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  • 3. Los límites a la riqueza en la historia de la filosofía occidental

3. Los límites a la riqueza en la historia de la filosofía occidental

Matthias Kramm e Ingrid Robeyns

1. Introducción

En los últimos años, escritores, activistas y políticos han pedido que se pongan límites superiores a lo que un individuo puede ganar o poseer. Por ejemplo, el 2 de marzo de 2018, Kaniela Ing, un político estadounidense, publicó un tuit en el que afirmaba: “At what point is someone’s wealth acquisition too much—$1b, $10b, $100b, $1t? Mark my words: this moral question will be very, very important in coming years. We need leaders who are brave enough to ask it” (Ing 2018).1 Igualmente, el activista por los derechos laborales, Sam Pizzigati (2018), ha exigido recientemente que haya un salario máximo, lo que considera un paso hacia el objetivo final de tener un mundo sin superricos. Por su parte, el influyente escritor George Monbiot (2019) ha propuesto que una solución a la crisis climática mundial es que exista un límite máximo a la riqueza.

A su vez, los filósofos también han empezado a discutir la idea de que debería haber un límite superior estricto a la cantidad de riqueza que una persona o un hogar puedan poseer y que, en una situación ideal, no habría superricos (Robeyns, 2017; Neuhäuser, 2018; Volacu y Dumitru, 2018; Zwarthoed, 2018; Timmer, 2019). Esta perspectiva, que Ingrid Robeyns (2017) nombró “limitarismo” (limitarianism), sostiene que debería haber un límite superior a la cantidad de posesiones materiales que una persona puede tener.2 El limitarismo es claramente una perspectiva normativa, aunque podría ser tanto una perspectiva ética (una guía sobre cómo vivir una vida buena) como una perspectiva moral (que aborda cuestiones relativas a qué acciones e instituciones son correctas) y, por lo tanto, también podría ser una perspectiva parcial sobre la justicia social. El limitarismo no se pronuncia con respecto a qué requeriría la justicia por debajo del límite superior; una perspectiva completa de la justicia social y distributiva exigiría la combinación del concepto de un límite superior y principios distributivos adicionales, como pueden serlo un concepto de igualdad de oportunidades sensible a la eficiencia o un umbral de suficiencia inferior.

¿Tiene predecesores históricos la idea de los límites superiores a la riqueza? Ésta es la pregunta que pretendemos abordar en este artículo. Investigaremos qué ideas proto-limitaristas están presentes en la historia de la filosofía política y de la economía. Por ideas proto-limitaristas entendemos las tesis (claims) y argumentos históricos que abogan por algún tipo de límites a la adquisición y posesión de riqueza por parte de los individuos. Estos argumentos proto-limitaristas no son necesariamente el mismo tipo de exigencias que los políticos y activistas hacen hoy en día, ni el tipo de argumentos que los filósofos contemporáneos analizan, pero podrían interpretarse como parientes cercanos. Determinar si ése es el caso es el objetivo de este artículo. Discutiremos las perspectivas relevantes de varios autores canónicos del pensamiento occidental: Platón, Aristóteles, Tomás de Aquino, John Locke, Adam Smith, John Stuart Mill, Karl Marx, Friedrich Engels y John Maynard Keynes. Nuestra lectura de estos autores muestra que se han hecho afirmaciones proto-limitaristas en al menos cuatro ámbitos distintos de análisis moral: en psicología moral (la tesis de la insaciabilidad, sección 2), en el razonamiento moral (la tesis de medios y fines, sección 3), en la ética de la virtud (las tesis de templanza o liberalidad, sección 4) y en la moral política (las tesis de necesidades y superfluidades, sección 5). En la sección 6, nos preguntamos qué es lo que podemos aprender de estos argumentos históricos que sea relevante para los debates actuales.

Admitimos que este artículo es limitado porque nos restringimos al canon de la filosofía occidental. A la hora de seleccionar los autores a tratar, escogimos a aquellos filósofos que creemos que son considerados canónicos en las cuestiones relativas a las posesiones y la riqueza.3 Evidentemente, esto ha provocado que nuestra selección tenga un sesgo de género, ya que, por diversas razones, a las filósofas se les ha negado a menudo su inclusión en el canon occidental. Por ejemplo, Sophie de Grouchy (2019) argumentó en contra de la riqueza excesiva, pues afirmaba que podía llevar a los ricos a actuar injustamente y que también podía poner en riesgo el buen funcionamiento del orden jurídico y político. Además, en los últimos años la filosofía académica se ha vuelto más consciente de que gran parte de nuestros debates excluyen a las filosofías no occidentales (por ejemplo, Garfield y Van Norden, 2016). No cabe duda de que, fuera del canon de la historia de la filosofía occidental, existen importantes argumentos relacionados con la idea de poner límites a la riqueza. Por ejemplo, el gran filósofo islámico medieval Abu Hamid al-Ghazali defendía la idea de la compartición voluntaria para evitar tanto la pobreza y la miseria, por un lado, como la extravagancia, por el otro (Ghazanfar & Islahi, 1990). Otro ejemplo fascinante es el jainismo, que no sólo es una filosofía, sino también una cultura y una forma de vida originaria de la India, que sostiene que “la premisa de la acumulación de riqueza es que la riqueza excedente será redistribuida voluntariamente” (Rankin, 2017, p. 6). Uno de los principios fundamentales del jainismo es el Aparigraha o el compromiso de dar y no poseer (Shah, 2017, p. 39). Sin embargo, ya que no pretendemos ser exhaustivos, sino investigar nuestra hipótesis de que hay predecesores históricos del limitarismo, hemos optado por sólo discutir una selección de pensadores. La completitud no es necesaria para abordar esta cuestión; sin embargo, incluso una lectura superficial de la filosofía no occidental sugiere que cualquiera que desee adquirir un panorama completo de los predecesores del limitarismo definitivamente debería estudiar también las filosofías no occidentales.

Entonces, ¿qué podemos aprender de esta lectura histórica de algunos pensadores del canon del pensamiento occidental para comprender mejor la perspectiva [limitarista] sistemática contemporánea? En la literatura contemporánea, se ha argumentado que el limitarismo podría justificarse sobre la base de argumentos intrínsecos o no intrínsecos; en el caso de los primeros, se sostiene que son las riquezas en sí mismas lo que es moralmente problemático; en el segundo caso, las riquezas más bien dan lugar a algunos otros efectos moralmente problemáticos. Robeyns (2017) propone dos argumentos no intrínsecos a favor del limitarismo: uno basado en el valor democrático de la igualdad política; el otro, en el valor de la satisfacción de las necesidades urgentes insatisfechas. Como se muestra en este artículo, ambos argumentos tienen predecesores proto-limitaristas. Con respecto a los argumentos intrínsecos a favor del limitarismo, aún no es claro en los debates contemporáneos si en las sociedades pluralistas y liberales actuales pueden ofrecerse argumentos de este tipo que sean válidos y convincentes; sin embargo, históricamente sí encontramos ambos tipos de argumentos.

Otra distinción que puede hacerse es la que existe entre el limitarismo como doctrina política y como doctrina moral. Si se trata de una doctrina política, el Estado puede utilizar su monopolio de la fuerza para imponer estructuras coercitivas que impidan a cualquier persona u hogar enriquecerse excesivamente. Si se trata de una doctrina moral, no hay coerción alguna; sin embargo, se argumenta que donar voluntariamente el dinero propio hasta quedar por debajo del umbral limitarista no es algo supererogatorio, sino un deber moral. En la literatura contemporánea, la distinción entre el limitarismo como deber moral y como deber político es analíticamente clara; sin embargo, como mostraremos en este trabajo, históricamente no siempre fue así. Los límites entre los deberes morales y los deberes políticos no estaban nada claros, especialmente en la obra de Platón y Aristóteles, debido a sus teorías políticas perfeccionistas.

Una distinción que se desprende de nuestra lectura histórica, pero que aún no se ha explorado en la literatura contemporánea, es la distinción entre los actos limitaristas, las políticas o instituciones limitaristas y las distribuciones limitaristas. Un individuo puede decidir que está mal tener mucho dinero y donarlo: eso constituiría un acto limitarista. Se puede decir que una política o institución es limitarista si establece un límite superior a la adquisición de dinero. Estas políticas o instituciones pueden ser estrictamente limitaristas, por ejemplo, mediante la imposición de un impuesto del 100% sobre la renta o la propiedad, o pueden ser débilmente limitaristas, hallando un balance entre el objetivo limitarista y otros objetivos, como la eficiencia. Se puede decir que una distribución es limitarista si nadie vive por encima del umbral superior de la riqueza, es decir, si nadie es superrico. Sin embargo, semejante distribución puede estar causada por procesos causales muy diferentes: guerras a gran escala que hacen desaparecer fortunas, una fuerte cultura caritativa o la existencia de políticas como el establecimiento de un salario máximo o un límite a las herencias. Volveremos a estas distinciones en la sección 6 y las ilustraremos apelando a las tesis y los argumentos de los autores canónicos que habremos revisado a lo largo de este trabajo.

Antes de continuar, hay una limitación obvia en nuestra investigación que debemos destacar. No pretendemos dar un panorama completo de todos los intelectuales que, a lo largo de la historia del pensamiento político y económico, han producido perspectivas proto-limitaristas. Sólo queremos enfocarnos en algunos de los pensadores más destacados del canon para mostrar la existencia misma del pensamiento proto-limitarista. Dejamos otros análisis (más detallados) a los historiadores del pensamiento político.4

2. La tesis de la insaciabilidad

La primera tesis que hemos localizado en la historia de la filosofía es ante todo psicológica: la tesis de que la naturaleza humana se caracteriza por ciertos apetitos o deseos insaciables. Esos apetitos o deseos exigen ciertas restricciones; por ejemplo, poner ciertas limitaciones a la conducta adquisitiva para permitir una vida y una sociedad que no estén dominadas por esos deseos. Pero también existe una reinterpretación estructural de la tesis de la insaciabilidad que se basa en un supuesto antropológico diferente. Según esta versión estructural, la psicología humana está determinada por el sistema económico imperante. Por lo tanto, la insaciabilidad no tiene su origen en la naturaleza humana, sino en las estructuras económicas.5 Ni la tesis psicológica ni la estructural sobre la insaciabilidad constituyen por sí mismas un argumento a favor del limitarismo. Únicamente ofrecen una explicación del comportamiento acumulativo excesivo. Un paso normativo adicional sería abordar este comportamiento recomendando un acto limitarista, una política o institución limitarista, o una distribución limitarista.

La versión psicológica de la tesis de la insaciabilidad se articula claramente en la República de Platón cuando Sócrates explica su doctrina del alma tripartita:

Con una parte decimos que el hombre aprende, con otra se apasiona; en cuanto a la tercera, a causa de su multiplicidad de aspectos, no hemos hallado un nombre peculiar que aplicarle, sino que la hemos designado por lo que predomina en ella con mayor fuerza: la hemos llamado, en efecto, la parte ‘apetitiva’, en razón de la intensidad de los deseos concernientes a la comida, a la bebida, al sexo y cuantos otros los acompañan; y también ‘amante de las riquezas’, porque es principalmente por medio de las riquezas como satisface los apetitos de esa índole. (Platón, 2008, 580d-581a)

Aristóteles retoma esta visión tripartita del alma. Aunque en De anima no habla extensamente de la avaricia o de los apetitos insaciables, sí escribe, sin embargo, que el apetito puede encontrarse en las tres partes y que “no tiene por qué implicar una actividad deliberativa” (Aristóteles, 1978, 434a12). En la Política, añade que el apetito puede conducir a deseos insaciables. El deseo insaciable de vivir se basa en el apetito de la tercera parte del alma, que es la parte responsable de la nutrición y la reproducción:

La causa de esta actitud es el afán de vivir, pero no de vivir bien, y como el deseo de vivir no tiene límite, se desean consiguientemente sin límite las cosas que estimulan la vida. (Aristóteles, 2000, 1257b35)

Aristóteles habla de la avaricia principalmente en el contexto de hacer dinero. Esto podría sugerir que en su opinión la avaricia depende de la institución del dinero. Esta lectura de Aristóteles, que considera el dinero y el intercambio monetario como algo inherentemente malo, es apoyada por Scott Meikle (1995, p. 76). Además, el dinero es fácil de almacenar y no se estropea, lo cual posibilita su acumulación en primer lugar (Walsh & Lynch, 2008, p. 68). Sin embargo, la lectura que hace Ryan K. Balot de la Política sugiere otra conclusión: la avaricia no se origina en la actividad comercial ni en la moneda, sino en el apego irracional de los seres humanos al cuerpo (Balot, 2001, p. 43). Aunque no podemos tomar una posición en esta discusión sobre la interpretación correcta de Aristóteles, parece plausible distinguir su tratamiento del dinero de su tratamiento de la avaricia. Esto no significa, sin embargo, que Aristóteles no considere el dinero como algo malo por otras razones.

Tanto Platón como Aristóteles basan sus tesis de la insaciabilidad en sus respectivas teorías psicológicas. Ambos exigen, además, que estos apetitos sean limitados de un modo u otro. Si bien proporcionan argumentos que entran en la categoría del limitarismo intrínseco para apoyar esta afirmación, también consideran las consecuencias de la insaciabilidad para la polis y proporcionan justificaciones no intrínsecas.

Según Platón, la primera parte del alma debe gobernar la tercera parte con la ayuda de la segunda, si se quiere que el alma esté sana. Éstas deben presidir sobre “lo apetitivo, que es lo que más abunda en cada alma y que es, por su naturaleza, insaciablemente ávido de riquezas” (Platón, 2008, 442a). Sólo así los seres humanos podrán evitar distraerse del esfuerzo por hacerse verdaderamente ricos, “no en oro, sino en la riqueza que hace la felicidad: una vida virtuosa y sabia” (Platón, 2008, 521a). Como Platón establece una analogía entre un alma justa y una ciudad justa, también exige que “la mejor parte [gobierne] a la peor” (Platón, 2008, 431b); en la polis, las clases superiores están formadas por guardianes que desean exclusivamente la sabiduría y por auxiliares a los que no se les permite tener ninguna propiedad. Ellos supervisarán las actividades de los agricultores, artesanos y comerciantes de la polis. El Sócrates de Platón identifica el “afán ilimitado de posesión de riquezas” (Platón, 2008, 373d) como la principal causa de los disturbios civiles y la guerra. Esto es particularmente cierto en el sistema oligárquico, donde hay dos ciudades, “[la] de los pobres y la de los ricos, que conviven en el mismo lugar y conspiran siempre unos contra otros” (Platón, 2008, 551d). Los oligarcas están dominados por su deseo de riqueza, por lo que su gobierno conduce a una distribución desigual y a una brecha cada vez mayor entre los ciudadanos ricos y los pobres. Esta desigualdad es susceptible de estallar en una revolución en algún momento.

En su Ética Nicomáquea, Aristóteles describe la avaricia como un apetito por “lo agradable” (Aristóteles, 1985, 1119b8) y recomienda que esta parte apetitiva del alma sea gobernada por la razón. Dado que la riqueza es meramente “útil en orden a otro [bien]” (Aristóteles, 1985, 1096a7), si una persona no se rige por la razón, puede llegar fácilmente a una concepción errónea de la riqueza como el bien supremo. Aristóteles también coincide con Platón en que la avaricia puede tener malas consecuencias para la polis, sobre todo si la forma de gobierno es una oligarquía o una democracia, donde la primera responde al “interés de los ricos” y la segunda al “[interés] de los pobres” (Aristóteles, 2000, 1279b4). En estos casos, no puede haber estabilidad y la agitación civil llegará tarde o temprano. Sin embargo, Aristóteles critica el ideal de polis de Platón porque priva de la felicidad tanto a los guardianes como a las clases bajas al no permitirles perseguir el bien supremo (Aristóteles, 2000, 1264b6). La recomendación de Aristóteles para las circunstancias no ideales es fortalecer la clase media y entregarle el gobierno, porque con una clase media numerosa “es ínfima la probabilidad de que se produzcan facciones y disensiones entre los ciudadanos” (Aristóteles, 2000, 1296a7).6

En resumen, podemos decir que los argumentos intrínsecos proto-limitaristas de Platón y Aristóteles se refieren no tanto al estado de ser rico, sino a las actividades de los seres humanos que se entregan a sus apetitos insaciables. Este comportamiento puede distraerlos de la búsqueda de una vida buena y sabia para dedicar la mayor parte de sus actividades a acumular riquezas a costa de otras actividades más virtuosas. Las afirmaciones proto-limitaristas no intrínsecas se centran en la distribución desigual, la brecha entre los ciudadanos pobres y los ricos, y el potencial de conflicto que surge de ello.

Filósofos y economistas más recientes también han empleado la tesis de la insaciabilidad en sus reflexiones sobre el limitarismo. Adam Smith distingue entre el deseo de necesidades y el deseo de comodidades, Karl Marx ofrece una interpretación estructural de la insaciabilidad y John Maynard Keynes diferencia entre necesidades absolutas y relativas para esbozar una visión utópica de nuestra sociedad. En el siguiente análisis de sus respectivas versiones de la tesis de la insaciabilidad, discutiremos si ofrecen argumentos intrínsecos o no intrínsecos a favor del limitarismo.

Adam Smith basa su distinción entre dos tipos de deseos en su explicación de la fisiología y la psicología humanas: “El apetito de alimentos está limitado en cada persona por la estrecha capacidad del estómago humano, pero el afán de comodidades y adornos en la casa, el vestido, el mobiliario y el equipo no parece tener límites ni conocer fronteras” (Smith, 1996, 236). El deseo de comer puede satisfacerse porque la cantidad de comida que puede consumir el cuerpo humano es limitada. Pero el deseo de comodidades va más allá del cuerpo e incluye el respeto y la admiración por la totalidad de la sociedad en la que se vive. En consecuencia, Smith afirma que “[e]l disfrute principal de la riqueza […] es su ostentación” (Smith, 1976, 246). El filósofo escocés sigue a Platón y Aristóteles al lamentar que la disposición humana a la admiración se dirija a menudo hacia la riqueza y no hacia la sabiduría y la virtud. Afirma que “los observadores desatentos bien pueden confundir al uno con el otro” (Smith, 1997, p. 139) porque la adquisición de riqueza, al igual que la adquisición de sabiduría y virtud, puede ayudarnos a ser respetables y a que nos respeten. Smith sugiere que la adquisición de riqueza debe limitarse a la fortuna que los hombres “pueden razonablemente esperar adquirir” (Smith, 1997, p. 140) para que las virtudes también puedan florecer. Por lo tanto, se puede interpretar el argumento de Smith como un argumento intrínseco para limitar el comportamiento adquisitivo. También añade un argumento no intrínseco en el que adopta la perspectiva de Platón y Aristóteles de que demasiada desigualdad entre ricos y pobres conduce a la agitación civil. Atribuye a los ricos los vicios de la “avaricia y la ambición” y a los pobres “el odio al trabajo y el amor a la tranquilidad y los goces del momento” (Smith, 1996, 674–75) y pone su esperanza en la clase media, que, según él, puede desarrollar la virtud en mayor grado.

En la obra de Karl Marx, la tesis de la insaciabilidad se reinterpreta como un efecto de las estructuras sociales inherentes al sistema capitalista. Marx describe la disposición a perseguir la riqueza como un fin en sí mismo, pero explica que esta disposición es una consecuencia del modo de producción capitalista:

El capitalista sólo es respetable en cuanto personificación del capital. Como tal, comparte con el atesorador el instinto absoluto de enriquecerse. Pero lo que en éste no es más que una manía individual, es en el capitalista el resultado del mecanismo social, del que él no es más que un resorte. (Marx, 1994, p. 499)

Así, la insaciabilidad no tiene su origen en la fisiología o la psicología humanas, sino que es una característica estructural del capitalismo, que exige una acumulación constante del capital y una competencia incesante. Marx critica el pensamiento económico clásico por haber reafirmado este “acumular por acumular”, calificándolo de “misión histórica del periodo burgués” (Marx, 1994, p. 501). Su versión de la tesis de la insaciabilidad se basa en un argumento político no intrínseco a favor del limitarismo: la insaciabilidad estructural es inherente al modo de producción capitalista y este modo de producción debe ser superado para establecer una sociedad justa. En consecuencia, Marx ofrece un esbozo de una primera fase del comunismo, en la que cada trabajador es recompensado en función de su contribución. En una segunda fase más elevada del comunismo, la noción de propiedad privada es abolida, de modo que la idea misma del limitarismo dejaría de ser aplicable.

Un tercer autor influyente que defendió la tesis de la insaciabilidad es John Maynard Keynes. En sus Posibilidades económicas de nuestros nietos, distingue entre dos clases de necesidades: las absolutas y las relativas. Las necesidades absolutas son independientes de la situación de los demás, mientras que las relativas dependen de los otros y su satisfacción “nos hace sentirnos superiores” a ellos (Keynes, 2015, p. 120). Según Keynes, la primera clase de necesidades, que refiere principalmente a la satisfacción de nuestras necesidades corporales y materiales, puede ser satisfecha. Pero la segunda clase de necesidades “pueden ser verdaderamente insaciables” (Keynes, 2015, p. 120) mientras sea posible la competencia mutua y no se alcance la superioridad. El ensayo de Keynes esboza una visión utópica de nuestra sociedad en la que se ha alcanzado la abundancia económica. En consecuencia, esta visión no conlleva ningún argumento no intrínseco relativo a la igualdad política o a las necesidades urgentes insatisfechas, ya que en su utopía la igualdad política no sería una preocupación moral y todas las necesidades urgentes se encontrarían satisfechas. Su preocupación es más bien si los seres humanos serían capaces de utilizar esta “libertad respecto de los afanes económicos acuciantes […] para vivir sabia y agradablemente bien” (Keynes, 2015, p. 122). El argumento proto-limitarista de Keynes en favor de abandonar nuestra obsesión por las actividades económicas es, por lo tanto, un argumento intrínseco.7

¿Qué observamos al releer los argumentos proto-limitaristas de Smith, Marx y Keynes? Tanto Smith como Keynes distinguen entre dos tipos de deseos o necesidades y argumentan que sólo el segundo tipo implica insaciabilidad. Ambos proporcionan un argumento intrínseco a favor de la limitación del comportamiento adquisitivo (Smith) o competitivo (Keynes) como condición previa para una vida virtuosa (Smith) o sabia (Keynes). Además, Smith da más respaldo a su tesis limitarista aplicando el argumento no intrínseco de que un comportamiento adquisitivo desenfrenado conducirá a la desigualdad y a disturbios civiles. Marx, en cambio, ofrece una reinterpretación estructural de la tesis de la insaciabilidad que forma parte de su argumento político más general a favor del limitarismo: una sociedad justa es una sociedad en la que se ha abandonado el modo de producción capitalista; con la desaparición de este modo de producción capitalista, la insaciabilidad estructural también desaparecerá.

3. La tesis de los medios y fines

Además de la insaciabilidad, hemos identificado una segunda tesis que se ha utilizado para defender el limitarismo. Se trata de una falacia en el ámbito del razonamiento moral: la falacia de los medios y fines. Según esta tesis, los seres humanos tienden a considerar la obtención de dinero como un fin en sí mismo, aunque nunca puede ser más que un medio para otra cosa. Esta falacia moral puede conducirlos a adoptar una concepción errónea del bien. Como mostraremos en esta sección, la falacia de los medios y fines forma parte de los argumentos proto-limitaristas de Platón, Aristóteles, Keynes, Marx y Engels.

En la República de Platón, la falacia de los medios y fines se introduce en el contexto de una discusión sobre las artes médicas. Según el Sócrates de Platón, no es apropiado que un arte busque un beneficio más allá del de su objeto propio (Platón, 2008, 342b). Así, la medicina se ocupa de la curación del cuerpo, y si un médico realiza alguna de las artes médicas para ganar dinero en lugar de curar a sus pacientes, está actuando mal.

Mientras que Platón sólo alude a la falacia de los medios y fines de pasada, Aristóteles escribe sobre ella a profundidad tanto en su Ética Nicomáquea como en su Política. La Ética Nicomáquea es el locus classicus de la discusión:

En cuanto a la vida de negocios, es algo violento, y es evidente que la riqueza no es el bien que buscamos, pues es útil en orden a otro. (Aristóteles, 1985, 1096a6–8)

En este pasaje, Aristóteles está considerando el punto de vista del individuo y el alcance de su conclusión moral se limita al florecimiento individual: para que un ser humano florezca, debe tener claro que la obtención de dinero es sólo un medio para un fin. En la Política, en cambio, Aristóteles habla sobre los hogares y critica la idea de que “la función de la economía doméstica es acumular dinero” (Aristóteles, 2000, 1257b35). Distingue entre dos tipos de obtención de riqueza: en primer lugar, existe una obtención de riqueza natural, que forma parte de la administración doméstica y consiste en adquirir una cantidad limitada de aquellos bienes que son “necesarios para la vida y útiles para la comunidad política o doméstica” (Aristóteles, 2000, 1256b26). En segundo lugar, está la obtención de riqueza en la que la cantidad de bienes a adquirir es potencialmente ilimitada y que se da mediante el intercambio de bienes más allá de los límites del propio hogar. Aristóteles condena esta última como un malentendido perjudicial en el que se toma la obtención de la riqueza no como un medio, sino como un fin. En consecuencia, su veredicto sobre el florecimiento individual puede extenderse al florecimiento de un hogar: para que un hogar florezca, el administrador del hogar debe tener claro que la obtención de dinero no es más que un medio para alcanzar un fin. Según Aristóteles, el negocio de acumular riqueza por la riqueza misma puede tener un efecto corrosivo en otras actividades una vez que la gente empieza a creer que hacer dinero “es el fin, y que todo debe conspirar al fin” (Aristóteles, 2000, 1258a14).

En Posibilidades económicas de nuestros nietos, Keynes sigue de cerca a Aristóteles al distinguir entre el “amor al dinero como posesión” y el “amor al dinero como un medio para gozar de los placeres y realidades de la vida” (Keynes, 2015, p. 124). En la sociedad utópica que describe, la necesidad de dedicar la mayor parte de la vida a las actividades económicas ha desaparecido y el amor al dinero por el dinero mismo puede reconocerse como lo que es: algo “detestable” (Keynes, 2015, p. 126). El argumento de Keynes se mantiene a nivel del individuo y no incluye la cuestión de la administración doméstica. Su especificación del florecimiento individual consiste en una apelación bastante vaga a la capacidad de “disfrutar directamente de las cosas” (Keynes, 2015, p. 126).

En el Manifiesto del Partido Comunista, Marx y Engels presentan su propia versión de la falacia de los medios y fines. Ésta no se refiere ni al individuo ni al hogar, sino al miembro de una determinada clase social, la clase obrera. La falacia no es un simple malentendido, sino algo inherente a las estructuras de la sociedad burguesa y al modelo de producción capitalista. Según Marx y Engels, una sociedad comunista puede provocar los cambios necesarios para modificar estas estructuras: “En la sociedad burguesa el trabajo vivo no es más que un medio para multiplicar el trabajo acumulado. En la sociedad comunista, el trabajo acumulado no es más que un medio para ampliar, enriquecer y mejorar el proceso vital de los trabajadores”. (Marx, 2012, p. 597)

Mientras que en una sociedad burguesa el trabajador es un medio para la acumulación de capital, en una sociedad comunista (primera fase) la relación entre medios y fines se invierte y la acumulación de capital se convierte en un medio para sostener la vida del trabajador. Resulta interesante que Marx y Engels emplean una formulación que apela a una perspectiva bastante amplia de la calidad de vida y que presenta paralelismos con la perspectiva de Aristóteles del florecimiento humano.

En resumen, podemos decir que Platón, Aristóteles y Keynes critican sus propias versiones de la falacia de los medios y fines en el contexto del limitarismo intrínseco.8 Tomar los medios como un fin puede llevar a actuar de forma equivocada (Platón), a limitar el florecimiento humano (Aristóteles) o a restringir el disfrute directo de las cosas (Keynes).9 En el plano de la administración doméstica, Aristóteles alude a la posibilidad de que semejante confusión de medios y fines tenga también efectos corrosivos en otras actividades. Esto ofrece la posibilidad teórica de un argumento no intrínseco a favor del limitarismo, el cual Aristóteles no desarrolla. Mientras que, en el caso de estos tres autores, la falacia de los medios y fines es una falacia dentro del razonamiento moral del individuo o del administrador del hogar, ésta toma una dimensión estructural en la obra de Marx y Engels. Aquí, es el capitalista como una parte del modo de producción capitalista quien confunde medios y fines. Aunque Marx y Engels no apelan a individuos concretos sino a miembros de clases sociales, su argumento conserva un aspecto intrínseco: invertir la relación entre medios y fines aumenta la calidad de vida del trabajador. Esto también podría reconstruirse como un argumento proto-limitarista no intrínseco, ya que un cambio de estructuras conduce a la liberación del trabajador de la opresión capitalista.

4. La tesis de la templanza y/o la liberalidad

Una tercera tesis, que se ha utilizado para argumentar a favor del limitarismo, pertenece al ámbito de la ética de la virtud y está estrechamente relacionada con la tesis de la insaciabilidad y la psicología de los apetitos humanos subyacente. Podemos encontrar un tratamiento de la virtud de la templanza en el Cármides de Platón, en su República y en las Leyes. En la República, la templanza se describe como “un tipo de ordenamiento y de control de los placeres y apetitos” (Platón, 2008, 430e). En las Leyes, la templanza racional del alma (Platón, 1999, 631c) es el segundo de los bienes divinos. Si ubicamos esta virtud en el contexto platónico de la tripartición del alma, la templanza se origina en la facultad de la razón y establece el control de ésta sobre la tercera parte del alma (Domanski, 2003, p. 6).

Sin embargo, en los escritos de Aristóteles, la discusión se vuelve más compleja. Por un lado, Aristóteles continúa la discusión de Platón sobre la templanza, pero restringe su esfera a los placeres corporales y, en particular, a los placeres del tacto y del gusto (Curzer, 2015, p. 66). Por el otro, introduce la virtud de la liberalidad como una disposición de dar regalos monetarios en conformidad con un deseo apropiado de riquezas y un deseo apropiado de ayudar a otros (Curzer, 2015, p. 5). Ambas virtudes son importantes si se quiere hacer una defensa del limitarismo basada en la ética de la virtud. La templanza está relacionada con la adquisición de bienes para emplearlos como medio para satisfacer las propias necesidades corporales. La liberalidad, en cambio, es el justo medio entre la adquisición inmoderada de dinero y su conservación, guiada por un amor excesivo a las riquezas, y el gasto excesivo, que es su extremo opuesto. Mientras que la templanza se limita al propio cuerpo y a sus necesidades físicas, la liberalidad refiere a las acciones del ser humano dentro del espacio social y económico. Según Aristóteles, la persona liberal valora la riqueza no por sí misma, “sino porque es necesario, para poder dar” (Aristóteles, 1985, 1120b1–2).

Tomás de Aquino sigue a Aristóteles al distinguir entre templanza y liberalidad. La templanza es vista de nuevo como aquella virtud que “se ocupa principalmente de las pasiones tendentes al bien sensible, a saber: los deseos y los placeres” (Aquino, 1990, II-II.141. 3), mientras que la liberalidad se ocupa de “las cosas de que uno se desprende para darlas a otro” (Aquino, 1990, II-II.117. 2). Para Tomás de Aquino, la liberalidad no pertenece a la templanza, sino a la virtud principal de la justicia (Aquino, 1990, II-II.117. 5). En la obra de los tres autores, el elogio de la virtud de la templanza puede interpretarse como un argumento intrínseco a favor de la versión moral (no la política) del limitarismo. En la obra de Tomás de Aquino, sin embargo, la virtud de la templanza, entendida como una virtud que refiere al bien de uno mismo, es complementada por la liberalidad y la justicia como virtudes que se preocupan por el bien de otros, por lo que la combinación de estas tres virtudes sirve como un argumento no intrínseco a favor de una distribución limitarista. Según este argumento, una persona debe moderar su comportamiento acumulativo para dejar suficientes recursos a los demás.

La virtud de la templanza resurge en la obra de Adam Smith y constituye—según McCloskey—la “virtud maestra” de su Teoría de los sentimientos morales (McCloskey, 2008, p. 51). En línea con sus predecesores filosóficos, Smith relaciona la templanza con los “apetitos corporales” (Smith, 1997, p. 480) y le asigna la tarea de mantenerlos dentro de ciertos límites. Reinterpretando a Platón, sugiere sustituir la traducción común de “sophrosyne” como “templanza” por su traducción como “buen temperamento, o sobriedad y moderación del ánimo” (Smith, 1997, p. 481). Pero ya que Smith no comparte la doctrina del alma tripartita de Platón y Aristóteles, tiene que reinterpretar el significado de esta virtud. Para él, la templanza no es “más que prudencia con respecto al placer” (Smith, 1997, p. 519) y nos permite posponer un placer presente en aras de uno mayor futuro. Por lo tanto, resulta difícil entender la interpretación de Smith de la templanza como una crítica a la acumulación de bienes o como un argumento a favor de imponer límites al comportamiento adquisitivo. Aunque la interpretación de Smith de la templanza sigue siendo intrínseca, no apela a una noción posmaterialista del florecimiento humano.

Karl Marx ofrece una crítica provocativa de las virtudes de la templanza y la liberalidad al revelar su complicidad en la economía capitalista. La recomendación de Smith de posponer el disfrute inmediato se reinterpreta como la virtud del capitalista de no utilizar todo su ingreso, sino de “apartar buena parte de [sus riquezas] para invertirla en el reclutamiento de nuevos obreros productivos, que rinden más de lo que cuestan” (Marx, 1994, p. 496). La virtud de la liberalidad, que en Aristóteles y Tomás de Aquino está orientada a dar dinero a los demás en lugar de acapararlo para uno mismo, se entiende ahora como un argumento capitalista a favor de la reinversión del dinero en el mercado. Juntas, ambas virtudes garantizan que el capital no se consuma ni quede ocioso. La reinversión del dinero asegura su autoexpansión como capital. Marx no apela ni a una justicia social utópica ni a la calidad de vida de los trabajadores; critica la templanza y la liberalidad por el papel instrumental que juegan en la economía capitalista. Ambas proporcionan las actitudes morales subyacentes que mantienen al sistema en funcionamiento.

A primera vista, parece haber una paradoja entre la crítica de Marx a la insaciabilidad del capitalismo y su rechazo de la templanza y la liberalidad. Sin embargo, no hay ninguna contradicción real. Marx y Engels subrayan que el capitalismo es capaz de desplegar enormes poderes productivos, pero también lo consideran un sistema que es finalmente autodestructivo. Por un lado, el capitalismo ha generado una enorme productividad, pero, por el otro, también será incapaz de controlarla o usarla en beneficio de todos los seres humanos de la sociedad. Así, la insaciabilidad es una fuerza destructiva constitutiva del capitalismo. Dado que ésta es la perspectiva que tienen Marx y Engels de la historia y del futuro, la templanza y la liberalidad son sólo distracciones y no pueden resolver los problemas sociales causados por la explotación inherente al capitalismo. Por lo tanto, rechazan la templanza y la liberalidad y llaman a los trabajadores a unirse a la revolución que conducirá la marcha de la historia a la superación del capitalismo.

Tras revisar a estos cinco autores y su tratamiento de la ética de la virtud, nuestra conclusión es algo ambivalente.10 Tanto Platón como Aristóteles y Tomás de Aquino tienen una noción propia sobre lo que constituye el florecimiento humano. En los tres casos, esta noción va más allá de la satisfacción de los apetitos corporales, y en los casos de Aristóteles y Tomás de Aquino incluye el valor de dar a otros. Dada tal noción de florecimiento humano, las virtudes de la templanza y la liberalidad—si se toman juntas11—pueden interpretarse como argumentos a favor del limitarismo. Pero en la filosofía moral de Smith, tal noción está ausente. Su reinterpretación de la templanza es, por lo tanto, compatible con una acumulación interminable de riquezas, siempre que se posponga el disfrute presente en aras de un mayor disfrute futuro. De esto se sigue que la crítica de Marx a la templanza en el marco de la economía capitalista está justificada. Su crítica a la liberalidad, por el contrario, sólo funciona una vez que el contexto social e interpersonal de la virtud clásica es sustituido por una perspectiva economicista reduccionista en la que sólo hay agentes económicos. En dicho caso, dar dinero a otros equivale a una reinversión económica de capital. Para que sea un argumento a favor del limitarismo, la templanza parece requerir una noción posmaterialista del florecimiento humano. Una vez que la virtud de la templanza se desconecta de dicha noción, también puede referirse a la sobriedad empresarial, en la que el empresario se abstiene de aprovechar oportunidades de inversión presentes porque podría haber otras mejores en el futuro. En consecuencia, alguien podría poseer la virtud de la templanza y aun así esforzarse por adquirir una gran cantidad de riqueza. La virtud de la liberalidad, sin embargo, depende en gran medida del contexto. Si se asocia con la justicia dentro de un contexto más amplio de interacciones sociales, como en la obra de Tomás de Aquino, tiene éxito como argumento a favor del limitarismo. Pero una vez que esta conexión con la justicia desaparece y se observa simplemente en el contexto de las transacciones económicas que buscan maximizar las ganancias, también puede interpretarse como un acto de dar que, en última instancia, promueve el interés propio. Aunque se podría seguir considerando que las virtudes de la templanza y la liberalidad son un apoyo a los actos, políticas o instituciones limitaristas, incluso si no existe una conexión ni con una noción posmaterialista de florecimiento ni con la justicia, no tienen por qué serlo. La templanza podría referirse a posponer las oportunidades de inversión presentes con vistas a aprovechar las futuras y la liberalidad podría reducirse a los consejos relativos a la reinversión del propio dinero.

5. La tesis de las necesidades y superfluidades

La cuarta y última tesis que pudimos rastrear en la historia de la filosofía que apoya una posición limitarista versa sobre la distinción entre necesidades y superfluidades. En muchos casos, existe una estrecha conexión entre esta tesis y la de la insaciabilidad, que trata sobre las necesidades absolutas y relativas. Muchas teorías éticas y de la moral política invocan un principio de suficiencia: la idea de que nadie debe sufrir a causa de la pobreza o la indigencia. Por lo general, esta perspectiva implica un umbral inferior (necesidades) por encima del cual cada miembro de una sociedad debe ser elevado, pero en algunos casos también implica un umbral superior (superfluidades) por encima del cual la propiedad individual debe ser redistribuida de una forma u otra. Mientras que el umbral inferior suele definirse en términos de los medios necesarios para la supervivencia de uno mismo, de su hogar o de su familia, y en términos de alimentación, vestimenta y vivienda, hay diferentes maneras de determinar el umbral superior. Los filósofos que analizaremos en esta sección sugieren que es necesaria una diversidad de medidas institucionales para establecer dichos umbrales. Sus concepciones también ofrecen diversas justificaciones intrínsecas y no intrínsecas a favor de estas pretensiones limitaristas. Un ejemplo de la justificación intrínseca es el argumento teleológico de que el dinero debe usarse según su finalidad propia. Las justificaciones no intrínsecas comprenden, entre otras cosas, el argumento de que todo el mundo debería tener el mismo acceso a los medios para su supervivencia, el argumento de que la riqueza crea tensiones sociales entre los ricos y los pobres, y el argumento de que debería evitarse el consumo basado en el estatus.

En su último diálogo, las Leyes, Platón da una concepción limitarista más o menos completa que incluye la especificación de un umbral inferior y uno superior. Según esta explicación, “no debe haber ni extrema pobreza entre algunos de sus ciudadanos, ni, por otra parte, riqueza excesiva” (Platón, 1999, 744d). Platón proporciona una descripción detallada del umbral inferior que cada ciudadano debe alcanzar: todos obtendrán una vivienda cerca del centro de la ciudad y otra cerca de las afueras. El tamaño de los terrenos en los que se construirán estas viviendas variará según la fertilidad de la tierra y su distancia a la ciudad. Con base en este umbral inferior, Platón define el umbral superior como “hasta el cuádruple” (Platón, 1999, 744e) de esta cantidad. Lamentablemente, no da ninguna justificación de esta cifra. Una razón indirecta se da con respecto a la forma en que estos umbrales pueden ser implementados en las leyes. Aquí, Platón recomienda una división de la ciudad en “cuatro clases impositivas según la magnitud de la riqueza” (Platón, 1999, 744c), de las cuales la clase más alta alcanza el umbral superior. Toda propiedad individual que supere esta cantidad debe ser entregada a la ciudad y a los dioses. Aquellos que desobedezcan la ley incurrirán en severas penas. Platón justifica sus pretensiones limitaristas apelando tanto a argumentos intrínsecos como no intrínsecos: por un lado, los ciudadanos no deben distraerse con las actividades económicas del cuidado de su cuerpo y de su alma. En este contexto, Platón incluso llega a prohibir el uso de oro o plata en su ciudad (Platón, 1999, 743d). Por otro lado, una ley así prevendrá conflictos entre ricos y pobres, que Platón llama “la mayor enfermedad” (Platón, 1999, 744d).

Aristóteles no escribe sobre la propiedad individual, sino que elige el hogar como la unidad administrativa básica. Su discusión se enfoca principalmente en cuestiones económicas y la distinción más importante que hace es la que existe entre la obtención natural de riqueza, que “pertenece a la administración doméstica”, y el arte innecesario de obtención de riqueza, que “produce riqueza no de cualquier modo, sino por el cambio de artículos” (Aristóteles, 2000, 1257b17). Este segundo arte de obtención de riquezas está especialmente relacionado con el dinero y seduce a muchos jefes de familia a aceptar la idea de que el aumento de la riqueza es un fin en sí mismo. Pero, según Aristóteles, esto es un malentendido, ya que la adquisición de “[una] riqueza […] ilimitada” no es la función de la administración doméstica (Aristóteles, 2000, 1257b23). Su justificación intrínseca del limitarismo es, por lo tanto, impedir que los jefes de familia traten de “aumentar al infinito su dinero” (Aristóteles, 2000, 1257b35). Aristóteles define un umbral superior para cada hogar como aquel en el que se tienen todos los bienes “necesarios para la vida y útiles para la comunidad política o doméstica” y que son suficientes “para una vida próspera” (Aristóteles, 2000, 1256b26). No habla explícitamente de un umbral inferior, pero su discusión sobre la alimentación y la vestimenta indica que este umbral podría estar en el nivel de la mera supervivencia (Aristóteles, 2000, 1256b15). Aristóteles concibió su ciudad como una sociedad de hogares autosuficientes y añade que la ciudad “debe practicar el comercio en su propio interés y no para los demás” (Aristóteles, 2000, 1327a29). Por lo tanto, aboga por una restricción de la búsqueda de la riqueza por sí misma como recomendación política.

A diferencia de Aristóteles, Tomás de Aquino no discute sus tesis limitaristas en el contexto de la economía, sino en el de la limosna.,12 13 Tomás de Aquino distingue dos casos en los que una cosa puede llamarse necesaria: (a) si alguien necesita esa cosa “para vivir él y sus allegados” y (b) si esa cosa es necesaria para que alguien viva “a tenor de las exigencias normales de la condición y del estado de la propia persona y de los demás cuyo cuidado le incumbe de acuerdo con su posición social, ya sea en lo que respecta a sí mismo o a aquellos de los que está a cargo” (Aquino, 1990, II-II.32 a6). Todo lo que va más allá de estas dos categorías puede llamarse (c) superfluo—éste es el título bajo el que Tomás de Aquino habla de los bienes que “según todas las probabilidades, no le es [a nadie] absolutamente necesario [adquirir]” (Aquino, 1990, II-II.32. 5). Estas tres categorías nos permiten definir un umbral inferior y otro superior: el umbral inferior consistiría en poseer todos los bienes que se mencionan en la categoría (a), mientras que el umbral superior comprendería todos los bienes descritos en las categorías (a) y (b) en conjunto.

¿Cuándo y en qué medida está alguien obligado a dar parte de sus bienes a personas necesitadas? Según Tomás de Aquino, es bueno dar de los necesarios descritos en (b), pero no hay obligación. Incluso sería desmesurado dar de esos necesarios hasta el punto de no poder mantenerse en la posición social en que uno se encuentra. Tomás de Aquino añade tres excepciones a esta regla. En primer lugar, si alguien quiere cambiar su estado de vida (por ejemplo, haciéndose monje o monja y haciendo voto de pobreza); en segundo lugar, si lo que se da puede recuperarse fácilmente, y, en tercer lugar, si hay extrema indigencia en un individuo o gran necesidad por parte del bien común (Aquino, 1990, II-II.32 6). En cualquiera de estas tres circunstancias, dar los necesarios descritos en (b) se convierte en una obligación. Aunque Tomás de Aquino no lo discute a profundidad, su tratamiento implica que los bienes superfluos, es decir, los de la categoría (c), deberían ser redistribuidos entre aquellos cuyas necesidades son evidentes y urgentes, incluso si no se dan las tres excepciones. “Peca mortalmente” quien no hace caso de ello (Aquino, 1990, II-II.32. 5).

En contraste con la concepción de Tomás de Aquino de la limosna, John Locke introduce un lenguaje deontológico mediante un argumento limitarista que asigna derechos y deberes a los agentes correspondientes. En un primer paso, Locke proporciona una justificación teológica para su umbral inferior: Dios ha dado el mundo a la humanidad en común “para soporte y comodidad de su existencia” (Locke, 2010, §26). Este umbral comprende la autoconservación14 y la adquisición de la propiedad privada mediante el trabajo de la tierra. Determinar el umbral superior de Locke es más complejo. Por un lado, está la llamada condición de descomposición, que restringe la propiedad a la cantidad que una persona pueda usar. Lo que vaya más allá de esa cantidad y, por lo tanto, pueda estropearse, porque no se consume ni se atiende, “será de otros” (Locke, 2010, §31). Por otra parte, existe el deber de caridad de dar a una persona para “preservarla de la extrema necesidad, cuando no tiene medios para subsistir de otro modo” (Locke, 2003, 1.42). Curiosamente, la caridad no se conceptualiza aquí como una virtud, sino como un “derecho al excedente” (Locke, 2003, 1.42) de los bienes de otra persona. Por lo tanto, el umbral superior depende tanto de las limitaciones individuales en cuanto al consumo y el trabajo como del entorno social del individuo, es decir, de si hay personas necesitadas alrededor que requieran su ayuda. Si hay muchos recursos disponibles y todo el mundo tiene una parte suficiente para su autoconservación, el umbral superior será definido por la condición de descomposición. Pero si sólo hay pocos recursos disponibles y algunas personas tienen menos de la parte suficiente, el deber de caridad puede incluir la obligación de bajar el umbral superior a un nivel inferior al de la condición de descomposición. Según la interpretación de Jeremy Waldron de Locke, puede que los ricos no estén obligados a dar de su excedente, pero sí están llamados a dejar que los pobres tomen lo que les corresponde por derecho (Waldron, 2002, p. 185). Locke proporciona un argumento intrínseco para sus afirmaciones limitaristas: la “igualdad natural entre los hombres” (Locke, 2010, §5).

Esto nos lleva a los escritos de Adam Smith, cuyas tesis sobre las necesidades y las superfluidades (o lujos) están estrechamente conectadas con sus tesis psicológicas, de las que hablamos en la sección 2. Smith define su umbral inferior como tener lo suficiente para estar “adecuadamente bien alimentados, vestidos y alojados” (Smith, 1996, 126). Lamentablemente, no ofrece una definición igual de detallada del umbral superior. En su lugar, apela a razones no intrínsecas por las que debe evitarse la desigualdad: de alguna manera establece una conexión directa entre la afluencia de unos pocos y la indigencia de muchos,15 pero lo más importante es su apelación a la indignación de los pobres, “que son conducidos por la necesidad y alentados por la envidia” (Smith, 1996, 675) a invadir las posesiones de los ricos. Su argumento se asemeja, por lo tanto, al de Platón sobre los disturbios civiles. Para hacer frente a la desigualdad, Smith recomienda el mecanismo institucional de gravar los bienes de lujo.16 Estos impuestos tienen la ventaja adicional de que tienden a no incrementar el precio “de ninguna otra mercancía aparte de las gravadas” (Smith, 1996, 767).

El último autor que aporta nuevos e interesantes aspectos al debate sobre el limitarismo, especialmente en lo que respecta a su justificación, es John Stuart Mill. En sus escritos sobre economía política, Mill sólo se refiere implícitamente a un umbral inferior como la posesión de las necesidades que garantizan una “vida saludable” (Mill, 2007, V. VI.2 106) y una “probabilidad de ser felices en la vida” (Mill, 2007, II. II.3 293). Un umbral superior podría derivarse de sus restricciones a los legados o herencias: tales adquisiciones no deberían ir más allá de una cierta cantidad máxima, “que debería fijarse lo bastante alta para que permitiera una cómoda independencia” (Mill, 2007, II. II.4 295). Los bienes que superen ese máximo podrían entonces clasificarse como lujos. Mill proporciona algunos argumentos no intrínsecos a favor de su limitarismo: el más importante es que la riqueza excesiva podría redistribuirse y elevar la calidad de vida de un mayor número de personas o podría dedicarse a “fines de utilidad pública” (Mill, 2007, II. II.4 296). Un segundo argumento es que un límite superior desalentaría el consumo basado en el estatus, que no deriva placer del objeto adquirido y sólo lo valora como un apéndice del estatus (Mill, 2007, V. VI.2 107). Otra razón, a la que Mill meramente hace una alusión, está relacionada con el carácter de la persona. Según Mill, heredar una gran fortuna puede conducir a un comportamiento vicioso (Mill, 2007, II.II.3 293). Una última razón menor, que Mill sólo menciona, es que algunos lujos son estimulantes, por lo que pueden promover un consumo excesivo y conducir a diversas formas de adicción (Mill, 2007, V. VI.3 109). Mill coincide con Smith en que la imposición de impuestos sobre los lujos debería desempeñar un papel importante a la hora de abordar estas cuestiones. Además, exige que se restrinja “lo que uno pudiera adquirir por legado o herencia” (Mill, 2007, II. II.4. 295).

Para resumir, podemos distinguir primero entre las diferentes definiciones del umbral inferior: todos los autores se refieren de una manera u otra a los medios para la supervivencia de uno mismo y de su familia (extendida). Aristóteles y Adam Smith mencionan la vestimenta, además de la comida y la vivienda, mientras que Platón proporciona instrucciones detalladas para la asignación de tierras.17 Mill, sin embargo, prefiere determinar el umbral inferior utilizando el criterio subjetivo de que dicho estado debe ser deseable y el criterio objetivo de que debe ser saludable. No es de extrañar que los autores también difieran en cuanto a sus definiciones del umbral superior. Platón emplea una definición proporcional, mientras que Aristóteles se remite a su concepción teleológica de la vida buena. Tomás de Aquino introduce la capacidad de permanecer a la altura de la propia posición social como un criterio que también está conectado con las responsabilidades sociales. Locke se refiere a un criterio antropológico y a un criterio social: los límites de la propia capacidad de consumo o de atención a la propiedad y la presencia de personas con necesidades extremas que deben ser satisfechas. Mill, finalmente, especifica este umbral apelando a la cómoda independencia de cada uno.

Desde el punto de vista institucional, distintas medidas se proponen para enfrentar la desigualdad entre ricos y pobres: Platón recomienda un diseño específico de la sociedad en combinación con regulaciones legales. Aristóteles sugiere restringir las actividades económicas perjudiciales. Tomás de Aquino discute sus umbrales en el contexto de la limosna voluntaria y obligatoria. Locke comparte con Tomás de Aquino el enfoque en la caridad, pero lo refuerza añadiendo un enfoque basado en los derechos. Smith y Mill apelan a los impuestos como medida adecuada para la redistribución (con Mill añadiendo una restricción a los legados o a la herencia).

Por consiguiente, podemos distinguir entre los enfoques que proponen una configuración institucional específica para la sociedad, es decir, los de Platón, Aristóteles y Locke, y los que dejan de lado esta cuestión y se limitan a sugerir algún instrumento de redistribución, es decir, los de Tomás de Aquino, Smith y Mill. Las justificaciones que se ofrecen para estas pretensiones limitaristas son también muy interesantes: las justificaciones intrínsecas comprenden la preocupación de que el dinero pueda distraer de la consecución de la buena vida (Platón, Aristóteles), el cumplimiento de las leyes natural y divina (Tomás de Aquino), y la igualdad de todos los hombres por naturaleza (Locke). Hay una variedad aún mayor de justificaciones no intrínsecas: Platón argumenta que la limitación de la riqueza evitará los conflictos sociales, una línea de pensamiento que Smith retoma refiriéndose a la indignación, la necesidad y la envidia de los pobres. Mill, en cambio, aporta argumentos utilitaristas y consecuencialistas, como: la mayor eficiencia de redistribuir la riqueza entre un mayor número de personas o de utilizarla para preservar objetos de uso público; desincentivar el consumo frívolo basado en el estatus; considerar los efectos viciosos de la abundancia repentina e inmerecida, y evitar el consumo excesivo de estimulantes, cuya utilidad marginal disminuye constantemente.

6. ¿Qué lecciones podemos extraer para la perspectiva sistemática?

¿Qué lecciones podemos extraer de los argumentos a favor de la limitación de la riqueza que se han planteado a lo largo de la historia de la filosofía occidental para la perspectiva sistemática del limitarismo discutida actualmente en la literatura filosófica? ¿Qué llama la atención al leer esa historia, si se le compara con los debates contemporáneos sobre la justicia distributiva y la ética de la limitación de la riqueza personal? ¿Pueden los autores históricos ilustrar la pertinencia de las distinciones hechas en la primera sección de este trabajo?

En primer lugar, como se menciona en la introducción, los dos argumentos que Robeyns ofrece en su artículo en el que introduce el limitarismo en los debates contemporáneos encuentran apoyos en la historia de la filosofía. Los argumentos de Robeyns relativos a las necesidades urgentes insatisfechas estarían respaldados por los argumentos de Tomás de Aquino, Locke y Mill, y su argumento democrático a favor del limitarismo encontraría aliados en los argumentos de Platón, Aristóteles y Smith, ya que a los tres les preocupa que las desigualdades extremas conduzcan a disturbios civiles. Sin embargo, la distinción de Robeyns entre un deber moral y uno político de no ser excesivamente rico no es una distinción que haya sido dominante en la historia de la filosofía. En el pasado, los límites entre los deberes morales y los políticos eran borrosos, pues la estricta distinción entre lo correcto y el bien que domina la filosofía política contemporánea (debido a su giro liberal) todavía no tenía un respaldo filosófico.

En segundo lugar, en la sección 1 también esbozamos que analíticamente podemos distinguir entre un acto limitarista, una política o institución limitarista, y una distribución limitarista. El breve repaso histórico que hemos ofrecido en este trabajo muestra que esas distinciones no sólo son analíticamente posibles de hacer, sino que también son relevantes en el sentido de que nos ayudan a comprender el panorama de posiciones limitaristas. Por supuesto, es importante tener en cuenta que los autores que hemos estudiado no están desarrollando una posición limitarista completa, sino que están proporcionando elementos para un argumento limitarista. Aun así, teniendo en cuenta esta advertencia, podemos ver que algunos de ellos defienden una política limitarista (Smith y Mill). Algunos abogan por actos limitaristas (Platón, Aristóteles, Tomás de Aquino, Smith, basados en la ética de la virtud, y Keynes, basado en el disfrute estético). Varios de estos pensadores proponen umbrales superiores específicos (por ejemplo, Platón, Aristóteles, Tomás de Aquino, Locke y Mill).

También hay algunas formas adoptadas por el argumento limitarista que aún no se han discutido en la literatura contemporánea emergente, pero que merecen nuestra atención. La primera idea digna de mención es que mientras Marx y Engels abogan por la revolución para acelerar la transición del capitalismo al comunismo, el resultado previsto es uno en el que cada uno recibirá beneficios según sus necesidades, y por lo tanto la acumulación ilimitada de riqueza a la que el limitarismo se opone será imposible debido al cambio del sistema económico. Por lo tanto, el estudio histórico tal vez debería llevarnos a añadir otra categoría a las categorías de actos, políticas, instituciones y distribuciones limitaristas, a saber, la categoría de “sistemas económicos que cumplen el principio del limitarismo económico”. Pasando a los debates contemporáneos, uno podría preguntarse igualmente si una democracia de propietarios (Rawls, 2002) o una sociedad de ingreso básico (Van Parijs, 1996) serían sistemas económicos que cumplen el principio del limitarismo económico. El segundo rasgo destacable es que entre los filósofos proto-limitaristas se aprecian dos vertientes diferentes: los que defienden el limitarismo mediante la predistribución (Platón, Aristóteles, Locke) y los que lo defienden mediante la redistribución (Tomás de Aquino, Smith, Mill). En resumen, las perspectivas proto-limitaristas revelan un rico panorama de tipos de argumentos y afirmaciones, una riqueza intelectual que los debates contemporáneos deberían tener en cuenta.

Una tercera observación principal es que muchos de los argumentos históricos respaldan una distinción entre necesidades y deseos. Sin embargo, desde hace mucho tiempo esta distinción casi ha desaparecido de la filosofía política contemporánea, especialmente al teorizar sobre la justicia distributiva (Reader y Brock, 2004). En su lugar, la mayoría de las teorías contemporáneas de la justicia distributiva toman las preferencias individuales (idealizadas) y las propias ideas de las personas sobre su vida buena como las dimensiones últimas de la preocupación moral y derivan de ellas una “métrica de la justicia” individual, que puede ser, por ejemplo, los bienes primarios sociales, los recursos impersonales o las capacidades. Se pueden tener en cuenta algunas formas específicas de necesidades, como las relacionadas con las discapacidades o la distribución desigual de los talentos en la teoría de la igualdad de recursos de Ronald Dworkin (1981), pero una característica central, que esas teorías comparten con la teoría económica, es que no podemos hacer juicios sobre la calidad de las preferencias que tienen las personas, ya que eso no estaría justificado en una sociedad en la que los ciudadanos tienen diferentes concepciones del bien y tienen diferentes conjuntos de ambiciones. Sin embargo, como han argumentado los filósofos que trabajan en otras áreas de la filosofía práctica, aceptar las preferencias personales al pie de la letra también tiene consecuencias preocupantes. Por ejemplo, en el caso de la ética medioambiental, se ha argumentado que la distinción entre necesidades y deseos es relevante a la hora de pensar en cuestiones de desigualdades injustas entre naciones pobres y ricas, así como entre generaciones actuales y futuras. Y una teoría de las necesidades hace visibles las formas específicas de dependencia y vulnerabilidad humanas que deben reconocerse al pensar en la justicia ecológica (Shue, 1993; O’Neill, 2011).

La prioridad lexical que se le da hoy en día al respeto del pluralismo de ideas sobre la vida buena por encima de las perspectivas sobre cómo sería la “buena sociedad”, y la creencia de que esta prioridad implica que la distinción entre necesidades y deseos ha quedado obsoleta, implica que los argumentos examinados en este trabajo pueden ser considerados claramente antiliberales y que, por lo tanto, corren el riesgo de que se consideren poco útiles a la hora de pensar en la justicia distributiva para las sociedades contemporáneas. Dado que estos argumentos históricos se basan en teorías específicas sobre la vida buena, la ley natural/divina o la igualdad derivada de un decreto divino, los filósofos políticos contemporáneos pueden ser propensos a pensar que esas ideas son incompatibles con una sociedad liberal pluralista. Nos preguntamos si esa conclusión es prematura; en cambio, pensamos que se trata de una cuestión que requiere un análisis más profundo. Una conciencia histórica de los argumentos proto-limitaristas debería impulsar a los académicos que desarrollan el limitarismo como una perspectiva sistemática contemporánea a cuestionar el dominio de las teorías que niegan la legitimidad de distinguir entre necesidades y deseos y dar a esta distinción un papel central en el desarrollo de las teorías de la justicia distributiva, incluyendo la perspectiva limitarista.

En cuarto lugar, varias de las perspectivas limitaristas históricas (o sus primos cercanos) destacan el papel de la ética de la virtud y del carácter propio en los debates sobre la buena sociedad. Esto también se ha perdido en gran medida en los debates contemporáneos sobre lo que es la buena sociedad, ya que el énfasis se ha desplazado a las instituciones y las estructuras. Sin embargo, al mismo tiempo, algunos filósofos también han argumentado a favor de tener límites al enfoque institucional en la filosofía política contemporánea (Sen, 2010) o en debates específicos, como la cuestión de si el Estado debe ser el único agente de justicia (O’Neill, 2001). Asimismo, hay influyentes filósofos políticos que han destacado la importancia de las virtudes políticas (Rawls, 2015) y de un ethos igualitario (Cohen, 1997). ¿Podría haber un papel para la ética de la virtud, o el limitarismo como doctrina ética más que política, que podría complementar y posiblemente reforzar el limitarismo político? En términos más generales, ¿nos impulsan estas fuentes históricas a reconsiderar la perspectiva de que un marco político debería complementarse con una perspectiva de las virtudes personales como un complemento necesario y no como un mero complemento posible? En los debates actuales de la ética medioambiental sobre quién debe tener la responsabilidad de responder a la crisis climática—el Estado, las instituciones o los individuos—, se puede ver una elaborada discusión sobre cómo lo “político” y lo “ético” entran en un diálogo sobre el bien común. En nuestra opinión, las fuentes históricas sugieren que también deberíamos seguir este enfoque que combina un análisis de las instituciones y las políticas, por un lado, con un análisis de las acciones virtuosas, por otro.

Nuestra última observación es que los argumentos históricos tenían vínculos explícitos entre los debates sobre la distribución y la satisfacción de las necesidades y los debates sobre los sistemas económicos (Marx, Engels) y las instituciones económicas concretas (Mill). Se ha argumentado que este giro es necesario en la filosofía política contemporánea, que ahora mismo se centra principalmente en los principios distributivos (Waldron, 2013). En esa agenda emergente, los argumentos históricos a favor del limitarismo pueden hacer una contribución. Por ejemplo, poner un límite a la cantidad de riqueza que uno puede heredar puede parecer una propuesta extravagante hoy en día, pero debería hacernos reflexionar el enterarnos de que una de las figuras fundadoras de la historia del pensamiento liberal, John Stuart Mill, lo propuso, y debería movernos a considerar sus argumentos. O podríamos derivar argumentos de las Leyes de Platón a favor de los salarios proporcionales, según los cuales un directivo sólo debería ganar el salario de sus empleados multiplicado por un número fijo. En la actualidad, en muchos países se discute si debe introducirse un salario máximo de este tipo, ya sea como una cuestión de política legal o como una cuestión de ethos organizacional. Es instructivo saber que estos debates no son nuevos y debemos investigar qué podemos aprender de releer los argumentos proto-limitaristas de los pensadores canónicos que hemos examinado en este artículo.

Agradecimientos

Agradecemos a Yara Al-Salman, Michael Bordt, Aistė Čelkytė, Rutger Claassen, Adelin Dumitru, Colin Hickey, Maarten van Houte, Johan de Jong, Tim Meijers, Hanno Sauer, Eric Schliesser, Piet Steenbakkers, Dick Timmer, Petra van der Kooij, Robert Vinkesteijn y Alexandru Volacu por sus discusiones y comentarios. Parte del trabajo de este proyecto fue financiado por el Consejo Europeo de Investigación (ERC) en el marco del programa de investigación e innovación Horizonte 2020 de la Unión Europea (acuerdo de subvención nº 726153).

Referencias

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3 Hemos consultado con nuestros colegas que enseñan historia de la filosofía, así como con algunos colegas externos a nuestra universidad, para comprobar si habíamos pasado por alto a algún pensador que debería haber sido incluido según los criterios que hemos utilizado. Agradecemos al dictaminador la sugerencia de incluir a los estoicos, a quienes incluimos en revisiones pero que, sin embargo, en nuestra opinión, no son tan proto-limitaristas como a veces se cree. No se mencionaron otros nombres como figuras clave que hubiéramos dejado fuera.

8 Es importante tener en cuenta que no critican a las personas por ser ricas, sino por seguir su deseo desinhibido de enriquecerse.

9 Se podría objetar, con buenas razones, que alguien podría seguir acumulando riquezas para financiar sus costosos proyectos de vida sin cometer la falacia de los medios y fines. La tesis de los medios y fines no implica una postura limitarista en tanto que los medios y los fines sigan siendo nociones meramente formales. Para ello, es necesario que haya una idea posmaterialista y sustantiva de en qué consiste el fin.

15 Esta conexión sólo sería necesaria si ignoramos el crecimiento económico que beneficia a unos más que a otros, pero que deja a todos en mejor situación.

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