7. Posibilidades de Transformación
© 2022 Geoffrey Baker, CC BY-NC 4.0 https://doi.org/10.11647/OBP.0263.07
Tú ya sabes lo suficiente. Yo también. No es conocimiento lo que nos falta. Lo que nos falta es la valentía para comprender lo que sabemos y sacar conclusiones.
Sven Lindqvist, Exterminate all the Brutes
Son los críticos los que impulsan la mejora. Los críticos son los verdaderos optimistas.
Jaron Lanier, en The Social Dilemma
Al director de orquesta Zubin Mehta le preguntaron sobre la música y la construcción de la paz. Él respondió:
Mire, hace seis años fui con la Orquesta Estatal de Baviera a Cachemira, donde hindúes y musulmanes se sentaron juntos por primera vez a escuchar música. Y sonrieron escuchando a Beethoven y Tchaikovsky. Imagínense, ese era mi sueño cumplido. Pero está claro que no sirvió para resolver el conflicto. No, mi sueño de paz a través de la música no se ha cumplido. (Chavarría 2019)
Daniel Barenboim tenía una visión realista de los éxitos y de las limitaciones de su proyecto de la West-Eastern Divan Orchestra. Estaba orgulloso de sus logros, pero también negaba que fuera una “utopía” o “una orquesta para la paz”, afirmando sin tapujos: “No podemos hacer eso” (“20 Jahre” 2019).
Ese equilibrio entre aspiración y realismo es menos evidente en el ámbito de la ASPM. El tono lo marca el director titular de El Sistema, Gustavo Dudamel, que proclamó en 2017: “Con estos instrumentos y esta música, podemos cambiar el mundo, y lo estamos haciendo” (Swed 2017). En las entrevistas, también, evita la cautela que muestran sus colegas directores, defendiendo en cambio una visión utópica de El Sistema y de la música en general.
Sin embargo, la brecha entre la retórica y la realidad es flagrante. El telón de fondo de la declaración de Dudamel es su “país al borde del colapso económico, un gobierno cada vez más autoritario que genera una posible crisis constitucional y manifestaciones perpetuas que podrían llevar a una revolución a gran escala” (ibidem). El Sistema es el experimento de ASPM más grande y de más larga duración, sin embargo, lejos de cambiar el mundo, ha visto cómo su país de origen se desmorona a su alrededor. En 2019, Dudamel dio una conferencia en la Universidad de Princeton sobre “la música como libertad”;1 mientras tanto, en Venezuela, los músicos de El Sistema se vieron obligados a actuar en la disputada toma de posesión del corrupto y autoritario presidente Maduro, la última de una larga lista de sometimientos y humillaciones políticas. ¿Dónde estaba su libertad?
El músico comunitario Dave Camlin escribe:
Llevamos mucho tiempo debatiendo sobre la música como fuerza para introducir cambios sociales o todas estas cosas y, sin embargo, no se ha traducido necesariamente en esos cambios. Creo que es importante que todos los que trabajamos en el sector cultural seamos capaces de analizar de forma realmente crítica nuestras prácticas para decir, ¿estamos marcando realmente la diferencia que creemos? (Camlin et al. 2020, 166).
Observando Venezuela, el corazón del campo, ¿está la ASPM marcando realmente la diferencia que cree?
De la Grandiosidad a la Ambivalencia: Reencuadrando la ASPM
La persistencia de una narrativa utópica frente a una evidencia tan contradictoria apunta a la ilusión y al exceso retórico como rasgos característicos de El Sistema (Fink 2016). Las declaraciones públicas de Dudamel ejemplifican una grandiosidad que se originó con el político-orador-fundador de El Sistema, Abreu, y se extendió por todo el campo (p. ej. Dobson 2016; Rimmer 2020). Aquí, los contrapesos como el realismo de Mehta o Barenboim escasean. La mayoría de los programas muestran los altibajos habituales de la educación musical y de las grandes instituciones, sin embargo, al mundo se ha presentado con afirmaciones exageradas sobre revelaciones y resurrecciones. Niños procedentes de familias estables, con aspiraciones y comprometidas con la educación han sido descritos como jóvenes en riesgo rescatados de una vida de delincuencia, drogas o prostitución; tocar en una orquesta juvenil se ha convertido en “tocar por su vida” y “cambiar el mundo”. Como en el caso del urbanismo social de Medellín, un fenómeno interesante, atractivo, pero complejo y con resultados contradictorios, se ha sobrevendido como un milagro. Las aspiraciones se han confundido con los logros, y una mezcla de propaganda institucional, promoción, periodismo e incluso algunas investigaciones unilaterales han producido una narrativa dominante hiperbólica que está significativamente divorciada de la realidad.
El exceso retórico no se limita a la ASPM. Como señala Waisman (2004), la romantización y exageración del poder de la música europea en América Latina se remonta a los relatos de los misioneros españoles del siglo XVI, que escribían sobre sus propios esfuerzos supuestamente gloriosos para pacificar y convertir a la población indígena. Waisman sostiene que muchas personas se han tomado esas narraciones demasiado literalmente, en lugar de entenderlas como lo que eran: publicidad para los autores y sus órdenes religiosas. Los paralelismos con la ASPM no son difíciles de detectar.
Volviendo al presente, Kertz-Welzel (2016) analiza el idealismo y la romantización en el campo de la música comunitaria. La reciente evaluación de Mantie y Risk (2020) sobre los campamentos de música folclórica para jóvenes llamados Ethno-World reconoció que la gran mayoría de los participantes disfrutaban de su experiencia, pero también subrayó que muchas de las afirmaciones sobre el programa eran significativamente exageradas y demostraban una falta de conocimiento del campo más amplio de la práctica y la investigación de la educación musical. Los investigadores consideraron que el enfoque característico de Ethno-World era “más una consigna conveniente o un eslogan que un enfoque informado de los problemas de la enseñanza y el aprendizaje” (10); y sus afirmaciones de innovación pedagógica apuntan a “una ingenuidad potencialmente inquietante sobre todo lo que se sabe actualmente sobre la enseñanza, el aprendizaje y la facilitación de la música” (11). Existen estrechos paralelismos con la ASPM, en el que los eslóganes de Abreu han ocupado un lugar destacado, se han presentado como novedosas prácticas antiguas (de hecho, ampliamente criticadas) y se han pasado por alto muchos conocimientos actuales sobre la educación musical. Está claro que el aprendizaje de la música puede ser muy agradable para el grupo autoseleccionado que decide seguirlo en esos programas con carácter voluntario; el problema son las afirmaciones grandilocuentes que la acompañan, que a menudo no resisten el escrutinio.
El exceso retórico parece ser una característica del campo más amplio de la educación musical, pero es particularmente pronunciado en la ASPM, y no es solo una característica ornamental de este sector; es parte integral del modelo, el combustible con el que funciona. Ocampo motivó a los estudiantes inculcándoles la sensación de que tenían la misión de transformar el mundo a través de la música. Las percepciones de Abreu sobre la música superando la pobreza y la violencia podían estar basadas en ilusiones, pero inspiraron movimientos nacionales e internacionales. El lenguaje extraordinario, los grandes sueños y las promesas extravagantes mantuvieron estos programas en movimiento, generando el compromiso de continuar, la financiación y nuevos participantes para expandirse, y la atención de los medios de comunicación para generar energía. Los principales programas de ASPM suelen tener un responsable o equipo de comunicación. El Sistema tiene una oficina de prensa muy activa. Gran parte de la información que circula públicamente sobre la ASPM comienza como material de marketing producido por profesionales de la comunicación. Su trabajo consiste en generar una historia sencilla y atractiva y difundirla a través de los medios de comunicación convencionales y sociales. Este proceso contribuye a la tendencia general a exagerar los aspectos positivos y minimizar los negativos en el discurso sobre la ASPM. Los comunicados públicos suelen describir las intenciones como logros y se pasan de la raya de una manera que puede no reflejar las opiniones del personal más reflexivo. Cuando se presentó en una reunión de gestión un artículo de prensa sobre la gira de 2018 de La Red, los dirigentes se quejaron de que se hablara de que el programa “rescataba” a los niños, un discurso que no podían soportar. Los comunicados pueden incluso no reflejar las opiniones de la persona que los escribió. Un responsable de comunicación de Medellín me dijo: A menudo me pregunto si soy una mentirosa. Reconoció que su trabajo consistía en promover una visión idealizada de La Red que pasaba por alto las verdades menos convenientes.
No todos los escritos sobre la ASPM son tan románticos. Como hemos visto, los informes críticos sobre La Red se remontan a 2006; en el caso de El Sistema, a 1997 (Baker y Frega 2018). En los primeros, el propio personal musical de La Red describió el objetivo del programa como excesivamente utópico y más como un cliché que como una meta realista. En el segundo, la mayoría de los entrevistados de El Sistema estaban desilusionados por las contradicciones entre los valores declarados y las prácticas reales. No solo cuestionaron que el programa intentara siquiera perseguir sus objetivos sociales, sino que lo acusaron de fomentar comportamientos y actitudes contrarios a esos objetivos. Así pues, las diferencias entre la teoría y la práctica de la ASPM han sido conocidas por los participantes y los investigadores durante muchos años, y se han puesto por escrito. Sin embargo, todos estos informes eran internos, por lo que el número de personas ajenas a las organizaciones que lo sabían era mínimo. Lo que faltaba durante estos años no era el análisis crítico, sino su difusión. Quienes produjeron las críticas eran expertos en educación musical en América Latina y científicos sociales insertados en La Red, es decir, personas altamente calificadas y que conocían bien las realidades. Pero no tenían una plataforma pública. Por el contrario, la propaganda institucional, la defensa y los comentarios idealistas de los medios de comunicación tenían vía libre en la esfera pública, propagados por los líderes de los programas, los músicos famosos, los periodistas y otros grandes actores del sector de la música clásica, la mayoría de los cuales estaban más alejados de las realidades, pero tenían una historia que querían contar y un púlpito desde donde hacerlo.
Hoy existe una amplia cantidad de investigación crítica en circulación pública; hay un estudio extenso cuantitativo sobre El Sistema que revela claramente la endeblez de su teoría del cambio; incluso se cuenta con investigaciones que analizan directamente el exceso retórico (p. ej. Pedroza 2015; Fink 2016; Dobson 2016). Sin embargo, la narrativa dominante apenas ha cambiado. Solo unos pocos periodistas musicales se han apartado de la historia oficial, y son menos los que han profundizado en la investigación. La mayoría de las representaciones institucionales no han cambiado ni un poco. No se trata de una cuestión de falta de pruebas, sino de un rechazo colectivo a enfrentarse a ellas. Cuando empezó a publicarse la investigación crítica —no para descubrir problemas desconocidos, sino para redescubrir los conocidos—, ya era demasiado tarde. Para entonces se había construido un edificio global de ASPM, y el exceso retórico era el pegamento que lo mantenía unido. Como sugiere Rimmer (2020), había demasiados grupos poderosos que se beneficiaban de la historia de éxito como para que un relato más realista ganara algo más que un punto de apoyo: El Sistema se había convertido en algo “demasiado grande para fracasar”.
El exceso retórico ha servido no solo como barrera para el debate público y la comprensión, sino también como freno al progreso. El Sistema es un ejemplo de ello: atascado en el tiempo de los años 70, paralizado por su propia mitologización y cegado por la arrogancia gracias a la adulación de los extranjeros. El idealismo también ha conducido a la perpetuación y propagación de los problemas a medida que el campo ha ido creciendo. Gracias a El Sistema, ha habido un resurgimiento de narrativas de salvación a través de la música que se remontan quinientos años pero que han sido problematizadas por estudiosos de la educación musical (p. ej. Gould 2007; Vaugeois 2007; Spruce 2017). La propagación de una historia inflada sobre sus logros solo hace más difícil que Venezuela y otros contextos poscoloniales dejen atrás esas concepciones colonialistas de la educación musical.
Así entonces, el exceso retórico no puede ser considerado simplemente como un poco de fanfarronería inocua. Como señala Easterly (2006, 18), “la nueva afición a la utopía no es solo una retórica inspiradora inofensiva”, sino que tiene efectos perniciosos para el desarrollo. Tomar al pie de la letra la palabrería de la ASPM ha llevado a muchos a reproducir prácticas problemáticas, a evitar el pensamiento crítico, a mantener expectativas poco realistas y a resistirse al cambio. Las afirmaciones exageradas del campo también están dando forma a las políticas sobre música y acción social en todo el mundo. En 2018, la ONU y el BID promovieron a El Sistema como “un modelo de inclusión social para el mundo”, sobre las bases más endebles. En 2019, México anunció la creación de un programa nacional IES, a pesar del estudio del BID de 2017 que revelaba que El Sistema no llegaba a los pobres y tenía efectos sociales insignificantes, y a pesar de una investigación periodística muy crítica del predecesor del programa mexicano IES, Esperanza Azteca (García Bermejo 2018). La fanfarronería derrotó a la investigación y se convirtió en la base de un programa nacional. Cuando el exceso retórico se consagra como política nacional o internacional, hay razones para preocuparse.
Muchos programas de ASPM operan ahora en contextos de financiación difíciles en los que hay perdedores y ganadores. Esperanza Azteca, por ejemplo, ha restado fondos a otros programas musicales ya existentes. El programa de orquestas juveniles de Salinas recibió grandes sumas de dinero público mientras los presupuestos estatales de cultura se reducían. La investigación mexicana informó: “El florecimiento de las orquestas y coros infantiles Esperanza Azteca […] ha ido de la mano de la cancelación de los festivales de teatro, música, danza y cine, la desaparición de las orquestas sinfónicas y la lucha por la supervivencia de los programas culturales comunitarios”. Como decía su titular de forma concisa: “La cultura se asfixia; las Orquestas Aztecas florecen”. El In Harmony Sistema England recibió una inversión considerable en un momento en el que la financiación de la educación musical en general estaba siendo recortada en casi un tercio en Inglaterra (Bull 2016), y lo hizo por motivos cuestionables (Rimmer 2020); Sistema Scotland ha florecido en un contexto igualmente preocupante (Baker 2017). El discurso excesivamente optimista de la ASPM puede, por lo tanto, tener implicaciones para el campo más amplio de la educación musical, desviando potencialmente los recursos y/o la atención de otros programas, incluyendo aquellos que pueden ser más efectivos, eficientes, equitativos o culturalmente relevantes. En México, al igual que en Venezuela (Baker 2014), impactó negativamente en otras artes también al acaparar recursos. Como argumenta Spruce (2017, 723) en un artículo dedicado en parte a los programas Sistema del Reino Unido, “la apropiación de la justicia social para sostener agendas políticas o discursos normativos dentro y fuera de la educación musical ha tenido el efecto de velar o silenciar paradigmas más radicales y potencialmente disruptivos de la educación musical y la justicia social”.
En resumen, el exceso retórico de la ASPM tiene graves consecuencias prácticas. También plantea cuestiones éticas. ¿Es ético afirmar que un programa fundado para proporcionar formación profesional y ampliar el acceso a la música clásica es de hecho un programa social? ¿Lo es abogar por la inversión de fondos sociales en la formación orquestal con el argumento de que es socialmente transformadora sin contar con buenas pruebas? ¿Lo es ignorar pruebas importantes en contra? ¿Lo es consumir fondos que podrían destinarse a otros programas sociales de eficacia comprobada o a otros programas musicales con buena trayectoria? ¿Es el triunfo de la ASPM a expensas de los programas de educación musical y culturales existentes, como en México, algo realmente a celebrar?
Los expertos en desarrollo reconocen que los principales problemas sociales suelen ser “problemas intrincados” (o complejos) (Ramalingam 2013, 265). Además, es “moralmente censurable que el planificador trate un problema intrincado como si fuera un problema sencillo, […] o que se niegue a reconocer la complejidad inherente a los problemas sociales” (Rittel y Weber, citados en ibidem, 269). Sin embargo, muchas de las frases favoritas de la ASPM —“desde el momento en que se enseña a un niño a tocar un instrumento, deja de ser pobre”; “un niño que empuña un instrumento nunca empuñará un arma”; “las orquestas y los coros son instrumentos increíblemente eficaces contra la violencia”—, son el paradigma del tratamiento de los problemas intrincados como si fueran sencillos. Una fórmula simple y universal como la creación de una orquesta no solo es poco probable que sea una solución, sino que puede impedir esfuerzos más realistas de cambio social; incluso podría, como sugieren algunas investigaciones sobre el desarrollo y la ASPM, empeorar los problemas. El pensamiento utópico puede “contribuir a ocultar y naturalizar las relaciones de poder que mantienen el statu quo. El hecho de ignorar cómo la música implica características tanto restrictivas como transgresoras puede reforzar, en lugar de transformar, las estructuras marginadoras que la creación musical supuestamente puede combatir” (Boeskov 2019, 191). La idea de aplicar un único enfoque en diferentes lugares y culturas es ampliamente criticada en los estudios sobre cultura y desarrollo (p. ej. Thompson 2009). Afirmar que las orquestas resolverán milagrosamente problemas sociales complejos como la pobreza y la violencia es una parodia del trabajo musicosocial, y enturbia la comprensión de la educación musical para el cambio social. El exceso retórico no es algo que deba descartarse como una peculiaridad inofensiva.
Tanto si miramos a Cachemira como a Oriente Medio o a Venezuela, la justificación de una visión muy optimista del poder social de las orquestas es escasa, como admitieron incluso directores famosos como Mehta y Barenboim. Las luchas en los dos primeros contextos no están más cerca de resolverse, mientras que Venezuela se ha deteriorado precipitadamente. La investigación crítica sobre la ASPM aumenta cada año, y algunos de los principios fundamentales del campo parecen claramente problemáticos a la luz de los estudios recientes sobre educación musical, justicia social y desarrollo. En Medellín, los otros programas municipales de educación artística les habían restado importancia a la formación técnica y al pensamiento mágico hacía años.
Por lo tanto, hay muchas razones para adoptar un enfoque más ambivalente de la ASPM. Puede que la crítica sistemática sea difícil de vender al mundo de la música en general, al que le gusta mucho más la narrativa del “poder de la música”, pero es un paso necesario. El Sistema ha sido una de las iniciativas de educación musical más difundidas, promocionadas e imitadas del siglo XXI, y es la piedra angular de un campo de ASPM que ahora incorpora a cientos de miles de estudiantes en docenas de países de todo el mundo. Por lo tanto, profundizar en este campo es una tarea importante por derecho propio. Sin embargo, como sugieren Erik Olin Wright y Ruth Wright, la importancia del diagnóstico crítico va más allá de la búsqueda del conocimiento por sí mismo: es el primer paso en la investigación emancipadora o de justicia social, que pretende interrumpir un statu quo problemático y abrir la puerta a mejores alternativas (Wright 2019). La investigación crítica es un cimiento para las posibilidades de transformación.
Si las consecuencias de la grandiosidad pueden ser bastante perjudiciales, adoptar una postura más ambivalente puede ser una fuente de cambios positivos. Solo si se afrontan los defectos se pueden abordar seriamente. Criticar la disyuntiva entre mitos y realidades tiene un potencial liberador: puede catalizar la exploración y la experimentación, en lugar de la reproducción de ideas y métodos defectuosos. Puede fomentar la búsqueda de nuevos enfoques de la ASPM que se ajusten más a la investigación en este campo. En la actualidad, los estudios sobre la ASPM y otros campos afines aportan pruebas más que suficientes para sugerir que existe un margen considerable de mejora tanto en lo que respecta a la educación musical como a la acción social. El camino más rápido hacia esa mejora es el cuestionamiento crítico y el debate público, no la retórica grandiosa e idealista.
La ambivalencia no significa desvinculación o destrucción; no es un credo de negatividad. Puede respaldar la acción constructiva; el investigador ambivalente puede convertirse en “un facilitador o un catalizador del cambio” (Ander-Egg 1990, 36). Como señala Sloboda (2019), “el verdadero aprendizaje a menudo solo se produce tras el fracaso, y la comprensión del porqué”. La ambivalencia nos anima a tomarnos más en serio cuestiones como el trabajo en equipo y la voz de los estudiantes, en lugar de asumir que se ocuparán de sí mismos. Abrazar la ambigüedad no es negar el potencial positivo de la música: se trata de cumplir con ese potencial.2
La historia de La Red ilustra este punto. Durante los primeros ocho años, el programa adoptó un enfoque similar al de El Sistema, que prefería la acción a la reflexión. Sin embargo, los informes de 2006 y 2008 revelaron que se habían acumulado muchos problemas como consecuencia de ello. Sus conclusiones subrayan que la actividad musical debe ir acompañada de investigación y reflexión críticas si la ASPM quiere alcanzar sus objetivos sociales. Además, esta documentación y análisis de los problemas constituyó la piedra angular de los esfuerzos por transformar el programa.
La investigación crítica —una etnomusicología o sociología de la educación musical ambivalente—, tiene, por tanto, un papel vital que desempeñar en el replanteamiento y la reconstrucción de la ASPM. Con demasiada frecuencia en el ámbito de la ASPM, a los investigadores se les ha pedido o han estado felices de desempeñar el papel de apoyo, borrando la línea que separa la investigación de la defensa. El reverso de esta moneda es que los investigadores críticos han sido pintados como el enemigo, que debe ser ignorado o descartado. Algunas ramas del campo de la ASPM tienen una visión maniquea de los estudios y de la crítica: “Con nosotros o contra nosotros”. Sin embargo, La Red demuestra que hay otro camino. Desde 2006, el programa ha contratado a profesionales sociales para que hagan preguntas difíciles, no para que den palmaditas en la espalda a los líderes y al personal del programa y les digan lo que quieren oír. El equipo social ha sido visto a veces como una piedra en el zapato, tanto por el personal como por los estudiantes o incluso por los propios líderes y, sin embargo, quince años después sigue ahí. Cuando llegué al programa, me trataron como un colega y un aliado potencial en un proceso de autocrítica y cambio que el programa ya había iniciado. No tuve que jurar lealtad, ni adherirme a ninguna misión, ni adular a ningún líder. Con una apertura totalmente apropiada para una institución pública, La Red me abrió sus puertas, y desde entonces trabajamos juntos. Fue agradable descubrir que la práctica y la investigación crítica podían ir de la mano.
A la luz de esta experiencia, y también de breves intercambios con representantes de otros programas, creo que es eminentemente posible que la ASPM y los investigadores críticos trabajen juntos de forma productiva. Esto no significa que el investigador tenga que frenar sus facultades críticas. Por el contrario, propongo que un papel importante para los académicos debería ser el de adoptar lo que Belfiore denomina “un ethos de investigación anti-pendejadas”, y comprometerse con la complejidad en la ASPM de una manera similar a la que Belfiore y Ramalingam han hecho con respecto al impacto social de las artes y la ayuda exterior. Este enfoque tiene un profundo fundamento histórico: el impacto social de las artes ha sido un tema de interrogación crítica durante más de dos milenios (Belfiore y Bennett 2008). Los académicos se encuentran en una posición privilegiada para explorar estas cuestiones, ya que las instituciones de educación superior aún pueden apoyar el trabajo que persigue una comprensión más profunda y no solo objetivos utilitarios.
Los estudiosos de la música a veces abogan por un tema en particular, quizás sugiriendo que la importancia de un compositor, obra, escena, género o artista no ha sido suficientemente apreciada. En el caso de la ASPM, sin embargo, con el apoyo abundante de los financiadores, la industria musical y los medios de comunicación, y las creencias generales a menudo excesivamente optimistas, los académicos tienen un papel que desempeñar para inyectar una nota de cautela y realismo. No es un camino hacia la popularidad, pero es un papel importante para los investigadores de la música en una época de posverdad. De hecho, cuanto mayor sean las afirmaciones, más necesario será este papel. Como sostiene Reimerink (2018, 194): “El urbanismo social de Medellín es considerado internacionalmente como una ‘historia de éxito’ en la transformación urbana, lo que hace que la investigación crítica sobre sus logros sea aún más urgente”. Los investigadores urbanos han escudriñado críticamente el Milagro de Medellín desde muchos ángulos; han desterrado las patrañas promocionales y las han sustituido por críticas sofisticadas. La investigación sobre historias de milagros musicales no debería ser diferente. Este “ethos de investigación anti-pendejadas“ también debería tener un elemento público: después de todo, la gente esperaría que se le informara de los inconvenientes y efectos secundarios de un programa de salud pública o de ayuda humanitaria, así que ¿por qué no de un trabajo musicosocial? ¿Por qué la música debería estar exenta de un examen serio, divorciado de los motivos de defensa? Es de interés general debatir las ventajas y desventajas de los modelos existentes y las posibilidades de mejora, sobre todo en los contextos en los que los programas de ASPM se financian con fondos públicos.
Tomar en serio los objetivos de la ASPM e investigar formas de lograrlos con mayor eficacia es un paso constructivo. Que se vea como tal depende de los programas y de sus representantes. Si están firmemente aferrados a una práctica, ideología o marca de educación musical concreta, entonces un investigador crítico puede aparecer como un antagonista. Pero si están comprometidos con la reflexión crítica y el cambio, como lo estaba La Red, entonces el mismo investigador puede aparecer como un aliado que podría contribuir a los procesos internos, y en ese punto comienzan a florecer las posibilidades de colaboración entre la práctica y la investigación. Si su pregunta central es “¿cómo podría funcionar mejor?”, entonces pasar de una historia milagrosa a una evaluación más realista puede ser visto no como un desprecio sino como una contribución. Si la educación artística es tratada como un medio de control y reproducción social, entonces la investigación crítica no tiene lugar en la mesa; sin embargo, si es tratada como “un vehículo para la transformación, la reflexión y la crítica”, como dijo Giraldo (Vallejo Ramírez 2017), entonces los profesionales de la ASPM y los académicos críticos pueden cenar felizmente juntos.
Mis opiniones habían provocado mi excomunión por El Sistema y sus aliados varios años antes, pero aquí, en un programa emblemático de la ASPM, no llamaron la atención. El equipo social de La Red tenía poco tiempo para “tonterías musicales“. En las reuniones y en las conversaciones privadas, yo solía coincidir con los altos cargos de La Red. Me trataban como un analista de los problemas de la ASPM y partidario de soluciones progresistas, más que como un enemigo. Incluso me ofrecieron un puesto de trabajo. A su vez, envié un borrador avanzado de este libro a tres altos cargos (del pasado y del presente) y les invité a aportar sus comentarios críticos antes de finalizar el texto. Algunos otros programas de la ASPM me han tendido la mano, como NEOJIBA, Orquestra nas Escolas (Brasil) y Symphony for Life (Australia). En 2019, me invitaron a formar parte del comité científico de Démos (Francia). El diálogo y la colaboración son posibles si los responsables de los programas lo desean.
Mi experiencia en La Red puso en tela de juicio los binarios habituales en la ASPM, como el de “interno“ versus el “externo“, la “práctica” versus la “investigación”, y la “defensa” versus la “crítica”. Muchos otros individuos también cruzaban estas fronteras imaginarias. En el equipo social había investigadores críticos que trabajaban dentro de La Red; y había educadores musicales que se interesaban por la investigación. Franco, el coordinador pedagógico, insistía a menudo en que la investigación debía ser una parte integral de la educación musical: una curiosidad o ethos exploratorio que iba de la mano del aprendizaje musical. La Red de Artes Visuales de Medellín es un ejemplo cercano de cómo el pensamiento crítico y la práctica pueden funcionar bien juntos; de hecho, de cómo la práctica puede derivarse de la investigación crítica.
Lo más importante es que la reevaluación crítica de La Red a partir de 2005 fue dirigida por sus propios empleados, y dos de los artífices de este proceso entre 2017 y 2019 fueron músicos. Un ethos crítico se convirtió en parte de La Red, no en algo ajeno u opuesto a ella, y el debate tuvo lugar no entre los de adentro y los de afuera, los defensores y los críticos, sino entre los partidarios de enfoques contrastados dentro del programa. El punto central de este libro ha sido que, si La Red resultó ser más compleja en realidad de lo que la percepción pública de la ASPM permitía, se trataba de un diagnóstico interno. La dirección del programa era a la vez defensora y crítica de La Red, y mostraba poco interés por las opiniones optimistas de observadores con escaso conocimiento de los retos de la misma. Espero que desvelar estas dinámicas contribuya de alguna manera a derribar algunas de las barreras y dicotomías imaginadas que limitaron la circulación del conocimiento en la ASPM durante la década de 2010.
Los principales problemas de El Sistema fueron descubiertos por primera vez por investigadores latinoamericanos en 1997. Un conjunto creciente de investigaciones sobre programas afines revela que algunos de estos problemas se han encontrado en otros lugares del ámbito de la ASPM. Ahora podemos ver que La Red muestra un panorama comparable. ¿Cuántas pruebas más se necesitan? ¿Cuántas veces necesitan los investigadores encontrar problemas similares en diferentes partes del campo antes de que se tomen en serio? Siguiendo el ejemplo de La Red, es hora de ir más allá de las historias milagrosas y de las narrativas de salvación que han dominado la comprensión del público y buscar debates más críticos y visiones más matizadas e innovadoras de la educación musical con orientación social. Hay tantos músicos como investigadores que ya están involucrados en este proceso, pero muy a menudo separados. Cuando los programas reconocen los problemas y abrazan la reflexión crítica y el cambio, los investigadores pueden contribuir ayudando a deconstruir el mito dominante de la ASPM y a reconstruir algo mejor en su lugar.
Del Acceso a la Acción: Replanteando la ASPM
El último elemento en la ecuación de la investigación emancipadora son las posibilidades de transformación. Este capítulo se ha centrado hasta ahora en las posibilidades de transformación del discurso de la ASPM y en la renovación de la relación entre la práctica y la investigación crítica. Pasemos ahora a las posibles transformaciones de la propia ASPM y a reimaginarla desde un lugar de ambivalencia y crítica.
El objetivo principal de este libro ha sido descriptivo más que prescriptivo —presentar y analizar los procesos internos de crítica, debate y cambio que se han producido durante muchos años dentro de La Red, y compararlos con la piedra angular del campo, El Sistema. Como etnógrafo de la educación musical, considero que mi papel es observar y diagnosticar más que prescribir: intentar hacer las preguntas correctas más que dar las respuestas correctas, como sugiere Ramalingam. Ya existe una amplia literatura sobre cómo se ve o podría verse una educación musical de alta calidad socialmente comprometida. Además, hago caso a las advertencias de Ramalingam sobre los peligros de los planes de acción. Las respuestas pueden ser diferentes en cada contexto, por lo que deben buscarlas sobre el terreno los educadores musicales, los trabajadores sociales, los responsables políticos y otros profesionales. Según mi experiencia, quienes quieren trasladar el pensamiento crítico a la práctica son perfectamente capaces de hacerlo sin que los investigadores les den instrucciones. Donde hay voluntad, hay un camino.
Intentaré conciliar estos dos objetivos un tanto contradictorios —imaginar posibilidades de transformación, pero sin prescribir soluciones—, ofreciendo una serie de preguntas o indicaciones. Se trata de una invitación a la reflexión más que de una receta; preguntas para la consideración del lector más que pasos a seguir. Apuntan a algo más profundo que las soluciones rápidas o las respuestas inmediatas: una nueva mentalidad, que esté en sintonía con un mundo en evolución en lugar de permanecer atado a las prescripciones del siglo XX. Como decía Lecolion Washington en el capítulo anterior: “No se puede cambiar solo la táctica, hay que cambiar la forma de pensar”.
Estas preguntas animan al lector a imaginar una ASPM latinoamericana, socialmente impulsada, emancipadora, realista y sostenible. No se trata de un sueño en vano: todos sus elementos están siendo explorados hoy por educadores musicales, artistas, investigadores y pensadores en América Latina y en todo el mundo. Lo que se necesita es una ampliación y profundización de estos esfuerzos dentro de la ASPM, el apoyo de los financiadores nacionales e internacionales y de los organismos de coordinación y, sobre todo, la voluntad de poner las preguntas críticas en la parte superior de la agenda y de reimaginar la ASPM para la década de 2020 y más adelante.
¿Cómo Podría Ser una ASPM Latinoamericana?
La versión de la ASPM del siglo XX nació en 1975, pero se remonta a 1875 e incluso a 1575. Es un ejemplo destacado de lo que Boaventura de Souza Santos (2018, 1) llama “el Sur imperial”: “Las pequeñas Europas epistemológicas que se encuentran y son a menudo dominantes en América Latina, el Caribe, África, Asia y Oceanía”.
Su objetivo era ampliar el acceso a la música clásica, y se construyó y giró en gran medida en torno al repertorio, los métodos y las ideologías europeas. Las giras y visitas a Europa eran lo más destacado. A pesar de los esfuerzos esporádicos por la diversidad, tenía poco espacio para la cultura de las poblaciones indígenas o afrodescendientes y, por lo tanto, se hizo eco de la “conquista musical” de las Américas por parte de Europa en el siglo XVI (Turrent 1993). Sin embargo, la mayoría de los géneros musicales emblemáticos de América Latina, como el tango, la samba, la cumbia y el son, surgieron de los sectores más pobres y marginados de la sociedad, donde se concentraban dichas poblaciones. Ya es hora de abandonar la visión ortodoxa de la ASPM de dichos sectores como desiertos culturales necesitados de una transferencia de arte europeo por parte de sus superiores sociales, y abrazar plenamente la realidad de que han sido históricamente la fuente más poderosa de riqueza e innovación cultural en las Américas. Ya se están llevando a cabo algunos replanteamientos y reformas decoloniales, pero podrían desarrollarse de forma mucho más profunda y amplia en el ámbito de la ASPM. Hay espacio para debatir mucho más sobre las limitaciones, así como las contribuciones, de un enfoque europeo a la educación musical en América Latina y los horizontes abiertos por un cambio epistemológico del tipo previsto por Shifres y Gonnet (2015).
¿Podemos imaginar una ASPM basada no en los modelos jesuíticos o de conservatorio europeos, sino en las aportaciones propias de la región? ¿Una que no se basara en una concepción de la educación musical como ordenamiento y control social, sino en las tradiciones latinoamericanas de la celebración comunitaria, la música familiar o la inseparabilidad de la música y la danza? ¿Una que mirara a Salvador o Santiago en lugar de Salzburgo? Fung (2018) propone una filosofía de la educación musical basada en el antiguo pensamiento chino; ¿podemos imaginar un equivalente latinoamericano?
La “Paideia Con Salsa” de Keil y la batidania de AfroReggae ofrecen ejemplos de enfoques afrodiaspóricos de la educación cultural y la ciudadanía artística (véase el Capítulo 5). Hay muchas otras formas culturales latinoamericanas con un potencial similar, como la capoeira (Candusso 2008) o la samba de roda. Su gran ventaja es que el aspecto social es una parte integral y vital de la cultura musical. Muchas de estas formas evolucionaron como maneras de fortalecer el tejido social dentro de las comunidades marginadas. El elemento social no es una capa discursiva ni una distracción de la música. Desde este punto de vista, parece más que irónico que la orquesta —una organización musical europea en la que la experiencia social de los participantes era históricamente una preocupación mínima—, se haya convertido en el modelo paradigmático de la ASPM en América Latina. La paradoja solo aumenta si consideramos la autoconstrucción histórica de la música clásica como autónoma de lo social (Born 2010; Bull 2019). ¿Cuál es la lógica de elegir este género como vehículo de acción social, en lugar de uno en el que lo musical y lo social siempre han estado estrechamente entrelazados?
El contraste entre la ASPM y el teatro en América Latina es muy revelador. En los años 70 se creó El Sistema, obra de un economista conservador venezolano, y se consolidó el Teatro del Oprimido, que Augusto Boal basó en las ideas del educador radical brasileño Paulo Freire. El programa de Boal, basado en el análisis crítico de la sociedad, revolucionó la enseñanza del teatro en todo el mundo. El de Abreu, fundado en el disciplinamiento de los participantes, también ha sido influyente a nivel internacional, pero ha sido más bien una contrarrevolución en la educación musical (Baker 2016b), y su falta de método deja interrogantes importantes sobre lo que precisamente se transfiere a otros contextos más allá del nombre (Frega y Limongi 2019).
Más recientemente, el teatro ha sido testigo de una autocrítica y experimentación considerable con respecto a la figura del director.3 La ASPM, en cambio, sigue centrada en el director de orquesta, y El Sistema ha servido tanto de línea de producción de maestros como de bastión del pensamiento convencional sobre la dirección musical. Se podrían haber esperado experimentos radicales de un programa juvenil en medio de una revolución política, pero ha ocurrido lo contrario. Es revelador que las ideas modestamente progresistas sobre la educación musical exploradas por La Red en 2017–2019, que resultarán familiares para muchos lectores expertos en este campo, fueran polémicas dentro del programa y una desviación de la norma en la ASPM latinoamericana. Quitando la retórica, la ASPM ortodoxa presenta una ideología vieja y familiar: un músico es alguien que toca un instrumento orquestal; tocar en un ensamble grande es el objetivo principal de la educación musical; la presentación de un repertorio conocido en un concierto público es tanto el objetivo como la medida del proceso. La ASPM ha visto la retransmisión de una ideología europea muy antigua en todo el mundo, ligeramente filtrada a través de un lente latinoamericano. Esta es una de las razones por las que El Sistema ha sido adoptado tan fácil, rápida y ampliamente por las instituciones dominantes: es instantáneamente reconocible y comprensible para los que están impregnados de esa ideología.
Pero, ¿cómo podría ser una Música del Oprimido? ¿Qué tipo de contribución podría hacer a la educación musical en todo el mundo? ¿Podría, al igual que el método de Boal, poner patas arriba las tradiciones en lugar de mantenerlas? ¿Podría catalizar nuevas ideas y prácticas en lugar de revivir o consolidar las antiguas?
América Latina es el foco de este libro y mi principal área de interés, pero los lectores de otras partes del mundo, especialmente fuera de Europa, podrían trasladar esta pregunta a su contexto. ¿Es el modelo eurocéntrico la mejor opción para la ASPM? ¿Qué alternativas puede haber? ¿Podrían imaginarse otras formas de ASPM basadas en filosofías nacionales o regionales?4
¿Cómo Podría Ser una ASPM que Dé Prioridad a lo Social?
¿Podemos imaginar una ASPM que no parta de una práctica musical establecida y tome lo social como medio para justificarla, financiarla, reproducirla, comercializarla y difundirla, sino que parta de los objetivos sociales y busque la forma de hacer música (del tipo que sea) más adecuada para alcanzarlos? ¿Una que ponga la música al servicio de lo social y no lo social al servicio de lo musical?
Hess (2019) ofrece un buen ejemplo de este tipo de inversión. Su modelo pedagógico se deriva de escuchar y reflexionar sobre músicos activistas. Se preguntó qué hacían esos músicos y cómo era la música para el cambio social, y luego consideró qué tipo de educación musical podría conducir a ese objetivo. La propuesta resultante es un nuevo tipo de educación musical basado en la música para el cambio social, y no una antigua forma de educación musical enmarcada en un discurso social. Partir del objetivo social deseado, más que de la formación de músicos profesionales, podría revolucionar la ASPM.
Impartir la educación musical de forma más “social” puede ser un paso positivo (si la educación es adecuada y de calidad), pero es posible dar pasos más radicales. Por ejemplo, un programa de música que haga hincapié en un estrecho abanico de géneros podría promover la convivencia, si se hiciera bien, pero en su mayoría entre personas con ideas afines. Un enfoque más ambicioso consistiría en buscar la cohesión cultural catalizando los intercambios musicales, culturales y sociales entre personas con diferentes intereses y antecedentes musicales. Hess señala: “Al considerar lo que podría significar enseñar para la conexión, introduciendo músicas que permitan a los estudiantes encontrarse con personas más allá de aquellas con las que normalmente interactúan, creamos un mecanismo para humanizar de forma tangible a diferentes grupos” (78). Esto es precisamente lo que hizo el proyecto de la escuela San Javier de Medellín. Durante mi trabajo de campo hubo otros experimentos de poner lo social en primer lugar, como los Mediadores de Cultura Ciudadana, la jornada para el personal administrativo de La Red y el laboratorio afro, y se vieron muy diferentes a la ASPM ortodoxa.
La ASPM no se originó como una práctica o método; fue una etiqueta publicitaria para ampliar el acceso a la formación musical clásica convencional. Como dijo un miembro del equipo social en 2018, La Red llevaba dos décadas exhibiendo a sus alumnos en conciertos, festivales y giras, pero no tenía un modelo educativo distintivo. Tras casi medio siglo de funcionamiento, El Sistema no ha producido métodos o recursos únicos y compartibles. Los orígenes de la ASPM son como una forma acelerada e intensificada de formación orquestal. Las recientes adaptaciones en algunos lugares han atenuado la intensidad y los extremos, pero entonces la pregunta es en qué se diferencia la ASPM de la educación musical convencional, y la respuesta parece ser que no en mucho. Aunque ha habido una serie de esfuerzos para concebir El Sistema como un método o enfoque pedagógico distintivo, la investigación en Venezuela (Baker 2014; Frega y Limongi 2019), los Estados Unidos (Hopkins, Provenzano y Spencer 2017; Fairbanks 2019) y el Reino Unido (Dobson 2016; Baker 2017) sugiere que la práctica es a menudo bastante convencional. El reto actual, por tanto, no es simplemente frenar los excesos de la ASPM, sino también construir un nuevo modelo. Un número cada vez mayor de educadores musicales progresistas entiende que la cuestión de la inclusión debe girar no en torno a la ampliación del acceso a los espacios y prácticas existentes y exclusivos, sino a la creación de otros nuevos e inclusivos.
Entonces, ¿cómo podría ser un método de ASPM latinoamericano —uno distintivo, no uno familiar en un entorno desconocido, y uno que pudiera ser explicado y compartido con otros? ¿No solo clases grupales, sino una pedagogía grupal, cuidadosamente pensada y sustentada en la investigación, impulsada por las posibilidades distintivas que ofrece el aprendizaje grupal y no solo por un afán de masificación (Cobo Dorado 2015)? ¿Una que no se limitara a imitar las pedagogías coloniales o europeas y a restringir la diversidad a la incorporación de repertorios locales, sino que constituyera una pedagogía musical latinoamericana y mestiza (Serrati 2017)? ¿Una pedagogía basada en un cambio epistemológico y que abra un “encuentro de saberes” (Carvalho et al. 2016)?
Si el objetivo social es realmente primordial, los procesos y resultados de la ASPM deberían reflejarlo. En lugar de tomar como modelo a la orquesta sinfónica profesional, la ASPM podría mirar a campos como la música comunitaria y la musicoterapia, que ofrecen muchos ejemplos de poner lo social en primer lugar, o a las tradiciones musicales altamente participativas en las que, como argumenta Turino (2016, 303), “el éxito de un evento se juzga por el grado de participación alcanzado; se presta más atención a la etiqueta y la calidad de la socialidad que a la calidad del sonido y el movimiento producidos”. La primera especialidad de Turino fue la música de Perú; su visión ofrece otro indicio para la ASPM en América Latina. En la música comunitaria también se ha reflexionado mucho sobre cómo la calidad artística podría imaginarse de manera diferente en las artes participativas en comparación con las artes performativas (p. ej. Bartleet y Higgins 2018). Kajikawa (2019, 169) detalla varios músicos y proyectos musicales que “valoran la comunidad tanto o más de lo que aspiran a la perfección estética. […] El trabajo de estos y otros individuos y organizaciones sugiere que hay otras formas de apreciar la belleza de la música que van más allá de las dimensiones técnicas del sonido”. Hay muchos ejemplos existentes en los que la ASPM podría fijarse para replantearse y dar prioridad a lo social.
Otra inversión interesante es la que proponen Henley y Higgins (2020), que sugieren redefinir los términos “excelencia” e “inclusión”. En lugar de considerar la excelencia como un producto y la inclusión como un proceso, invierten el guion. Este enfoque tiene mucho sentido para la ASPM: implica examinar el proceso educativo y el grado de inclusión (en lugar de las presentaciones públicas) para determinar la calidad del programa. Señala un camino más allá de los interminables debates sobre la excelencia en los antiguos programas de ASPM, como La Red, respondiendo con la pregunta “¿excelencia en qué?”
Mediadores de Cultura Ciudadana incluyó el programa “Impro para la Vida”, que exploró sistemáticamente (y con humor) las lecciones del teatro improvisado para la vida cotidiana. ¿Cómo podría ser una “Música para la vida”? ¿Música para buen vivir o eudaimonia en lugar de para tocar bien?5
¿Cómo Podría Ser una ASPM Emancipadora?
Desde el siglo XVI, la educación musical al estilo europeo ha sido conceptualizada como desempeñando un papel de pacificación y ordenamiento de la sociedad latinoamericana (Baker 2008; 2010). Para los colonos españoles, era una herramienta de control social, y en manos de Abreu, que llevó el modelo de las misiones a una reaparición en la década de 1970, se mantuvo como tal hasta el final de su vida. Es hora de imaginar una ASPM que busque liberar en lugar de disciplinar; que vea a la juventud en términos de potencial y creatividad en lugar de vacío, desviación y desorientación; que imagine un futuro diferente. Uno que trate la educación musical no como una herramienta para doblegar a los jóvenes ante las normas sociales, sino para reflexionar sobre y, si es necesario, cuestionar el statu quo. Uno que siga el ejemplo de los investigadores de la juventud de Medellín (Jóvenes 2015), o que se inspire en la política agonista de Mouffe (2013), en el arte socialmente comprometido de Sachs Olsen (2019) o en la subversión urbana de Mould (2019). Una que reimagine la ASPM no como una técnica armonizadora de “la ciudad postpolítica”, sino como “espacios libres”: “Nodos para la experimentación de nuevas posibilidades urbanas […] donde se experimentan formas alternativas de vivir, trabajar y expresarse, donde se escenifican nuevas formas de acción social y política, donde se reelaboran las economías afectivas, […] donde surge una verdadera política democrática urbana” (Swyngedouw 2007). Una que considera la movilidad social como un esfuerzo colectivo y no individual, que busca mejorar comunidades enteras y no principalmente las vidas de los estudiantes de música exitosos (Folkes 2021). Una que no encarna una misión colonialista para salvar a otros, sino una búsqueda decolonial o antiopresiva para liberar a todos de las desigualdades sistémicas que aumentan la infelicidad y los problemas en todos los niveles de la sociedad (Wilkinson y Pickett 2010).
El equipo social de La Red soñaba con ese cambio. Su informe de 2017 se abría con una cita de Alfredo Ghiso que concluye: “Se necesita entonces, una educación que libere, no que adapte, domestique o sojuzgue” (“Informe” 2017a, 3). Más adelante citan a Fernando Savater: “La educación es la única posibilidad de una revolución sin sangre, no violenta y en profundidad de nuestra cultura y nuestros valores” (184). Citaron a estos autores para animar al programa a hacer más.
Hess (2019, 103) ofrece una alternativa concreta a la orientación al déficit individual de la ASPM ortodoxa: una educación musical activista que “crea un espacio para que los jóvenes conecten sus experiencias con las de otros, desafíen las narrativas dominantes y desarrollen una comprensión sistémica de las fuerzas que dan forma a sus vidas”. A diferencia de la ASPM ortodoxa, concede todo el valor a las propias experiencias vividas por los estudiantes, trata de conectarlos no solo con personas afines sino también con otras más alejadas de sus realidades, y anima a los participantes a desafiar las ideologías opresivas en lugar de disciplinarse a sí mismos. Una ASPM replanteada podría adoptar un enfoque de educación no formal o popular, en lugar de uno colonialista o de capital humano (Maclean 2015): esto permitiría una conexión más estrecha con las tradiciones latinoamericanas de aprendizaje musical y educación radical, más espacio para la ciudadanía artística y mejores resultados psicosociales. Como señalan Ilari, Fesjian y Habibi (2018, 8), “los efectos de las intervenciones musicales en las habilidades sociales de los niños pueden ser […] más robustos en las formas participativas de hacer música […] que, en los programas de aprendizaje formal, en particular los que tienden a ser de naturaleza jerárquica”. La ASPM podría tratar de trascender la ideología de la interpretación musical de grandes ensambles como expresión de la armonía, y considerar el potencial de la música para explorar y expresar la disonancia.
¿Cómo Podría Ser una ASPM Realista?
La versión ortodoxa de la ASPM se construyó sobre una versión del siglo XX del idealismo romántico, compartida por sus creadores y por muchos de los que la han observado, filmado, escrito y defendido (Pedroza 2014; Fink 2016). En este libro he presentado y defendido la investigación realista. Pero, ¿y si el realismo no se detuviera ahí, sino que se extendiera a los propios programas? ¿Qué pasaría si la ASPM se tomara en serio la crítica de Adorno al idealismo en la educación musical y, en su lugar, adoptara una dimensión crítica que “consiste en hacer visible lo que el consenso dominante tiende a oscurecer y borrar”? (Mouffe 2013, 93). Para Adorno, argumenta Kertz-Welzel (2005, 7), “el arte tiene que ser verdadero y la música debe ser un espejo de las condiciones reales de la sociedad. […] La música como agente social tiene que despertar a la gente, tiene que elevar la conciencia respecto a la alienación de los seres humanos. El arte tiene que desafiar a la sociedad y a los seres humanos para romper el poder de la supresión, la alienación y el endiosamiento”. En consecuencia, Kertz-Welzel (2011, 16) rechaza el idealismo en favor del realismo, tal y como se expone en el Capítulo 6: “Una filosofía de la enseñanza no debe basarse en ideales pseudoreligiosos”. Estas visiones no son tan diferentes de la del equipo social de La Red en 2017–2019, que insistió en que el arte debe ser una herramienta para nombrar y comprometerse con los problemas de la sociedad, no para escapar de ellos.
La investigación en los estudios de desarrollo suele desconfiar de las panaceas, las fórmulas mágicas y los diseños grandiosos y utópicos (p. ej. Scott 1998; Easterly 2006). Ramalingam (2013, 351) propone:
Al intentar provocar el cambio, los agentes de desarrollo deben centrarse menos en la atribución de impactos (“¡lo hemos conseguido!”), sino en los objetivos más modestos y realistas de la contribución a los resultados (“así es como hemos ayudado a cambiar los conocimientos, las actitudes, las relaciones y los comportamientos”), cuyos impactos están determinados en gran medida por los agentes y los factores que escapan al control de cualquier organismo.
Una ASPM realista podría evitar los ideales de cambiar el mundo o vencer la pobreza o la violencia y centrarse (como la Red de Artes Visuales de Medellín) en intervenciones urbanas y sociales concretas y realistas. Mouffe (2013, 102) cita el ejemplo de un museo de Barcelona basado en una pedagogía crítica que conectaba a los artistas y las prácticas artísticas con los movimientos sociales y las luchas políticas locales: “Se organizaron varios talleres en torno a temas como la precariedad laboral, las fronteras y las migraciones, la gentrificación, los nuevos medios de comunicación y las políticas emancipadoras”. Hay ecos del trabajo de Barrett (2018) en el CLCS. Una ASPM realista podría comprometerse con la noción de Stephen Duncombe de un “espectáculo ético”, en el que la música no es un escape o una puesta en escena, sino que “miembros de los movimientos sociales participan democráticamente en la creación del espectáculo” (Silverman y Elliott 2018, 380). Podría distanciarse de los espectáculos poco éticos y autoritarios de orden y disciplina que reproducen las jerarquías culturales y sociales y ponen a los jóvenes en exhibición sin darles voz.
Una ASPM realista podría evitar los modelos lineales simplistas y basarse en cambio en la investigación sobre la complejidad realizada por personas como Ramalingam: “El pensamiento de la complejidad puede ayudar a describir y explicar mucho mejor nuestro mundo, nuestra relación con él y con los demás —con mucho más realismo y fidelidad—, que las herramientas que nos ha transmitido la física del siglo XIX” (2013, 362; énfasis añadido). Ramalingam sostiene que el pensamiento jerárquico, vertical y proyectista es inadecuado e incluso contraproducente en un mundo de sistemas adaptativos complejos. Defiende el valor de los sistemas ascendentes y autoorganizados, que permiten la plena interacción entre los actores: “Desde la perspectiva de los agentes adaptativos, el borde del caos se plantea como la posición óptima para el aprendizaje […]. El verdadero aprendizaje se produce cuando las organizaciones se acoplan en el borde, donde las nuevas ideas llegan a un entorno que es flexible y adaptable” (186). Su consejo es “dejarse llevar y dejar que los individuos con desviaciones positivas se autoorganicen en formas que les permitan encontrar sus propias soluciones. Esto es especialmente difícil para los actores […] que están impregnados de una poderosa autoimagen de ser los que arreglan y dan soluciones” (278). Aboga por una “educación mínimamente invasiva” (328): dar a los niños las tecnologías y dejar que se dediquen a aprender y a compartir ideas, con poca intervención de un profesor, en lo que llama un “Entorno de Aprendizaje Autoorganizado” (330).
Esta visión sofisticada pero también realista del aprendizaje al borde del caos difícilmente podría estar más lejos de la ASPM ortodoxa, con su obsesión por la disciplina, el orden, los directores y las orquestas, que Abreu comparó con admiración con un reloj suizo (véase Baker 2016a). Recordemos a Peerbaye y Attariwala (2019, 4), que caracterizaron a las orquestas como “jerárquicas y rígidamente estructuradas en cuanto a los procesos de creación y producción y a los protocolos de toma de decisiones”, y como necesitadas de “desarrollar flexibilidad para enfoques nuevos y más complejos”. De hecho, Ramalingam sostiene la improvisación del jazz (y rechaza la música clásica) como respuesta a su pregunta: “¿Cómo aprendemos a dejar de lado nuestros conocimientos, nuestra formación y nuestra experiencia para aprender a ser más adaptables?” (190). Cierra su libro con una visión: “En el futuro, la ayuda exterior no sería una industria exportadora, esclerótica y rígida, moldeada por la política de suministro y los modelos mentales del fordismo temprano. La ayuda se parecería al mundo del que forma parte: fluido, dinámico, emergente” (363). Sustituir “ayuda exterior” por “ASPM” encapsula el pasado del campo y apunta a un posible futuro.
Aunque sus reformas solo se lograron parcialmente en la práctica, lo que Giraldo y Franco soñaban en La Red era algo bastante parecido al Entorno de Aprendizaje Autoorganizado de Ramalingam. También ellos imaginaron espacios más flexibles, en los que los adultos tenían un papel más reducido y los alumnos compartían y buscaban soluciones entre ellos. Intentaron introducir en La Red un espíritu más parecido al de la improvisación del jazz. El momento en que los vi más contentos con la actividad musical de La Red fue durante la improvisación en el evento de Harvard: no planificada, autoorganizada, más que un poco caótica, pero vibrante y cautivadora. La visión educativa de Ramalingam se ha hecho realidad en la educación musical no formal; ¿podría hacerse realidad en la ASPM?
Desde un punto de vista más personal, las músicas latinoamericanas que más me gustan —por ejemplo, la salsa, o la timba, la rumba y el hip-hop cubanos—, tienen un realismo y una ambigüedad que se pierden en el idealismo y la utopía de la ASPM. A menudo hablan de la vida en la calle; tienen un toque de picardía —una especie de pavoneo que los cubanos llaman “guapería”—, y raíces en las músicas latinoamericanas de resistencia que se remontan a la época colonial. Estos géneros construyen comunidad, pero sus músicos principales son a menudo figuras complejas; muchos no son, ni pretenden ser, dechados de virtudes. Esta ambigüedad da a las músicas una fuerza vital particular. La voluntad de normalización en la ASPM —el enfoque en la disciplina, el orden, el respeto, la responsabilidad—, deja de lado mucho de lo que hace que las músicas latinoamericanas sean especiales para mí. También minimiza la corporalización, que es un aspecto fundamental de estas músicas.
¿Es realmente la capacidad de inculcar disciplina lo que los músicos aman de la música? ¿Cómo podría la ASPM ser más que esto? ¿Cómo podría ser una ASPM estéticamente realista, que reflejara la ambigüedad de las músicas latinoamericanas, que se comprometiera con la complejidad de la vida real en lugar de negarla, encerrando a los niños en una burbuja de idealismo y sueños de otro lugar? ¿Cómo podría sonar una ASPM realista? ¿Cómo podría sentirse?
¿Hay entonces lugar para el idealismo o el utopismo? Los estudiosos de la cultura y el desarrollo han revelado sus peligros. El supuesto utopismo de Abreu era en realidad un ejemplo de lo que Foucault (1991, 169) llamó “un sueño militar de la sociedad”. Sin embargo, una ASPM despojada de todo utopismo podría ser un asunto bastante árido. Ruth Wright ofrece una salida a este enigma. Señala las “utopías reales” arraigadas en la “pedagogía utópica”: no tanto la búsqueda de un ideal social futuro como “un ethos de experimentación orientado a tallar espacios de resistencia y reconstrucción aquí y ahora” (Coté, Day y dePeuter, citados en Wright 2019, 222). Wright ofrece un utopismo que se basa en las realidades y los objetivos alcanzables de las aulas de música, en la práctica y la investigación de vanguardia en la educación musical, en lugar de en afirmaciones grandiosas sobre cambiar el mundo, o en la imaginación de una sociedad perfectamente ordenada y armoniosa que funciona como un reloj suizo. Describe las pedagogías activistas, colaborativas y creativas en la búsqueda de “nuevas utopías sociales, no en el sentido de futuros perfectos inalcanzables, sino en términos de fomentar espacios de experimentación y resistencia social, fomentar lo colectivo, volver a comprometer a las comunidades con lo político” (225). Esta es una forma de idealismo pedagógico o educativo, centrado en proporcionar a los estudiantes de música precisamente el tipo de habilidades que neutralizan los peligros del utopismo. No se trata de la utopía de Abreu de jóvenes disciplinados, obedientes y apolíticos que tocan al unísono y siguen el tempo del maestro; es una utopía de músicos autónomos pero colaborativos, creativos, críticamente reflexivos y políticamente comprometidos, cada uno con su propia voz, que persiguen una armonía dialéctica que abraza la disonancia, así como la consonancia (Fink 2016).
¿Cómo Podría Ser una ASPM Sostenible?
Algunos afirman que si hay un ámbito en el que se necesita sobre todo la acción social hoy en día, es en la lucha contra la crisis climática. Un sistema económico orientado a la producción y el consumo excesivos está llevando al planeta al borde del abismo. Características de este sistema como la contaminación, el exceso de trabajo, el estrés y la falta de tiempo libre también traen consecuencias para la salud física y mental de los seres humanos y su calidad de vida. Cada vez son más los pensadores y activistas sociales que se oponen y buscan formas de vida más sostenibles que alivien la presión sobre el planeta y aporten beneficios y placeres adicionales a otros ámbitos de la vida humana.
Basándose en el cuestionamiento de la ideología del crecimiento por parte de los economistas radicales (p. ej. Raworth 2017), el manifiesto de Soper (2020) para una “vida poscrecimiento” propone que lo que es bueno para el planeta también es bueno para nosotros. Una existencia menos centrada en el trabajo y “un modo de vida menos acosado y adquisitivo” abren las posibilidades de “aliviar el estrés tanto de la naturaleza como de nosotros mismos. Si la circulación de personas, bienes e información se ralentiza, se puede reducir el ritmo de desgaste de los recursos y las emisiones de carbono, y liberar tiempo para las artes de vivir y las relaciones personales” (53). Si una sociedad con escasez de tiempo y dominada por el trabajo es mala para la salud física y mental de los trabajadores, el juego ofrece un enfoque alternativo: “Hay un placer especial en la concentración del juego y en la incertidumbre de su resultado, y al ‘perder’ más tiempo en las actividades ‘inútiles’ del juego, en lugar de ‘invertirlo’ en la actividad laboral instrumental, esta gratificación va en contra de la lógica mercantilista de nuestro tiempo” (86).
Ha surgido una constelación de movimientos “lentos” como formas de crítica y resistencia a la intensidad de la vida moderna (Craig y Parkins 2006), y el culto al trabajo se enfrenta a un escrutinio cada vez mayor (p. ej. Campagna 2013; Frayne 2015; Suzman 2020). Algunos autores se centran en el ángulo medioambiental, otros en el político. Frayne, por ejemplo, considera que el ajetreo es un enemigo de la democracia, ya que las personas necesitan tiempo para ser ciudadanos políticamente activos. Es uno de los pensadores que articulan una política del tiempo (libre). Estos movimientos no se limitan al Norte global: el sumak kawsay/Buen Vivir es un ejemplo importante de pensamiento y acción sobre el decrecimiento, la sostenibilidad y la calidad de vida desde el Sur global (Salazar 2015; Mignolo y Walsh 2018), y las poblaciones indígenas de muchas partes de América del Sur y Central articulan principios similares (Houtart 2011).
Si esta coyuntura histórica está generando nuevas filosofías de acción social, también reclama nuevos tipos de acción social por la música, mejor alineados con los esfuerzos para afrontar los mayores problemas y desafíos de nuestro tiempo. La ASPM ortodoxa, sin embargo, señala el camino hacia atrás. El Sistema “producía músicos como salchichas”, en palabras de uno de sus miembros (Baker y Frega 2018), lo que refleja la base ideológica de Abreu en el capitalismo industrial de mediados del siglo XX (Baker 2014). En palabras del propio fundador, El Sistema se reducía al trabajo duro. Su visión era sencilla: “Crecemos, crecemos, crecemos”. Aborrecía el ocio y no tenía ningún interés en la participación o el activismo de base. El Sistema se centraba en una cosa: acelerar e intensificar el proceso de formación orquestal. Sus afirmaciones musicales siempre han sido sobre más: más grande, más fuerte, más rápido. Reunió a más de 10.000 músicos para un concierto en memoria de Abreu.
El Sistema surgió gracias a una bonanza petrolera. El programa se desarrolló sin ninguna concepción de los límites ecológicos, haciendo volar a grupos de hasta trescientos músicos y acompañantes por todo el mundo y estimulando el consumo masivo de maderas duras tropicales para los instrumentos (Lafontant Di Niscia 2019). Después de 2007, la imagen dominante de la ASPM era la de la Orquesta Juvenil Simón Bolívar, en gira continua por las grandes salas de concierto del mundo. En 2019, cuando empecé a escribir este libro, Greta Thunberg lideraba a los jóvenes en las protestas por el clima en todo el mundo, pero las orquestas juveniles latinoamericanas seguían volando por los continentes sin otra razón que la de dar conciertos. Estos supuestos programas sociales para la juventud parecían casi ajenos al mayor problema social de su tiempo para los jóvenes.
Shevock (2021) insta a la educación musical para el cambio social a prestar mayor atención a las cuestiones ecológicas. La ASPM debería reconocer que el mundo actual no necesita un ethos de disciplina y normalización, sino una nueva mentalidad; no son los individuos los que necesitan corregir su rumbo, sino las ideologías económicas y políticas. El planeta no necesita “crecer, crecer, crecer”; por el contrario, los humanos necesitamos replantearnos nuestra obsesión por el crecimiento. Como sostiene Raworth (2017), tenemos que volver a centrarnos en prosperar. Acelerar e intensificar es precisamente el enfoque equivocado para nuestra época.
Un sistema de educación musical que reproduce el ethos del sistema económico y social que nos metió en este lío, difícilmente señala el camino para salir de él. Por el contrario, “las mismas virtudes que definieron el progreso humano —nuestra productividad, ambición, energía y trabajo duro—, podrían llevarnos a la perdición” (Suzman 2020, 303). Si “somos el calentamiento global” (Simms 2011), entonces el entrenamiento musical sofocante es el modelo equivocado para la educación musical de masas en la década de 2020, especialmente para la educación musical con objetivos sociales.
La ASPM necesita nuevos representantes —personas arraigadas en las realidades de la década de 2020, que puedan inspirar nuevos tipos de acción y activismo sociales. O, para ir más lejos, tal vez debería abandonar por completo los representantes, a la luz de la historia mixta del campo de líderes carismáticos pero autoritarios, cultos a la personalidad y gestión vertical. Tal vez lo que se necesita son principios, conceptos o símbolos que puedan ser apropiados y adaptados por cada comunidad o programa, incluso por cada individuo, y que se desarrollen a través de procesos horizontales de construcción colectiva.
Un funcionario de la Secretaría de Cultura Ciudadana de Medellín criticó a La Red por ser un sistema de producción musical rápida y argumentó que había que frenar: “Paremos, hagamos una pausa, respiremos y repensemos”. Este podría ser un lema para la ASPM en la década de 2020. ¿Cómo podría ser una ASPM que apoyara la búsqueda de nuevas formas de imaginar la vida social? ¿Una que estuviera conectada con los movimientos sociales de nuestro tiempo que están respondiendo al cambio climático y repensando los sistemas sociales, políticos y económicos que han contribuido a él? Recordemos la descripción de Mignolo y Walsh (2018, 64) del sumak kawsay/Buen Vivir como “la interrelación o correlación armoniosa de y entre todos los seres (humanos y no) y con su entorno”. Este es precisamente el tipo de convivencia que deberíamos buscar en la década de 2020: una que abarque la armonía entre la humanidad y el mundo natural, así como entre las personas.
¿Cómo podría ser un modelo de poscrecimiento para la ASPM? Varkøy y Rinholm (2020) dan una pista, proponiendo la adopción de la lentitud y la resistencia en la educación musical como forma de oponerse al consumismo, a la acción constante y al crecimiento económico, y contribuir así al desarrollo de una sociedad más sostenible. Otra señal la proporciona Todes (2020), que aplica el modelo de la Economía del Donut de Raworth al sector de la música clásica. Merece la pena trasladar este ejercicio de reflexión a la ASPM y desarrollarlo. Ofrece un ejemplo —aunque solo sea un breve esbozo—, de cómo repensar el modelo convencional de funcionamiento del sector musical a la luz del pensamiento radical contemporáneo sobre las cuestiones sociales más urgentes.
El ámbito de la música clásica está empezando a comprender la importancia del localismo, y parece cada vez más probable que con el tiempo dedique más atención al trabajo comunitario local y menos a las giras internacionales (Brown et al. 2020). Lebrecht (2021), imaginando un sector revolucionado que resurge de las cenizas de la COVID-19, proclama: “Lo local es lo nuevo global”. La ASPM debería liderar este movimiento, en lugar de inspirarse en un programa con un modelo centrípeto y basado en la exportación. Que los estudiantes de música lleven a cabo proyectos ecológicos es un paso positivo, pero repensar la ASPM a través del lente de la ecología y de la sostenibilidad requiere otro más: reflexionar sobre las formas en que la industria, la velocidad y el crecimiento se entretejen en la ortodoxia del campo al nivel más profundo, impregnando su ideología y sus prácticas, y replantearlo en términos de educación sostenible (Rustin 2020).
Sea cual sea el camino que finalmente se tome, la década de 2020 exige un espíritu muy diferente en la ASPM: uno consciente de los problemas sistémicos y en sintonía con los esfuerzos para abordarlos; conectado con los movimientos progresistas que defienden el valor de la sostenibilidad, de la calidad de vida y del tiempo libre; comprometido con el juego y la creación y no solo con el trabajo y la presentación musical; y con la mirada puesta más allá de las necesidades de la profesión y de la industria musical.
Conclusión
El Sistema reedita la misma ideología y dinámica de la educación musical que ha prevalecido en América Latina desde el siglo XVI. Los paralelismos entre los coros de músicos indígenas que interpretaban música europea como símbolo de civilización y las orquestas de jóvenes de barrio que interpretan música europea como símbolo de transformación social son difíciles de pasar por alto. Sobre este sustrato se asienta una visión de la ASPM configurada por el capitalismo industrial y el desarrollismo de mediados del siglo XX. Es hora de pensar en la ASPM de una manera completamente diferente: sin jerarquías de cultura y valor; sin construir al estudiante de música como inferior y necesitado de corrección; sin basarse en principios de intensidad, velocidad, magnitud y crecimiento.
Las respuestas a las preguntas planteadas en este capítulo pueden provenir no solo de las voces más progresistas de la ASPM, sino también de proyectos de base más pequeños. La ASPM ha recibido una atención y una financiación desproporcionadas porque su narrativa atrae a los políticos y a los medios de comunicación, y en algunos casos ha desplazado otras visiones, pero tiene mucho que aprender de los programas más pequeños, que a veces tienen un espíritu más contemporáneo y una agenda más radical.6 En Colombia hay muchos proyectos de este tipo, que trabajan en circunstancias más difíciles, con poblaciones más desfavorecidas o de forma más innovadora u holística que la ASPM ortodoxa, a menudo con más de una forma de arte a la vez. Puede que la ASPM sea más antigua, más grande y más famosa, y era novedosa en algunos aspectos cuando se creó, pero se ha desarrollado lentamente desde entonces y ha sido superada a medida que han avanzado otras formas de educación artística con orientación social, a menudo más en sintonía con el pensamiento y las prácticas de los movimientos sociales. También hay organizaciones progresistas que vinculan la práctica y la investigación en América Latina, como el FLADEM y el Observatorio del Musicar, que reciben mucha menos publicidad que la ASPM pero que sirven de incubadoras de ideas y prácticas innovadoras. Más allá de la región, la música comunitaria ha seguido en general un camino diferente al modelo de los grandes ensambles, y ha perseguido el trabajo creativo, participativo, no jerárquico y en pequeños grupos durante décadas, poniendo en práctica muchas de las ideas propuestas en la Parte II (y otras). El hecho de que estos enfoques sigan siendo algo novedoso en la ASPM es un testimonio de la influencia conservadora de Abreu y El Sistema en este campo. Una mayor atención a las alternativas prometedoras fuera del ámbito de la ASPM —programas musicales más pequeños, flexibles y ágiles, u otros proyectos de educación artística como las redes de Danza, Teatro y Artes Visuales de Medellín—, podría acelerar el progreso dentro del mismo.
Las respuestas también tendrán que venir de otra fuente: las universidades y los conservatorios. La reforma o revolución en la ASPM se verá obstaculizada a menos que se refleje en la formación de los músicos en la educación superior. No se puede esperar que los profesores de música apliquen eficazmente métodos e ideas que no han formado parte de su propia formación. La investigación de Zamorano Valenzuela (2020) sobre la formación de profesores de música activistas en una universidad pública chilena señala un camino.
En muchos sentidos, esta invitación a reimaginar la ASPM podría extenderse a muchas partes del mundo. En muchos lugares se plantea la cuestión de crear un plan de estudios y una pedagogía más acordes con el contexto local y los objetivos sociales. Se trata de un área en la que los programas más imaginativos están avanzando y es un camino que atrae a otros. Seguir esta línea no responderá a todas las preguntas planteadas en este libro, pero será un gran paso adelante. Adoptar un enfoque emancipador y realista, centrado en los recursos más que en los déficits y en la reflexión crítica más que en la disciplina, puede que no ate todos los cabos sueltos, pero también representaría un avance significativo. Una mayor atención a la sostenibilidad, mientras tanto, sería un paso positivo en cualquier lugar del mundo.
Como he argumentado en repetidas ocasiones, los problemas de Medellín y Venezuela no son exclusivos de esos contextos. En el transcurso de congresos, visitas y conversaciones con educadores e investigadores de la ASPM en otros países, he visto que detrás del discurso público idealista, existen retos, complejidades y limitaciones similares, y hay personal dispuesto a dar cuenta de ello de forma realista (en privado). Hay otros programas que sufren de falta de profesores adecuadamente formados, o que tienen dificultades para llegar a los más desfavorecidos, o que ofrecen una pedagogía y un currículo conservadores, o que generan deseos profesionales en contextos donde hay pocas oportunidades laborales relevantes. Mi investigación puede centrarse en Colombia y Venezuela, pero no se detiene ahí.
Pese a las declaraciones de Abreu y Dudamel, la música de orquesta no va a cambiar el mundo. La educación musical en grandes ensambles existe desde hace siglos; no va a acabar de repente con la pobreza, la violencia o la delincuencia. Los directores más reflexivos, como Mehta y Barenboim, no consideran que la música sea una solución mágica a “problemas intrincados”. El arte puede, por supuesto, tener efectos sociales, pero rara vez son directos o lineales, de ahí que Clarke (2018) prefiera la noción más contingente de posibilidades sociales en lugar de impacto. La música puede ser una fuente de catarsis, consuelo, inspiración o revelación, pero la idea de que enseñar a los niños a tocar el violín disolverá los “problemas intrincados” es una ficción, una perniciosa si resta importancia a los esfuerzos más serios para abordar esos desafíos y comprender los efectos sociales de la música.
¿Qué puede hacer la ASPM? ¿Puede hacer algo más que mantener a los niños ocupados y fuera de las calles? Si busca el desarrollo de habilidades sociales de una manera más enfocada, aborda temas como la ciudadanía y el empoderamiento, concibe la educación musical como una acción política y ética, y aprende de los modelos más prometedores de educación musical y cambio social, ofrecerá más a los participantes y se comprometerá más directamente con la sociedad fuera de sus muros. Y si en los próximos años surge una ASPM latinoamericana, socialmente impulsada, emancipadora, realista y sostenible, entonces la promesa del campo podrá hacerse realidad.
1 “La Música Como Libertad: Gustavo Dudamel en Princeton”, 8 de enero de 2019, https://plas.princeton.edu/Dudamel.
2 Gelb (2004) afirma que abrazar la ambigüedad era una característica esencial del genio de Leonardo da Vinci y que hoy, en una era de sobrecarga de información y cambios rápidos, “la capacidad de prosperar con la ambigüedad debe formar parte de nuestra vida cotidiana” (150).
3 Véase, por ejemplo, “Re-directing: Directing in the Twenty-first Century”, Conferencia internacional, Departamento de Patrimonio Cultural, Universidad de Salento, Lecce, Italia, 2 al 4 de octubre de 2019; Duška Radosavljević, “The Heterarchical Director”, https://podcasts.ox.ac.uk/heterarchical-director-model-authorship-twenty-first-century.
4 No estoy abogando simplemente por un enfoque nacionalista de la ASPM, aunque podría estar justificado en un contexto en el que la cultura nacional se ve eclipsada por la global y la supervivencia o el renacimiento cultural es una prioridad. Un enfoque nacional y/o regional puede tener sentido en un país poscolonial como Colombia. Sin embargo, en una antigua potencia colonial sumida en el nacionalismo de derechas como el Reino Unido, podría ser preferible un enfoque opuesto: por ejemplo, centrarse en las músicas y las historias de las regiones colonizadas por los británicos y en la variedad de culturas que conforman el país en la actualidad como resultado. Por lo tanto, no apunto a un enfoque único de la ASPM, sino a una mayor flexibilidad y experimentación y, sobre todo, a una mayor consideración de las cuestiones político-culturales y a la interrogación de la educación artística que perpetúa las relaciones desiguales de origen colonial.
5 Salazar 2015; Mignolo y Walsh 2018; Smith y Silverman 2020.
6 En la conferencia SIMM en Bogotá en 2019, algunas de las prácticas e ideas más dinámicas fueron presentadas por pequeños proyectos en zonas periféricas con poca presencia de los medios de comunicación.