreu sobre la pobreza como un déficit de aspiraciones, identidad o recursos espirituales (véase Baker 2016b). Otra cita también da en el clavo: “En cualquier lugar en el que se encuentre gente pobre, también se encuentra gente no pobre teorizando su inferioridad cultural y su disfunción” (citado en Bregman 2018, 92); hay claros ecos de El Sistema imaginando a la juventud como “vacía, desorientada y desviada”. Bregman pregunta: “¿Por qué enviar a gente blanca y costosa en camionetas cuando podemos simplemente entregar sus salarios a los pobres?” (31). También podríamos preguntar ¿por qué enviar a músicos, si el objetivo es combatir la pobreza?
Sobre la ASPM se ciernen cuestionamientos de ética y eficacia. ¿Deben los músicos servir de “policías suaves” para el estado? ¿Deben seguir la historia fantástica de que una orquesta puede hacer el trabajo de la asistencia social? ¿Deben cumplir con una ideología que pone en el punto de mira los valores y el comportamiento de los jóvenes desfavorecidos, en lugar del sistema sumamente injusto y de las élites que lo perpetúan? ¿Apoyar esta dudosa narrativa es un precio que merece la pena pagar para financiar la educación musical? Si la ASPM se preocupa principalmente por combatir la violencia y promover la paz, ¿qué significa que proponga actividades que no hacen referencia a la causa principal de la violencia (la desigualdad económica) ni a la mejor solución (la redistribución)? ¿Qué significa abogar por el gasto público en un programa que no ha demostrado reducir la desigualdad (ASPM) en lugar de uno que sí lo ha hecho (la asistencia social)?
Justino es economista del desarrollo, pero las dos fotos de su artículo muestran escenas sonoras. No se trata de orquestas juveniles, sino del “cacerolazo”: el característico golpeteo de ollas y sartenes que suele acompañar las protestas políticas en América Latina. En este caso, el sonido está vinculado a la acción política directa sobre la desigualdad. Se moviliza contra la causa real de la violencia y no en apoyo de los mitos conservadores que culpan a males de la sociedad en una juventud “vacía y desviada” con demasiado tiempo libre. Las imágenes de cacerolazos discordantes plantean la pregunta de si la interpretación de música armoniosa es realmente la mejor manera de abordar los mayores problemas sociales de nuestro tiempo, y si la ASPM podría algún día desempeñar un papel en la lucha contra las causas de la pobreza y de la violencia, en lugar de ocultarlas.
¿Una Concepción Colonialista de la Educación Musical?
Si Sloboda nos anima a pensar más en la naturaleza de los problemas sociales y en la adecuación de la música como respuesta, Guillermo Rosabal-Coto (2019) se centra en la conceptualización del sujeto individual. Plantea la preocupación de que la educación musical eurocéntrica en América Latina está ineludiblemente contaminada por su fundamento en una concepción colonialista del sujeto como deficiente o defectuoso y necesitado de corrección y redención. Rosabal-Coto sostiene que esa educación musical
ha operado bajo la lógica de convertir a los individuos en artistas o ciudadanos euroamericanos y blancos. Para que la educación tenga éxito en este objetivo, es necesario que el estudiante de música sea negado en sus formas de estar y comprometerse con la música, y construido por la familia, los profesores, los compañeros y ellos mismos como subalternos inferiores. Sus rasgos, recuerdos, sensaciones, historias y composición cognitiva son insuficientes o necesitan ser acomodados o modificados para cumplir con los estándares de un individuo ideal. (15)
Para Rosabal-Coto, la base ideológica de la educación musical eurocéntrica es profundamente cuestionable en el contexto latinoamericano, ya que reproduce el modo en que, tras la Conquista española, “se inculcó a los indígenas de lo que se convirtió en América Latina un autoconcepto de subalterno inferior mediante la conversión al catolicismo y la encomienda” (ibidem). La educación musical perpetúa dinámicas colonialistas como la suposición de la superioridad de la cultura europea y de quienes la portan, y los intentos de las élites sociales de reformar a los otros en lugar de comprenderlos y aprender de ellos. Si la construcción de la población nativa como inferior fue fundamental para la colonización, entonces que las élites latinoamericanas tomen los mismos ideales y repitan el proceso es una forma de recolonización desde adentro.
El Sistema, con su visión salvacionista y sus claros ecos de las campañas misioneras coloniales para “civilizar” a la población indígena de América Latina a través de la instrucción musical (Baker 2014), es el paradigma del enfoque que critica Rosabal-Coto. También se basa en una noción colonialista de los jóvenes y sus familias como social y culturalmente deficientes, y el camino que prescribe (la mejora a través de la absorción de las normas musicales europeas) es colonialista. Como le dijo a Shieh (2015, 573) un director de uno de los núcleos (escuelas de música) más grandes de El Sistema, “no le corresponde a su núcleo abordar cuestiones sociales más amplias. El Sistema, dice, trata de ‘reformar a los individuos’“. La Red se presenta en un lenguaje más progresista, pero sus objetivos de inculcar valores y transformar las vidas individuales están construidos sobre los mismos fundamentos ideológicos. Sin embargo, ¿en qué se basa la descripción de los jóvenes en general como necesitados de una reforma? Y, como pregunta Rosabal-Coto, ¿qué apoyaría la noción relacionada de que poseer habilidades musicales da a algunos individuos la autoridad moral y social para colocarse en un pedestal e intentar reformar a otros? En su crítica a los discursos del salvacionismo en la educación musical, Spruce (2017, 725) señala la frecuente ausencia de “reflexión por parte de aquellos que ocupan ‘posiciones hegemónicas’ sobre su derecho a juzgar vidas y comunidades particulares como necesitadas de transformación” y un fracaso a la hora de preguntar “por qué deberían ser los agentes de semejantes transformaciones”.
Las críticas decoloniales de educadores-investigadores latinoamericanos como Rosabal-Coto plantean la educación musical eurocéntrica del continente como un problema social más que como una solución. Por lo tanto, ponen en duda la validez de la ASPM como concepto.10 Tomando prestados los términos de los teóricos decoloniales Mignolo y Walsh, están tan preocupados por los principios, el marco de referencia y la lógica de la colonialidad de la educación musical eurocéntrica en América Latina como por sus prácticas. Como argumentan estos autores: “No basta con cambiar el contenido de la conversación (los dominios, lo enunciado); por el contrario, es de la esencia cambiar los términos (regulaciones, supuestos, principios manejados a nivel de la enunciación) de la conversación” (2018, 149). En efecto, Rosabal-Coto y otros estudiosos de la música decolonial profundizan más allá del nivel superficial de la diversificación de contenidos y cuestionan los propios términos y objetivos de la educación musical eurocéntrica. (Hay un claro paralelismo aquí con la discusión sobre la reforma de la pedagogía en el capítulo anterior.) Sus críticas apuntan más allá de los instrumentos y del repertorio hacia las concepciones de qué es la música, qué hace y para qué sirve.
La raíz del problema es una concepción eurocéntrica de la música y de la educación musical como control u ordenamiento social (Gouk 2013). La institución emblemática de la educación musical europea, el conservatorio, tiene sus orígenes en los orfanatos (o conservatorios) de la Italia renacentista. En Venecia, por ejemplo, las jóvenes huérfanas recibían formación musical en los ospedali grandi, cuyo objetivo principal era regular el entorno social de la ciudad (Tonelli 2013). Las oportunidades musicales que se ofrecían a las niñas empobrecidas iban acompañadas de un estricto control sobre su vida cotidiana. Las jóvenes músicos debían someterse a una inflexible rutina monástica: silencio, mucho trabajo y poco tiempo de ocio. La formación musical era una extensión de la imposición de control social de los orfanatos. Esta noción de la música y de la educación musical se trasplantó a las Américas en el siglo XVI, y continúa hasta hoy, con la ASPM como su manifestación más clara.
Si la ASPM está ligada a nociones problemáticas de control, déficit y desarrollo, entonces lo que se requiere es una revolución filosófica —un abandono de una “ética de la corrección”, de un impulso de “salvar” a los demás, de una presunción de que carecen de cultura—, en lugar de simples modificaciones prácticas. Pese a lo que dice El Sistema, no son los individuos los que hay que reformar, sino la base ideológica de la ASPM.
¿Es la ASPM Políticamente Peligrosa?
Un tercer desafío existencial proviene de la lectura de Alexandra Kertz-Welzel (2005; 2011) de los escritos de Theodor Adorno sobre la educación musical. Adorno sostenía que la educación musical idealista con objetivos utilitarios y sin pensamiento crítico era intrínsecamente peligrosa, ya que era susceptible de apropiación por parte de los regímenes autoritarios, por lo que debía evitarse. Kertz-Welzel (2011, 12) se centra en la crítica de Adorno a
experiencias musicales intensas en la interpretación musical colectiva, donde formar parte de la comunidad fomenta una sensación de bienestar y de evasión de los problemas de la vida real. El énfasis excesivo en la comunidad alimenta “la liquidación del individuo (que) es la verdadera firma de la nueva situación musical”. El individuo desaparece y solo existe como parte de un grupo. Formar parte de una comunidad, ya sea en la música o en la sociedad, puede ser peligroso si los individuos pierden por completo su capacidad de reflexión crítica y su libre albedrío.
Adorno puso en evidencia la asimilación de la educación musical en el Tercer Reich. En ese momento, el viejo sueño de transformar el mundo a través de la educación musical acabó siendo un respaldo a Hitler.
Este argumento es demasiado relevante para la ASPM, ya que El Sistema en el siglo XXI ejemplificaba perfectamente el punto de Adorno. La creación de un arquetípico “caudillo cultural” (Silva-Ferrer 2014), El Sistema giraba en torno al liderazgo autocrático, la sumisión incuestionable a la autoridad y el enfoque en la comunidad, y evitaba la reflexión crítica y la autodeterminación. Articulaba el tipo de visión pseudoreligiosa de la educación musical —como misión, como curación y redención—, que también se escuchaba en el Tercer Reich y que provocó tanta sospecha por parte de Adorno. En Venezuela, la retórica idealista sobre la transformación de los individuos y la construcción de la comunidad, y la falta de criticidad que la acompañaba, hizo que los jóvenes músicos se vieran fácilmente reducidos a la inercia política colectiva y arrastrados a apoyar de facto al gobierno, lo que ilustra el punto central de Kertz-Welzel (2011, 16): “La música tiene el poder de transformar a los seres humanos, pero también tiene el poder de manipular a la gente”. Señala que muchos educadores musicales alemanes les siguieron el juego porque se les concedió un papel más importante en la sociedad: “La educación musical como medio para transformar a los seres humanos y a la sociedad es una idea convincente y seductora para los educadores musicales” (Kertz-Welzel 2005, 4–5). En Venezuela, también, muchos músicos abrazaron su nueva prominencia y prestigio e hicieron oídos sordos a las implicaciones políticas.
La retórica idealista también atrajo los oídos del gobierno, y el programa se convirtió en una flagrante herramienta de propaganda, proporcionando la banda sonora de la autopresentación del gobierno venezolano en el país y en el extranjero. La educación musical y la política autoritaria se fusionaron cuando las orquestas de El Sistema actuaron en las ceremonias del gobierno, acompañaron a los políticos de alto cargo en las misiones en el extranjero y desempeñaron un papel estelar en un video de propaganda del gobierno.11 Como escribe Gabriela Montero, “los músicos venezolanos han cooperado en un esfuerzo financiado por el estado para lavar los graves fracasos de Venezuela con el singular detergente de la música. […] Los músicos venezolanos se permitieron convertirse en la encarnación del aparato estatal de Venezuela”.12 Los políticos venezolanos han hecho un amplio uso del poder emocional de una orquesta juvenil. Cuando Michelle Bachelet visitó Venezuela para preparar su informe de Derechos Humanos de la ONU en 2019, fue recibida por la Orquesta Juvenil Simón Bolívar “como muestra de hermandad y de la diplomacia Bolivariana de paz” (“Canciller” 2019).13 Dado también el enfoque central de El Sistema en la disciplina y la obediencia, Venezuela ilustra el doble peligro que preocupaba a Adorno: la educación musical como propaganda de un régimen autoritario específico, y la educación musical como productora del tipo de sujetos deseados por los regímenes autoritarios.
En un análisis similar de la sombra del fascismo que se cierne sobre la educación musical idealista y colectiva, Bradley (2009, 66) señala: “Los sentimientos que surgen al ser incluidos en un ‘nosotros’ colectivo son tan poderosos […], se sienten tan bien y son tan incondicionales, que buscamos replicar esas experiencias sin pensar en sus posibles resultados”. Continúa: “La comunidad imaginada que se forma en esos momentos crea una sensación de unidad poderosamente seductora que puede ser fácilmente manipulada con consecuencias desastrosas” (70). El Sistema se esforzó por generar esta “sensación de unidad poderosamente seductora” con su discurso de “una gran familia” y su monopolización del tiempo de los estudiantes, y las consecuencias pueden verse en la poca resistencia que ha habido a la intensificación de la politización del programa desde 2007 hasta la actualidad. La combinación de un poderoso ethos de colectividad, una fuerte disciplina, el destierro del pensamiento crítico y la interpretación de música mágica hizo que muchos músicos hicieran la vista gorda ante los aspectos más oscuros del programa y desempeñaran en público un papel de propaganda en nombre de un gobierno que muchos de ellos despreciaban en privado.
La ASPM fue, por tanto, un sirviente complaciente y a menudo dispuesto en la transición al autoritarismo en Venezuela (Esté 2018; Kozak Rovero 2018). Las preocupaciones de Adorno sobre la educación musical “socialmente transformadora” fueron ampliamente confirmadas. El programa venezolano tampoco es único. Una investigación periodística sobre Bruno Campo, director de un programa IES financiado por el gobierno municipal de Ciudad de Guatemala, denunció que él y sus patrocinadores explotaron su orquesta con fines políticos:
A cambio del poder absoluto en la Escuela Municipal de Música y el Sistema de Orquestas, Bruno Campo le devolvía a la Municipalidad unionista conciertos de niños y jóvenes. De calidad. Y con algo de explotación. En las elecciones de 2007 y 2011, hacían hasta tres conciertos “de barrio” semanales durante todos los meses de campaña. Sin compensación. 75 niños y jóvenes de las áreas empobrecidas de la Ciudad de Guatemala tocando en chumpas blancas y verdes de la Municipalidad cada dos o tres días. La chelista Rossana Paz, entonces una adolescente, recuerda que los conciertos se hacían con las pancartas del Partido Unionista y luces pirotécnicas al final. (Flores 2019)
El periodista concluyó: “Hacia fuera, la Municipalidad y el unionismo brillaban con el proyecto social de música para jóvenes”. Curiosamente, el Partido Unionista es conservador, en el extremo opuesto del espectro político del gobierno socialista de Venezuela. La apropiación de la ASPM y de los estudiantes de música parece no conocer fronteras políticas o ideológicas. Puede que El Sistema se haya convertido en un emblema de la Revolución Bolivariana, pero también ha promovido y ha sido promovido por bancos, corporaciones y otras organizaciones centradas en el dinero (Fink 2016). Su mayor réplica en América Latina, el programa mexicano Esperanza Azteca, utilizó fondos públicos para impulsar la imagen y el imperio empresarial de Ricardo Salinas Pliego, el tercer hombre más rico del país (García Bermejo 2018). Los políticos no son los únicos personajes poderosos que encuentran en la ASPM un cómplice atractivo. De hecho, podríamos ampliar la crítica de Adorno y sugerir que la ASPM muestra la educación musical idealista como susceptible de apropiación por parte de los intereses comerciales, así como de los políticos, y por lo tanto como doblemente ambigua o arriesgada. El Sistema, en su apogeo, logró la impresionante hazaña de servir tanto de herramienta de poder blando para el gobierno venezolano como de gallina de los huevos de oro para la industria de la música clásica, empleando la idea de la ASPM para las agendas políticas y económicas tanto del socialismo como del capitalismo.
Sin embargo, se podría argumentar, en cambio, que más que ser apropiado por el gobierno venezolano, la ASPM fue en realidad diseñado para él. Esté (2018) identifica las pretensiones de Abreu de superar la pobreza a través de la formación musical como una forma de populismo musical que fue cuidadosamente elaborada para los “oídos populistas de los presidentes venezolanos” con el fin de persuadirlos para que financiaran su proyecto. Esta es una distinción crucial. Sugiere que la ASPM no se politizó en Venezuela, sino que fue diseñada como una estrategia política por el mismo Abreu, un político y economista de alto nivel que sabía exactamente cómo funcionaban las palancas del poder. En 2011, una antigua figura de alto nivel de El Sistema afirmó que la idea de la ASPM surgió a mediados de la década de 1990, cuando el populismo estaba en alza en Venezuela y Abreu comprendió que “no hay nada que le guste más a un político populista que la palabra ‘social’“, (Baker 2014, 165). Los intentos de retratar la historia de El Sistema en el siglo XXI en términos de una toma de poder por parte de la Revolución Bolivariana ignoran las diversas formas en que, “cuando Chávez llegó al poder, [Abreu] le entregó El Sistema en bandeja de plata”, en palabras de Eduardo Casanova.14 En otras palabras, la ideología política no es algo que se añadió a la ASPM en un acto de apropiación; es fundacional e inherente a un concepto que se creó para atraer apoyo político.
Adorno, Kertz-Welzel y los estudios de caso de Alemania y Venezuela plantean así un tercer cuestionamiento existencial para la ASPM. Más que debatir si funciona o no, o cómo podría mejorarse, arrojan dudas sobre la propia idea. La ASPM nació en la Venezuela de los años 90 como una estrategia de financiación, y ahí es donde ha tenido un éxito indiscutible y espectacular: en persuadir a los gobiernos y a los financiadores para que apoyen la educación musical mediante el argumento de que es realmente un programa social. Sin embargo, el secreto del éxito de la ASPM es también su defecto fatal. El marco social atrae más a los políticos que uno artístico, pero este atractivo puede llevar no solo a la financiación sino también a la colaboración o apropiación política. El Sistema resolvió el problema de la financiación, pero al mismo tiempo creó uno ideológico. La pregunta que se plantea es la siguiente: si este estilo de educación musical es intrínsecamente peligroso, como sugiere Adorno, ¿puede llegar a ser seguro? Si el origen de la ASPM es una maniobra política, ¿podrá estar al resguardo de la colaboración o apropiación política? ¿Es posible reformar la ASPM, o una verdadera reforma significaría el desmantelamiento de la idea misma de la ASPM?
¿Reforma o Revolución?
El trabajo de estos académicos nos lleva a una conclusión incierta y ambigua. Todos, desde diferentes perspectivas, plantean cuestionamientos existenciales sobre la ASPM. De cara al futuro, las principales opciones parecen ser: un inmovilismo insatisfactorio e indefendible, ignorando todos los problemas y dilemas; una reforma, del tipo de la que ha emprendido La Red, que a veces puede ser dolorosa; o una revolución en los fundamentos mismos del campo.
Creo que el pensamiento revolucionario es absolutamente necesario: los cuestionamientos planteados por estos académicos no podrían ser más importantes, y en última instancia será necesario un cambio de paradigma, en lugar de ajustes y arreglos, si el campo ha de generar un cambio social. Si observamos cómo han cambiado los campos más antiguos y amplios del desarrollo y de la ayuda exterior en las últimas décadas, es difícil imaginar que el modelo de ASPM ortodoxa de los años 70, construida sobre el desarrollismo modernista de mediados del siglo XX, perdure en el futuro, al menos con algún grado de validez. Las disyuntivas son evidentes incluso hoy en día. Un líder de La Red reflexionaba en privado sobre las dificultades de reformar un programa sinfónico de larga duración —un proceso que comparaba con retorcer brazos—, y el atractivo de romperlo y empezar de nuevo. ¿Por qué pasar por el doloroso proceso de desaprender y reaprender con la plantilla actual? ¿Por qué no empezar de nuevo con músicos que ya entienden el tema y tienen las herramientas? Puede que se tratara de un experimento mental más que de una propuesta, pero podría ser una forma de actuar adecuada en algunos contextos, sobre todo cuando el modelo ortodoxo aún no está bien establecido. Este tipo de revolución se ha llevado a cabo en las otras tres redes de formación artística de Medellín, por lo que no es una idea vacía.
El ejemplo de La Red plantea la pregunta de qué tan reformable puede ser la ASPM. La música fue la única de las cuatro redes municipales que resistió una revolución durante el mandato del alcalde Gaviria (2012–2015); el progreso fue tortuoso incluso cuando el financiador del programa estaba detrás de la reforma. El gobierno de la ciudad propuso entonces crear una institución paralela, más progresista, al lado de La Red, llamada Medellín Vive la Música (MVLM), dando a los jóvenes la posibilidad de elegir entre las dos. Pero la financiación se retiró con el cambio de gobierno en 2016. Una interpretación de la siguiente fase de La Red fue que el nuevo gobierno intentó fusionar los dos proyectos trayendo a Giraldo y Franco de MVLM para dirigir La Red, lo que llevó a las luchas entre el pensamiento progresista y las prácticas convencionales descritas en estas páginas. Sin embargo, también se podría argumentar que los últimos quince años (dos tercios de la historia de La Red) se han pasado en varios estados de alteración, tratando de arreglar un problema solo para crear otro. Una posible conclusión es que podría ser mejor crear una alternativa a la ASPM —una nueva institución con una filosofía y un profesorado diferentes, en la línea de MVLM—, en lugar de intentar transformar un programa existente con una larga historia, una imagen, una filosofía y un personal establecidos, y un complejo conjunto de tradiciones, rutinas y expectativas.
Sin embargo, hay muchas barreras a la revolución que la hacen improbable a escala masiva en la actualidad. El colapso de MVLM pone de manifiesto el obstáculo económico. Un camino más probable para la ASPM a corto plazo es intentar la reforma, alineando el campo con los objetivos sociales progresistas y el pensamiento crítico en la educación musical.
Sin embargo, no se puede negar que el intento de cerrar esta brecha ha causado dolor en Medellín. Introducir el pensamiento educativo progresista en un modelo convencional no es fácil, y un reto para la reforma de la ASPM es que esta brecha pueda ser tan grande. Pero dados los defectos de la versión original de la ASPM y la necesidad de crecimiento, el dolor es posiblemente una buena señal. Su ausencia es más preocupante: el utopismo complaciente es el mayor obstáculo para la evolución de la ASPM.
El camino de la reforma no es sencillo. El informe del BID de 2017 sobre El Sistema reveló un abismo entre las grandiosas afirmaciones y los efectos apenas perceptibles, lo que implica que, o bien las afirmaciones debían atenuarse, o bien el trabajo necesitaba una revisión seria. (No ocurrió ninguna de las dos cosas.) Desde un punto de vista educativo e intelectual, menos grandiosidad retórica y más ambición pedagógica serían un gran paso adelante. Sloboda (2019) insta a la modestia con respecto a los impactos a largo plazo, que son difíciles o imposibles de medir. Pero desde una perspectiva pragmática, es la grandiosidad retórica, más que la innovación pedagógica, lo que atrae la financiación. Adorno instó a los educadores musicales a abandonar la ideología social y a limitarse a enseñar música de forma que se fomente el pensamiento crítico y la autodeterminación. En consecuencia, Kertz-Welzel (2011, 16) rechaza el idealismo a favor del realismo: “Una filosofía de la enseñanza no debe basarse en ideales pseudoreligiosos como curar el mundo o transformar a los seres humanos a través de la música, sino ser más realista y centrarse en las necesidades reales de los estudiantes. Abonarse a ideales abstractos puede significar negarse a reconocer la realidad y seguir utilizando la educación como un tranquilizador para los estudiantes”. En palabras que resuenan en la ASPM, argumenta: “Los flautistas de Hamelín siguen tocando sus melodías en muchos lugares e intentando encantar a la gente a través del poder transformador de la música. Quizá el consejo más poderoso de Adorno sea: Resistir el mito del poder seductor de la música es hacer del mundo un lugar mejor” (2005, 10).
Sin embargo, ¿qué sería de la ASPM sin esta historia seductora? ¿Podría un modelo tan costoso sostenerse sin su idealismo?
Esto parece un acto de equilibrio difícil. Los mitos grandiosos contribuyen a que la educación musical prospere o al menos sobreviva, por lo que pueden considerarse un medio necesario para un fin que se encuentra bajo presión de financiación en muchas partes del mundo. Es comprensible el deseo de aprovechar y amplificar cualquier dato positivo y de ignorar o descartar los negativos. Este puede ser el precio a pagar para mantener la educación musical en el radar de los políticos. Pero este enfoque también tiene sus costos: incluso si escapa a la apropiación política, puede ir en contra de la reflexión crítica y del progreso educativo, y puede conducir a decisiones políticas cuestionables, a la construcción sobre bases poco sólidas y a una cultura organizativa perniciosa.15 Belfiore (2009, 345) sostiene que una “posición consecuencialista” —el argumento de que cualquier retórica se justifica por un resultado positivo de la financiación—, es una forma de desprecio por la verdad que socava la “ética de la precisión y la meticulosidad en la que prospera una esfera pública saludable”. Una década después, en una era de “posverdad” y “hechos alternativos”, esto no es un detalle menor.
Detrás del sencillo y atractivo relato público, la ASPM puede estar destinada a ser un arreglo complicado. Boeskov (2019) sugiere que la ambigüedad es inevitable en el trabajo musicosocial: no es algo que deba superarse, sino entenderse. Las imágenes de Abreu y Dudamel codeándose con Chávez y Maduro, o de Ocampo en plena conversación con Álvaro Uribe, ilustran el tipo de tratos fáusticos en los que puede basarse la ASPM. Uno de los miembros de la primera generación de La Red reflexionó sobre la posibilidad de que, para los líderes de la ASPM, “vender su alma al diablo” podría ser una consecuencia inevitable de dirigir programas tan costosos. Tal vez sea probable que un programa de ASPM financiado con fondos públicos como La Red se apoye en este tipo de pacto: una financiación generosa (en comparación con otros programas), a cambio de servir como herramienta de publicidad política y control social. Parece que la instrumentalización de los estudiantes —su uso para fines adultos—, puede ser parte del trato. Estos programas pueden estar destinados a promover una visión de la acción social que resulte atractiva para los actores poderosos —más de reproducción social que de transformación—, y a permanecer suspendidos incómodamente entre la retórica progresista y las ideologías conservadoras.
Turino (2008) sostiene que los beneficios sociales de la música residen principalmente en sus manifestaciones participativas. Sin embargo, tanto en Medellín como en Venezuela, la exigencia de servir de imagen atractiva (de la ciudad, de la Revolución Bolivariana), junto con la estrecha alineación con las convenciones de la interpretación de la música clásica, ha empujado a los programas de la ASPM por un camino de la presentación. Están atrapados entre el discurso participativo y las expectativas de presentación, entre la búsqueda de objetivos sociales y la necesidad de demostrar los resultados a través de presentaciones musicales pulidas. En los programas de música con orientación social, el desarrollo de los estudiantes y el proceso educativo pueden verse comprometidos por el énfasis en las presentaciones externas y en poner una buena cara en todo momento (Howell 2017).
La presentación para la delegación de Harvard descrita en el Capítulo 4 es un buen ejemplo. El ensamble de Pedregal llegó con tiempo y estaba preparado para empezar a la hora prevista, pero en el último momento se anunció que la delegación llegaría tarde debido a los disturbios en los alrededores. Sin ningún tipo de dirección ni planificación, los estudiantes empezaron a trastearse con sus instrumentos, y pronto el trasteo se convirtió en una improvisación en toda regla, caótica pero efervescente, con los músicos tocando, cantando y rapeando. Fue una erupción sonora totalmente espontánea y alegre, y los líderes de La Red observaron desde atrás con amplias sonrisas en sus rostros. Franco se dirigió a mí y me dijo: los niños pueden aprender mucha música muy rápidamente de esta manera. (Era un buen ejemplo del tipo de espontaneidad y creatividad en los espacios entre actividades formales que él buscaba.) Cuando llegó la delegación, hubo un repentino toque de atención para que los músicos se callaran y volvieran a sus lugares. “¿Por qué se detienen?”, murmuró Giraldo en voz baja. “Esa es la mejor parte”. Pero ser “la nueva imagen de Medellín para el mundo” supuso recortar esta actividad participativa, creativa y pedagógicamente rica, y dar prioridad a una actividad de presentación.
Este tipo de arreglo es un tema central de la exploración de Thompson (2009) sobre los “afectos de la actuación” en el teatro aplicado. Reconoce que “las idas y venidas del teatro aplicado siempre estarán integradas en procesos discursivos, políticos y culturales más amplios” (24), que las políticas culturales pueden ser emblemáticas y estar diseñadas principalmente para generar capital político, y que los artistas aplicados siempre son, en última instancia, parte del espectáculo de otros. En uno de sus estudios de caso, explora cómo las artes se pusieron al servicio de una reescritura problemática de la historia de Ruanda tras el genocidio del país, poniendo en escena visiones de la nación que coincidían con la política oficial. Su preocupación es que las artes puedan utilizarse para ordenar o limpiar la realidad social para el consumo público. Su respuesta es preguntar: “¿Hay algún potencial para que las artes abran la historia como un problema a explorar en lugar de un cuento a aceptar?” (86), y se propone buscar “formas de desvincular las prácticas escénicas de las estrategias de los poderosos” y mantener “la dificultad del pasado en el presente” (79). Para ello, se centra en el afecto más que en el efecto.
Los argumentos de Thompson son relevantes para la ASPM, y la presentación de Harvard ejemplifica algunos de sus puntos. La Red presentó una visión ordenada de la ciudad para consumo público mientras los estudiantes universitarios se dedicaban a desordenarla afuera. Thompson desconfía de las narrativas simplistas y estratégicas de los efectos, moldeadas por los deseos de los responsables políticos, y prefiere valorar los momentos espontáneos de movimiento afectivo que escapan a semejantes narrativas: “Estaba fuera de la estructura formal del taller, estaba fuera del formato narrativo del teatro desarrollado hasta ese momento y, en cambio, fue apreciado como una actuación alegre y a pequeña escala” (110). Podría haber estado describiendo la improvisación previa a la presentación de La Red. Al igual que Giraldo, Thompson piensa que esta espontaneidad —más que las narrativas idealistas de transformación—, es la mejor parte. Rechazando las lecturas simplistas y utilitarias, valida “el canto de la redención como un momento vital y afectivo, sobre el que los significados se mantienen deliberadamente turbios” (111). Su anécdota final se refiere a los jóvenes que hicieron cosas “equivocadas” en un taller de teatro: comer la comida equivocada en los lugares equivocados, reírse en los momentos equivocados, utilizar el escenario de forma equivocada. Sin embargo, su argumento es que hay algo tremendamente correcto en esta “incorrección”. Si aquí hay claros ecos de la presentación para Harvard, también hay un marcado contraste con la cara oficial de la ASPM, centrada en la disciplina, el orden y tocar correctamente. Los argumentos de Thompson también encajan bien con los de Kertz-Welzel: los dos apuntan a un distanciamiento de las narrativas grandiosas e idealistas para encontrar valor en lo estético, lo afectivo y lo reflexivo. Implican que el valor real de la ASPM puede encontrarse no en el orden ilusorio de las buenas intenciones y de la retórica inspiradora que domina las narrativas oficiales, sino más bien en el desorden que Abreu, obsesionado por la disciplina, aborrecía.
Cambiar el lente del efecto al afecto puede ser productivo para la ASPM. Hay dudas sobre si la ASPM es efectiva, pero muchas menos sobre si es afectiva. Esos afectos no son necesariamente positivos, como hemos visto; la ASPM puede producir también respuestas negativas, lágrimas amargas además de alegres, y mucha ambivalencia. Pero hay un trabajo afectivo real, y la dimensión afectiva de la ASPM está más presente que sus ambiguos y a menudo imperceptibles efectos sociales. El liderazgo de Abreu y Ocampo se apoyó en su carisma y oratoria, en su poder afectivo. Este poder se vio amplificado por la intensidad de su enfoque de la educación musical. Construyeron procesos integrales que envolvieron a los participantes. Podríamos aprender más sobre la ASPM si prestáramos menos atención a sus discursos estratégicos de efectos y más a los ambiguos mundos afectivos que creaban.
Adoptar la utilidad social y el lenguaje del impacto y del efecto ha llevado a un aumento de la financiación, pero también “a una cierta atrofia de la práctica” (117), palabras que resuenan en la ASPM. Thompson también señala que la concentración en la utilidad ha tenido un efecto de drenaje en la investigación. El afecto tiende a estar en el centro del trabajo artístico y, sin embargo, en la periferia de la investigación, tal vez porque el afecto es complejo: es difícil predecir o controlar lo que va a suceder; no es necesariamente reproducible; no recorre una ruta lineal. Medir ciertos tipos de impacto es más fácil, pero puede llevar a restar importancia a la complejidad de ese trabajo. Thompson aboga por un giro afectivo en la investigación, que encajaría bien con los estudios que se ocupan de la complejidad en el arte y el desarrollo, citados a lo largo de este libro. Tal vez el futuro de la investigación de la ASPM debería ser pasar de centrarse en lo que funciona o no funciona —una investigación impulsada por afirmaciones oficiales y estratégicas—, hacia la exploración de la dimensión afectiva, que está mucho más cerca de las experiencias de los participantes.
Me quedan muchas preguntas. ¿Existe una versión de la ASPM que sea progresista en sus objetivos y métodos, que esté a salvo de la apropiación política y que sea atractiva para los financiadores? ¿Existe una versión de la ASPM que atraiga por igual a estudiantes, profesores, trabajadores sociales, investigadores e instituciones? Las dificultades de La Red en 2017–2019 se debieron, en parte, a las demandas contrapuestas de los diferentes grupos de interés. ¿Es posible que un programa satisfaga a todos? ¿Un camino intermedio es un arreglo aceptable, aunque complicado, o lo peor de ambos mundos?
Desde la perspectiva de la educación musical para el cambio social, es difícil no inspirarse en la visión de Vujanović (2016, 115) del “arte como bien público malo”: “Un arte políticamente comprometido que critica la sociedad actual y promueve inteligiblemente órdenes sociales particulares, nuevos y mejores”; uno que “implica experimentos caóticos, fracasos, propuestas irracionales, líos ajenos, máscaras extrañas y gabinetes heterotópicos de maravillas donde no hay ninguna pregunta ilegítima y nadie está seguro de las respuestas correctas. Las respuestas aquí solo residen en experiencias de situaciones artísticas que abren temporalmente nuevos mundos posibles”. Sin embargo, como señala Vujanović: “El concepto de ‘arte como bien público malo’ implica que el arte tiene el potencial de ser ‘malo para’ y ‘malo desde’ la perspectiva de los estados capitalistas neoliberales y su moral pública” (118). El artivismo, por su parte, “confronta, interroga o incluso se encoge de hombros ante el statu quo” y “amenaza la sabiduría convencional” (red de Artivismo, citado en Diverlus 2016, 191–92). ¿Son posibles estas visiones radicales en un campo tan costoso que depende en gran medida del apoyo político y del patrocinio de poderosos representantes de la sabiduría convencional y del statu quo?
Como señalan Lees y Melhuish (2015, 251), en el contexto de la regeneración impulsada por las artes, existe “una expectativa tácita de que las artes y la cultura sean acríticas o de ‘mínimo riesgo’ y, desde luego, de que no cuestionen o socaven las motivaciones de los financiadores y los responsables de las políticas sociales”. Para Yúdice (2003, 16), el auge de la “conveniencia de la cultura” —de la que la ASPM es un ejemplo destacado—, ha reducido en gran medida el espacio para los enfoques críticos o lúdicos:
las instituciones culturales y los financiadores recurren cada vez más a la medición de la utilidad porque no existe ninguna otra legitimación aceptada para la inversión social. En este contexto, la idea de que la experiencia del goce, la revelación de la verdad o la crítica deconstructiva puedan ser criterios admisibles para la inversión en la cultura resulta una idea tal vez digna de un sketch kafkiano.
La ASPM ejemplifica cómo las artes se han asegurado su lugar en la mesa al convertirse en una técnica de gobierno y, por tanto, en un vehículo para visiones limitadas de la acción social. La implicación es preocupante: que puede haber un espacio limitado para la ciudadanía artística o el cambio social cuando la cultura se aprovecha para fines utilitarios y objetivos gubernamentales como la inclusión social, la coexistencia pacífica o la renovación urbana.
Sin embargo, el programa de artes visuales de Medellín ofrece un rayo de esperanza, ilustrando que la educación artística institucionalizada puede permitir la superación de los límites. En la ASPM, también lo hacen figuras como Andrés Felipe Laverde (La Red) y André Gomes Felipe (NEOJIBA). Los individuos progresistas pueden forjar espacios como las escuelas San Javier y Liberdade dentro de instituciones más convencionales. Pueden surgir cuadros más optimistas si nos alejamos del panorama institucional para observar los detalles. Cómo se comparan las dos partes —limitaciones a nivel macro frente a posibilidades a nivel micro—, es una pregunta compleja y probablemente irresoluble.
Así pues, no solo los músicos pueden quedarse con ambigüedades y arreglos complicados. Soy muy consciente de que tengo más preguntas que respuestas, y de que he defendido conceptos o posiciones que pueden no encajar cómodamente (como la ciudadanía artística y la educación musical descolonizadora) o parecer algo contradictorios (como la educación musical para el cambio social y la crítica de Adorno/Kertz-Welzel). No me disculpo por ello. Estoy de acuerdo con Boeskov en que la ambigüedad es una característica de este campo, algo con lo que hay que lidiar y entender mejor, no superar y resolver. Espero estimular una mayor reflexión sobre estas cuestiones, no llevarlas a una conclusión nítida.
1 Véase también la entrada de mi blog “Censorship and self-censorship in the Sistema sphere”, https://geoffbakermusic.wordpress.com/el-sistema-older-posts/censorship-and-self-censorship-in-the-sistema-sphere/.
2 “Creating Culturally Responsive Programming”, 14 de julio de 2020.
3 “Engaging Youth: Youth Development and Music Education”, 20 de julio de 2020.
4 Además de las pruebas presentadas en Baker (2014), el sitio web de El Sistema a finales de 2020 incluía una sección titulada “Pioneros”, en la que figuraban trece hombres y tres mujeres —dos de estas últimas siendo miembros de la familia de Abreu (https://elsistema.org.ve/historia/).
5 “The philosophy of El Sistema”, 30 de julio de 2020.
6 Véase Baker y Frega (2016; 2018).
7 https://musicaparalaintegracion.org/.
8 “The Core Freedom: A Community Music Perspective in a ‘El Sistema’ Inspired Program”, 23 de junio de 2020, https://www.isme-commissions.org/cma-programme.html.
9 Este también fue un tema importante de preocupación para una conferencia de educación musical a la que asistí en Xalapa (Veracruz, México) en enero de 2020.
10 Rosabal-Coto (2016) aborda la ASPM de forma más directa.
11 Se pueden encontrar ejemplos en mi blog: https://geoffbakermusic.wordpress.com/el-sistema-the-system/el-sistema-blog/.
12 “PUTIN POWER: musicians sound their outrage (a statement of support)”, Facebook, 11 de febrero de 2021.
13 Este intento de lavado musical no tuvo éxito, ya que el informe de Bachelet fue muy crítico, subrayando “graves violaciones de los derechos económicos, sociales, civiles, políticos y culturales” (https://www.ohchr.org/EN/NewsEvents/Pages/DisplayNews.aspx?NewsID=24788&LangID=E).
14 “La juvenil”, Facebook, 24 de enero de 2021. Casanova es un destacado autor venezolano y exfuncionario cultural que trabajó estrechamente con Abreu. Véase también mi blog “Writing El Sistema’s history”, https://geoffbakermusic.wordpress.com/el-sistema-the-system/el-sistema-blog/writing-el-sistemas-history/.
15 Véase Spruce (2017) sobre los inconvenientes de la defensa de la educación musical.