4. Razones basadas en la autonomía a favor del limitarismo
© 2024 Danielle Zwarthoed, CC BY-NC-ND 4.0 https://doi.org/10.11647/OBP.0354.04
1. Introducción
El 15 de junio de 2013, Ethan Couch, un adolescente texano, robó dos cajas de cerveza de un Walmart, se puso al volante de la camioneta de su padre, condujo a 110 km por hora en un camino rural donde el límite de velocidad era de 64 km por hora, se salió de la carretera, chocó con tres coches y mató a cuatro personas. Las pruebas revelaron que su nivel de alcohol en la sangre era tres veces superior al límite legal. También había consumido cannabis y Valium. La fiscalía pedía una condena de veinte años de prisión. El abogado de Couch argumentó que su cliente tenía afluenza: ya que fue criado en una familia muy rica que nunca le puso límites, no se le podía responsabilizar plenamente de sus actos. Un psicólogo testificó que Couch no era un agente responsable. El juez aceptó el argumento y decidió que Couch necesitaba rehabilitación en lugar de cárcel. Le concedió un periodo de prueba de diez años. La decisión suscitó muchas críticas. Los críticos señalaron que la riqueza no debería tomarse en cuenta al pronunciar sentencias y que tales decisiones sitúan a los ricos por encima de la ley (Eckenroth 2015).
Los críticos tienen razón al preocuparse por un sistema de justicia penal que aplica un doble estándar y castiga los mismos delitos de forma diferente dependiendo de si el culpable es rico o pobre. Sin embargo, la defensa de la afluenza puede tener algo de verdad. Este capítulo no propone que la afluenza sea un trastorno mental ni que sea una defensa legal válida. Defender estas afirmaciones va más allá del ámbito de competencia de una filósofa. El capítulo tampoco pretende investigar las implicaciones que tiene la defensa de la afluenza para la teoría filosófica del derecho penal y el castigo. Su objetivo es examinar si la defensa de la afluenza podría enseñar a los filósofos políticos liberales algo sobre la justicia distributiva. Más concretamente, si la riqueza extrema socava la capacidad de responsabilidad individual (al menos en un sentido personal o moral, si no en el legal), entonces podríamos hipotetizar una correlación negativa entre los altos niveles de riqueza y la autonomía individual.1 La autonomía individual (en sentido amplio) es un fin que la mayoría de las teorías liberales pretenden garantizar y promover mediante una distribución justa de las ventajas. Por lo tanto, vale la pena examinar si estas teorías no deberían desconfiar de la riqueza extrema.
Este capítulo intenta expandir esta línea de pensamiento y desarrolla un argumento basado en la autonomía a favor del limitarismo. Mientras que el suficientarismo afirma que es de importancia moral primordial que todos tengan lo suficiente (Casal 2016; Gosseries 2011), el limitarismo afirma que es de importancia moral primordial que nadie tenga demasiado (Robeyns 2017). Ingrid Robeyns proporciona dos argumentos instrumentales a favor del limitarismo. Según Robeyns, en nuestro mundo, el limitarismo es instrumental para la consecución de dos fines valiosos: la igualdad democrática y la satisfacción de las necesidades urgentes de los pobres (Robeyns 2017, secciones 3 y 4). El argumento de Robeyns se puede clasificar como una justificación del limitarismo referente-a-otros (other-regarding). Este capítulo sigue una estrategia argumentativa diferente. No aborda la cuestión de si el hecho de que una persona tenga demasiado impide que otros reciban su parte justa de poder democrático y riqueza material. La pregunta en la que se centra este capítulo es si el hecho de que una persona tenga demasiado impide a esta misma persona acceder a un bien específico. Se trata, por tanto, de una justificación del limitarismo referente-a-uno-mismo (self-regarding).2 Aunque la literatura empírica sobre los impactos negativos de la riqueza excesiva en el bienestar es abundante,3 el bien en el que se enfoca este capítulo no es el bienestar. Podríamos adoptar una teoría política normativa que reconozca el valor tanto del bienestar como de la autonomía y hacer trade-offs si es necesario. Tal defensa pluralista referente-a-uno-mismo a favor del limitarismo podría ser más fuerte. Sin embargo, los filósofos políticos que son escépticos de la moral política basada en el bienestar pueden encontrar más aceptable apelar únicamente al valor de la autonomía. Aquéllos señalarían que, en las sociedades pluralistas, hay varias concepciones del bienestar que compiten entre sí. Podría resultarles preocupante que un Estado que pretenda promover una concepción controversial del bienestar no demuestre un respeto adecuado por las propias perspectivas de sus ciudadanos sobre la vida buena. Por lo tanto, me centraré únicamente en los posibles beneficios del limitarismo para la autonomía de los ricos. Incluso en las sociedades pluralistas, las democracias liberales tienen la misión de promover la autonomía porque garantiza una participación democrática adecuada, así como la capacidad individual de reflexionar, revisar o cambiar las concepciones del bienestar y la vida buena.
Así pues, este capítulo propone y discute argumentos para defender las siguientes dos tesis: (1) a partir de un determinado techo de riqueza, el hecho de que una persona tenga más recursos materiales no siempre aumenta su autonomía; (2) por encima de ese techo de riqueza, la posesión material podría incluso ser perjudicial para el desarrollo y el ejercicio de la autonomía de los ricos, o al menos de algunos ricos. El objetivo de esta discusión es triple. En primer lugar, pretende defender la plausibilidad de las conjeturas empíricas sobre el impacto perjudicial de la riqueza excesiva en la autonomía. Para ello, el capítulo recopila y reinterpreta diferentes líneas de investigación empírica en psicología y en sociología. A continuación, extrae las implicaciones normativas de la filosofía política basada en la autonomía, en caso de que dichas conjeturas sean ciertas. El capítulo sostiene que una posible implicación sería la aplicación de una distribución limitarista de los recursos materiales mediante un impuesto sobre la riqueza y la renta del 100% a partir de un determinado techo de riqueza. Por último, teniendo en cuenta que varios académicos y elaboradores de políticas de mentalidad liberal parecen estar dispuestos a conceder que las medidas paternalistas (como las transferencias en especie) dirigidas a los pobres son legítimas, asumiendo de esa manera que no son plenamente autónomos, este capítulo pretende restaurar un equilibrio epistémico entre nuestra evaluación, a menudo crítica, de la autonomía de los pobres y nuestro olvido de la falta de autonomía de los ricos.
El capítulo se desarrolla de la siguiente manera. La sección 2 expone una concepción multidimensional de la autonomía. La sección 3 examina las hipótesis relativas a las formas en que la riqueza excesiva podría socavar el desarrollo y el ejercicio de la autonomía. La sección 4 sugiere que, si estas hipótesis son ciertas, e incluso si no lo son para todos los ricos, una distribución limitarista de la riqueza podría ser una herramienta para asegurar la autonomía de los ricos. También discute el nivel de riqueza que debería limitarse. La sección 5 aborda la siguiente cuestión: si limitar la riqueza facilita el desarrollo y el ejercicio de la autonomía, ¿acaso esto implica que están justificadas las medidas coercitivas para prevenir que la gente se haga demasiado rica? La sección 6 aborda brevemente el problema de los incentivos.
2. Una concepción multidimensional de la autonomía
Esta sección expone una concepción de las condiciones de la autonomía basándose en la literatura de la filosofía política y en la autonomía relacional. En la literatura filosófica, la palabra “autonomía” se utiliza a veces para referirse sólo a algunas dimensiones de la autonomía.4 Aunque abordar la inmensa literatura filosófica sobre la autonomía va más allá del alcance de este capítulo, aclarar la definición, las concepciones y las condiciones de la autonomía será útil para nuestros propósitos. La autonomía implica múltiples dimensiones cuyas interpretaciones dependen del contexto (Mackenzie 2014). En este trabajo, la concepción de la autonomía pretende cumplir el propósito de identificar la distribución moralmente deseable de la riqueza. La autonomía se referirá aquí tanto a una capacidad personal como al conjunto de condiciones que permiten y facilitan el desarrollo y ejercicio de esta capacidad. Estas condiciones pueden agruparse en dos dimensiones generales de la autonomía: condiciones internas y externas.
Las condiciones internas se refieren a las condiciones de la agencia de autogobierno e implican al menos tres subconjuntos de condiciones. Primero, el agente debe estar dotado en un grado suficiente de las habilidades, capacidades y competencias mentales necesarias para seleccionar los medios adecuados para alcanzar un objetivo, planificar acciones y llevar a cabo estos planes. Éstas incluyen, entre otras cosas, la habilidad para encontrar información y comprobar la veracidad o la probabilidad de una afirmación, la habilidad de diseñar una estrategia y las competencias necesarias para superar la debilidad de la voluntad y la procrastinación. Dado que estas habilidades, competencias y capacidades no necesariamente promueven objetivos elegidos autónomamente, es necesario otro subconjunto de condiciones: las condiciones de autenticidad. La autenticidad implica ser capaces de reflexionar críticamente sobre nuestros objetivos de primer orden, con el fin de someterlos a revisión de manera tal que sean coherentes con nuestros compromisos de orden superior y nuestra concepción de uno mismo, ambos reflexivamente constituidos, así como para también someter a revisión dichos compromisos y la concepción de uno mismo.5 Las críticas feministas han señalado que es poco probable que los agentes cumplan las condiciones de autenticidad si están sujetos a una socialización y unas normas opresivas. El tercer subconjunto de condiciones pretende, por lo tanto, que la agente se considere capaz y autorizada para definir sus compromisos y actuar de acuerdo con ellos. Estas condiciones incluyen la autoconfianza, el respeto a uno mismo, así como el reconocimiento y el ser tratado por los demás como agente autónoma.6
Para la mayoría de las personas, el ejercicio y el desarrollo de una agencia de autogobierno requieren condiciones externas favorables. Éstas incluyen las condiciones de independencia: las interferencias de otros, tal como la manipulación, el adoctrinamiento, las presiones y la coerción injustificada, deben mitigarse y eliminarse si es posible.7 Las condiciones externas también incluyen la garantía de niveles adecuados de libertades políticas y sociales básicas.8 Estas libertades incluirían la libertad de conciencia, la libertad de expresión, la libertad de asociación, la libertad de movimiento y la libertad de participación política. Para que el ejercicio de la autonomía sea significativo, los agentes deben tener un conjunto adecuado de opciones entre las que elegir (Raz 1986, 372–75). Un conjunto adecuado de opciones debe incluir una gama lo suficientemente variada de opciones que permita al agente hacer elecciones tanto importantes como más triviales (Raz 1986, 374–75). Para que un agente pueda ejercer plenamente su autonomía, las opciones ofrecidas no deben ser tales que el agente se enfrente a un dilema trágico. Además, el acceso a estas opciones debe ser genuino. El agente debe haber estado suficientemente expuesto a ellas y debe ser capaz de considerarlas seriamente.
La concepción de la autonomía que aquí se ofrece es una concepción relacional en dos sentidos. En primer lugar, su análisis de los factores que impiden o favorecen el desarrollo y el ejercicio de la autonomía hace hincapié en el papel de las relaciones sociales. Esto es bastante obvio para el tercer subconjunto de condiciones internas (respeto a uno mismo y ser tratado como un agente autónomo) y para las condiciones de independencia. Pero las relaciones sociales e interpersonales favorables también son cruciales para el desarrollo adecuado de las capacidades mentales y críticas. En segundo lugar, esta concepción considera que las relaciones sociales son uno (pero no el único) de los indicadores del grado de autonomía de los agentes. En otras palabras, la autonomía podría evaluarse, al menos parcialmente, centrándose en las condiciones y relaciones sociales, sin tener que examinar el estado psicológico real del agente.9 Como veremos en la siguiente sección, el nivel de riqueza podría ser uno de estos indicadores de autonomía.
3. Cómo la riqueza excesiva puede socavar la autonomía
El desarrollo y el ejercicio de al menos un grado básico de autonomía pueden verse comprometidos por una distribución de la riqueza que no tome en cuenta la pobreza material y las desigualdades. Pero esta consideración se centra sólo en una faceta de la relación entre autonomía y riqueza material: los efectos beneficiosos de la riqueza material sobre la autonomía. Si presumiblemente la falta de recursos materiales perjudica la autonomía, ¿es igualmente cierto que cuanto más ricos seamos, más autónomos seremos? ¿No deberíamos investigar también los posibles efectos perjudiciales del dinero sobre la autonomía? Para responder a esta pregunta, en este apartado se proponen y exponen cinco mecanismos que sugieren que, en primer lugar, a partir de un determinado techo de riqueza, el hecho de que una persona tenga más recursos materiales no siempre aumenta su autonomía y, en segundo lugar, que la posesión material podría incluso ser perjudicial para el desarrollo y el ejercicio de la autonomía de los ricos, o al menos de algunos ricos.
La identificación de estos mecanismos apela al análisis de la autonomía misma, pero también a conjeturas empíricas. Dado que esta investigación se realiza desde un sillón filosófico, debo exponer el estatus de tales conjeturas dentro de la reflexión normativa que aquí se persigue. Para ello, es útil escudriñar el estatus de la conjetura opuesta, es decir, la conjetura de que tener más (o mucha) riqueza es siempre, o generalmente, beneficioso para el desarrollo y el ejercicio de la autonomía. Considérese la siguiente cita de la Teoría de la justicia de Rawls a modo de ilustración:
[Los bienes primarios] son las cosas que se supone que un hombre racional quiere tener, además de todas las demás que pudiera querer. Cualesquiera que sean en detalle los planes racionales de un individuo, se supone que existen varias cosas de las que preferiría tener más que menos. Teniendo más de estas cosas, se les puede asegurar a los individuos en general que tendrán mayor éxito en la realización de sus intenciones y en la promoción de sus fines, cualesquiera que estos fines puedan ser. Los bienes sociales primarios, presentados en amplias categorías, son derechos, libertades, oportunidades y poderes, así como ingresos y riquezas (Rawls 2012, 94).
Según Rawls, un ser humano racional debería preferir más dinero y recursos materiales que menos. Rawls no apela a evidencia empírica para sostener esta afirmación. Como aclara en el prefacio de la edición de 1999 de su Teoría de la justicia (Rawls 1999, XIII), esta afirmación no debe entenderse como una descripción de un hecho sobre la psicología humana real. El “hombre racional” no se refiere a individuos observables. Se refiere a una concepción de la persona que encarna cierto ideal político que las sociedades democráticas suscriben, el ideal de personas libres e iguales. Se debe considerar que estas personas tienen el interés de desarrollar y ejercer su autonomía o, en términos de Rawls, sus dos capacidades morales, que incluyen las capacidades racionales. El objetivo de esta concepción de la persona no es describir a los individuos del mundo real, sino derivar, justificar y sistematizar los principios de justicia y las exigencias que éstos plantean a las instituciones. Si desde la perspectiva de las personas racionales y razonables rawlsianas siempre es mejor tener más recursos materiales que menos, entonces la única razón legítima para limitar la participación de las personas en los recursos es el hecho de que estos recursos son escasos y están sujetos a demandas en conflicto.
Estas afirmaciones pueden ser cuestionadas. Hay razones para no pasar demasiado rápido de la afirmación de que las personas libres e iguales tienen interés en desarrollar y ejercer su autonomía a la afirmación de que las personas libres e iguales deberían (en tanto que una cuestión de necesidad conceptual) preferir tener más recursos materiales que menos, y de ahí a la afirmación de que no hay más razones que la escasez para limitar lo que corresponde justamente a cada persona. El análisis de la autonomía no conduce necesariamente a la implicación de que más riqueza equivale a un mayor grado de autonomía. Además, algunas conjeturas empíricas sugieren que una riqueza excesiva podría ser perjudicial para la autonomía de varias maneras.
En las siguientes subsecciones se exponen y discuten cinco “mecanismos” a través de los cuales una riqueza material excesiva podría no contribuir al desarrollo y al ejercicio de la autonomía e incluso podría socavarla. Estos mecanismos son hasta cierto punto conjeturales porque la literatura empírica sobre los efectos negativos de la riqueza tiende a formular estos efectos en términos distintos a las concepciones de autonomía predominantes en la literatura filosófica. Varios estudios han investigado las relaciones entre la riqueza y la felicidad (e.g. Blanchflower y Oswald 2004; Brickman et al. 1978; Csikszentmihalyi 1999; Cummins 2000; Diener et al. 1985; Diener y Biswas-Diener 2002; Diener y Oishi 2000; Easterlin 1973, 1995, 2001; Frey y Stutzer 2002; Myers 2000)27 (1995.10 Pero la felicidad no es autonomía. Una persona feliz puede ser heterónoma y una persona autónoma puede ser infeliz. Tomando en cuenta estas limitaciones con respecto a los efectos existentes de la riqueza sobre la autonomía, veamos los cinco mecanismos hipotéticos a través de los cuales la riqueza podría socavar la autonomía.
3.1 La riqueza extrema podría obstaculizar el desarrollo de las capacidades deliberativas
El primer mecanismo puede resumirse de la siguiente manera: la falta de limitaciones materiales podría obstaculizar el desarrollo de las capacidades deliberativas, que es una condición para el ejercicio de la autonomía. El argumento a favor de este primer mecanismo se basa en la concepción “ecológica” de la deliberación práctica racional (Morton, 2011). Según la concepción ecológica, las normas rectoras de la deliberación práctica responden a las interacciones entre las capacidades psicológicas del agente y su entorno.11 El entorno del agente incluye, entre otras características, las limitaciones materiales y la disponibilidad de recursos. Esto significa que la escasez, así como la abundancia de recursos materiales, afectan a las normas rectoras de la deliberación práctica individual. La discusión de Hume sobre las circunstancias de la justicia proporciona perspectivas interesantes sobre los efectos de la riqueza en las capacidades deliberativas (Hume 1751 sec. III, parte I). Hume discute el escenario de la abundancia. En tal escenario, la justicia sería una norma inútil, porque los agentes no pueden dejar de cumplir sus exigencias. Pero la justicia no es la única norma que afecta a la deliberación práctica. Estas reflexiones sobre la justicia pueden extenderse a otros ámbitos de la deliberación práctica (Morton 2011, 568). Por ejemplo, una norma rectora como la planificación a largo plazo es innecesaria para un agente que tiene acceso a abundantes recursos materiales, ya que este agente no puede dejar de adquirir dichos recursos por falta de planificación (Morton 2011, 570). Parece plausible afirmar que la planificación exitosa a largo plazo y otras capacidades deliberativas involucradas en la adquisición de recursos escasos requieren entrenamiento. Por lo tanto, un estado de abundancia podría contribuir en ocasiones a dificultar la formación de capacidades deliberativas, que constituyen una de las dimensiones de la autonomía. Por supuesto, en la medida en que recursos no materiales, como el tiempo, siguen siendo escasos, los agentes ricos tienen que deliberar sobre los fines que deben perseguir con el tiempo limitado que se les ha asignado. Pero no tienen que hacer una reflexión adicional sobre el uso más sabio de los recursos materiales. En otras palabras, las limitaciones materiales moderadas12 podrían contribuir al desarrollo de las capacidades deliberativas. Este mecanismo podría ser el razonamiento que subyace a la defensa de la afluenza que mencioné en la introducción (Dart 2014; Eckenroth 2015, 456–57). La defensa de la afluenza sugiere que algunos agentes extremadamente ricos no pueden ser plenamente responsabilizados de sus acciones porque su riqueza les ha impedido formar las capacidades deliberativas que uno necesita para ser considerado adecuadamente un agente autónomo y responsable.
3.2 La riqueza extrema podría conducir a la formación de preferencias adaptativas problemáticas
Se podría objetar al primer mecanismo que muchas personas ricas parecen tener una excelente capacidad de deliberación. Por ejemplo, Warren Buffett es famoso por sus sabias decisiones de inversión. Además, en la medida en que las capacidades deliberativas se desarrollan durante la infancia y la juventud, el mecanismo descrito anteriormente sugiere que la riqueza obstaculiza la autonomía sólo en las primeras etapas de la vida.13 Pero hay un segundo mecanismo por el que la riqueza podría socavar la autonomía. Este segundo mecanismo puede resumirse de la siguiente manera: la riqueza excesiva, al igual que la pobreza excesiva, puede inducir la formación de preferencias adaptativas problemáticas y deficientes en cuanto a la autonomía. En la filosofía política y social, las preferencias adaptativas se discuten más a menudo en relación con la pobreza y la privación materiales (por ejemplo, Nussbaum 2000; Sen 1985). Los académicos señalan que el contenido de las preferencias se ajusta a las condiciones de privación material y opresión. Éstos argumentan que las preferencias formadas en respuesta a tales condiciones no deben considerarse un juicio fiable y autorizado sobre el bienestar del agente. El cuestionable estatus de las preferencias adaptativas es la base de una crítica al bienestarismo subjetivo, que asume que la satisfacción de las preferencias equivale al bienestar.
Existen varias concepciones de las preferencias adaptativas (por ejemplo, Khader 2011). Algunas consideran que las preferencias adaptativas son problemáticas porque son contrarias al bienestar. Dichas concepciones apoyan una teoría objetiva del bienestar. Estipulan que las preferencias adaptativas no deben considerarse juicios autorizados sobre el bienestar debido a su contenido. Esto implica que la satisfacción de las preferencias adaptativas no hace que el agente esté objetivamente mejor (aunque puede hacer que esté subjetivamente mejor). Las condiciones de privación inducen a los agentes a rebajar sus expectativas, hasta el punto de que el contenido de sus preferencias se vuelve contrario a su bienestar objetivo. Una objeción previsible a esta concepción es que corre el riesgo de no respetar el pluralismo de valores y justificar un paternalismo inadecuado. Pero como este capítulo no se ocupa del bienestar, sino de la autonomía, paso a discutir las concepciones que consideran que las preferencias adaptativas son problemáticas porque su formación implica un déficit de autonomía. Estas concepciones estipulan que las preferencias adaptativas son problemáticas no por su contenido, sino porque la historia de su formación implica un déficit de autonomía. Por ejemplo, las preferencias adaptativas se producen cuando un cambio en el conjunto de opciones induce al agente a invertir inconscientemente su ordenamiento de preferencias (Elster 1982). El cambio de preferencias no es el resultado de una revisión deliberada e intencionada de los deseos del agente, sino de un impulso, un mecanismo psicológico del que el agente no es plenamente consciente. Lo que está en juego aquí es la autenticidad: la adaptación de las preferencias es deficiente en cuanto a la autonomía cuando la inversión de las preferencias no se deriva de una revisión consciente de los compromisos de orden superior y de las concepciones de uno mismo.14
Lo interesante es que, aunque es un lugar común en la literatura sobre las preferencias adaptativas, la conexión entre la pobreza material y las preferencias adaptativas es contingente (tanto en las concepciones objetivas del bien como en las basadas en la autonomía). Otros tipos de circunstancias pueden facilitar la formación de preferencias adaptativas. Por lo tanto, me gustaría proponer que la riqueza extrema también puede conducir a una adaptación problemática de las preferencias. ¿Cómo puede ser eso posible? Podemos observar que la gente se adapta a la riqueza, es decir, a los niveles de vida asociados a los ingresos elevados. Las personas ricas están expuestas de forma duradera o permanente a la riqueza. Las preferencias de las personas expuestas duradera o permanentemente a la riqueza se forman en respuesta a esa exposición a los estilos de vida ricos. Ahora bien, este ajuste no es suficiente para diagnosticar las preferencias adaptativas, ya que las preferencias adaptativas no autónomas deben implicar también una inversión completa de los ordenamientos de las preferencias (Elster 1982, 229). Sin embargo, puede darse el caso de que la exposición a la riqueza provoque dicha inversión. Por ejemplo, las personas ricas, expuestas de forma duradera a la riqueza, podrían ser inducidas a evaluar y clasificar ciertos estilos de vida de forma diferente a como los habrían evaluado si no hubieran estado expuestas a la riqueza. Podrían verse inducidos a degradar opciones, sin haber reflexionado sobre sus razones para hacerlo, que de otro modo habrían apreciado positivamente.
La idea de que los ricos sufren preferencias adaptativas puede parecer contraintuitiva. Los ricos parecen tener acceso a más opciones que los no ricos. Si es así, ¿no son más autónomos? En las dos subsecciones siguientes, explicaré por qué puede ser que los ricos tengan en realidad menos opciones que los no ricos, a pesar de su poder adquisitivo.
3.3 La riqueza extrema podría erosionar nuestra capacidad de revisar nuestra concepción del bien porque nos habitúa a estilos de vida caros
Incluso si la exposición a un gran número de opciones favoreciera la autonomía, hay razones para creer que los ricos no tienen acceso a más opciones que los demás. Ha llegado el momento de cuestionar la idea de que los ricos tienen acceso a más opciones que los no ricos. Por supuesto, muchas opciones cuestan dinero. A primera vista, parece que los ricos deben tener acceso a más opciones que los no ricos: tienen acceso a opciones tanto caras como baratas, mientras que los no ricos sólo tienen acceso a opciones baratas. Pero este razonamiento no toma en cuenta los obstáculos psicológicos que impiden disfrutar de determinadas opciones. Un mecanismo psicológico, que constituye el tercer mecanismo a través del cual la riqueza podría socavar la autonomía, puede obstaculizar el acceso de las personas ricas a algunas de las opciones teóricamente disponibles para ellas a través de la habituación al confort y al estilo de vida caro. Como ya hemos señalado, las personas ricas están expuestas regularmente a estilos de vida que son inaccesibles para la mayoría de la gente y se acostumbran a ellos. Con algunas excepciones, la mayoría de las personas ricas se habitúan a estilos de vida caros y a un alto nivel de confort. Es más probable que desarrollen preferencias y hábitos caros. Al decir que una persona tiene preferencias caras, me refiero a que necesita un nivel comparativamente alto de recursos materiales y dinero para alcanzar un determinado nivel de satisfacción. Mientras la mayoría de los seres humanos pueden estar suficientemente satisfechos con un ingreso neto anual de, por ejemplo, 20,000 euros, una persona que tiene preferencias caras puede necesitar treinta veces más para alcanzar el mismo nivel de satisfacción.
En la medida en que están habituadas a estilos de vida acomodados, es mucho más probable que las personas ricas necesiten más recursos materiales que las no ricas para alcanzar el mismo nivel de satisfacción. Podemos intuir que es más fácil, psicológicamente hablando, pasar de un estilo de vida frugal a uno costoso que lo contrario. Por ejemplo, parece que la mayoría de la gente no tiene problemas para pasar del nivel de vida típico de los estudiantes al que se pueden permitir los trabajadores remunerados de tiempo completo (aunque es posible que echen de menos otros aspectos de la vida estudiantil, como dedicar mucho tiempo a aprender cosas por el aprendizaje mismo). Por el contrario, la disminución de los ingresos provocada por acontecimientos como un divorcio o la pérdida de un empleo parece causar importantes disminuciones del bienestar (aunque los ingresos ciertamente no son el único factor en esos ejemplos, tienen su importancia). Algunas investigaciones empíricas proporcionan un apoyo indirecto a la hipótesis de que cuanto más ricas son las personas, más dinero probablemente necesitarán para alcanzar un determinado nivel de bienestar. Por ejemplo, Frey y Stutzer muestran que lo que los ricos perciben como un “ingreso suficiente” es mayor que para los no ricos (Frey y Stutzer 2002).
Las preferencias por lo caro no sólo se deben a que uno se acostumbra a un alto nivel de confort y lujo. También son el resultado de las normas de consumo imperantes en el grupo social de referencia. Robert Frank ilustra este fenómeno con el siguiente ejemplo: supongamos que una persona quiere sustituir su vieja parrilla de 90 dólares. Hoy en día, la mayoría de las personas de su grupo social suelen comprar parrillas de alta gama, que pueden costar hasta 5,000 dólares. Esta persona empieza a preguntarse si no debería sustituir su parrilla de 90 dólares por un modelo de 1,000 dólares como mínimo. El hecho de que otras personas del círculo social de esta persona gasten tanto dinero en parrillas de lujo cambia la definición convencional de lo que es una parrilla aceptable en un grupo social determinado (Frank 1999, 10–11). Dado que las personas ricas tienden a frecuentar a otras personas ricas, resulta inconcebible que no sigan patrones de consumo caros.
En resumen, las personas ricas son más propensas a desarrollar preferencias caras porque se acostumbran a los lujos que tienen a su alcance y porque sus patrones de consumo tienden a replicar los de otras personas ricas. Por lo tanto, podemos argumentar que las preferencias caras impiden la autonomía porque aumentan los costos psicológicos de revisar la propia concepción de la vida buena. El argumento es el siguiente: una persona rica se acostumbra al nivel de vida asociado a la riqueza. Así, desarrolla preferencias y hábitos caros. Como las preferencias caras nos hacen menos capaces de estar satisfechos con pocos recursos materiales, es más difícil pasar de las preferencias caras a las no caras que a la inversa. Ahora bien, cada concepción posible de la vida buena sólo es compatible con un conjunto limitado de niveles de vida. Por ejemplo, hay muchas carreras interesantes que probablemente no harán a alguien muy rico: agricultor, profesor, artista, enfermero, sacerdote, policía, panadero, carpintero, músico o reportero, por nombrar sólo algunas. Es probable que la elección o la transición a esas carreras sea psicológicamente difícil para alguien que tiene preferencias caras. Estos costos y obstáculos psicológicos pueden impedir que un agente considere muchos planes de vida potencialmente valiosos. En este sentido, las preferencias caras creadas por la riqueza erosionan nuestra capacidad de revisar nuestros planes de vida y de actuar según nuestros juicios auténticos. Las opciones menos cómodas están teóricamente disponibles para los ricos, pero en la práctica rara vez se consideran seriamente. Dado que la capacidad de revisar nuestros planes de vida y de actuar según nuestros juicios auténticos es una dimensión crucial de la autonomía, la riqueza extrema puede, a través del mecanismo que acabo de describir, erosionar la autonomía.
3.4 La riqueza extrema podría erosionar nuestra capacidad de revisar nuestra concepción del bien porque podría desencadenar el miedo a una caída de estatus
Otro obstáculo psicológico que puede provocar que algunas opciones no estén disponibles para las personas extremadamente ricas está relacionado con el apego excesivo al estatus social. La idea clave de este cuarto mecanismo es que el hecho de ser rico induce a temer una caída de estatus, lo que socava la autenticidad y restringe el abanico de opciones a las que el agente tiene acceso genuino. La identificación del mecanismo parte de la observación de que los seres humanos tendemos a desear estar a la altura de las personas que tienen el mismo estatus social que nosotros (o un estatus social ligeramente superior). El estatus social suele estar relacionado con la riqueza. Si queremos seguir el ritmo de los que tienen un determinado estatus social, es probable que queramos seguir el ritmo de los que tienen un determinado nivel de ingresos. Cuanto más altos sean nuestros ingresos y nuestra riqueza, más alto será el estatus social que querremos mantener. La evidencia empírica demuestra que un aumento de los ingresos conduce a un aumento de las aspiraciones sociales (Diener 2000). El problema es que, si las personas ricas quieren mantener un estatus social alto, sus elecciones de vida tienen que estar alineadas con este objetivo. Sus elecciones no deben entrar en conflicto con la necesidad de mantenerse al nivel de otras personas ricas. Por lo tanto, para conservar su estatus social, se verán obligados a eliminar ciertas opciones posiblemente valiosas de su conjunto de opciones, incluyendo elecciones de carrera y pareja. Esto significa que las únicas opciones que la mayoría de los agentes consideran seriamente son las que implican ser al menos tan ricos como lo son actualmente (o tan ricos como lo son sus padres). Aunque las personas ricas pueden florecer con menos dinero y estatus del que tienen en la actualidad, es probable que sus decisiones de vida importantes (incluidas su elección profesional y su elección de pareja) estén motivadas por un “miedo a una pérdida de estatus”.15 Su preocupación no es carecer de suficientes recursos materiales para perseguir la concepción del bien que genuinamente valoran (esta preocupación es perfectamente compatible con el ejercicio de la autonomía). Lo que les preocupa es mantener su estatus, lo cual les impide considerar seria y genuinamente otras opciones profesionales o matrimoniales deseables. Si planteamos el problema en términos de la idoneidad de las opciones, esto significa que cuanto más alto sea el estatus social relacionado con la riqueza, menos opciones se tienen, ya que sólo hay unas pocas posiciones sociales que merecen consideración, dado el miedo a la pérdida de estatus. Cuanto más alto sea el estatus social relacionado con la riqueza, menos posibilidades tendrá uno de revisar sus objetivos para que coincidan con su yo auténtico.
Este mecanismo pertenece a una clase de mecanismos a través de los cuales tener más opciones puede hacer que las personas sean menos libres, debido a las expectativas y presiones de los demás que acompañan a estas nuevas opciones. Gerald Dworkin pone el ejemplo de la elección del sexo de los hijos. Dworkin sugiere que es posible que los futuros padres no sean más libres teniendo esta elección, debido a “las presiones sociales que probablemente se ejercerán sobre los padres para que produzcan un sexo en lugar de otro (los abuelos que siempre quisieron una niña o la comunidad que necesita más soldados)” (Dworkin 1988, 68). Por un lado, los padres tienen más libertad de elección. Por el otro, tienen menos autonomía, ya que esta nueva elección proporciona a otros una razón para presionarlos (una violación de la condición de independencia de la autonomía) y puede amenazar su capacidad de vivir de acuerdo con los valores que más aprecian (una violación de la condición de autenticidad). Análogamente, cuando mitigamos la presión para conformarse, los ricos parecen tener más opciones con respecto a la elección de carrera que los pobres. Pero una vez que tomamos en cuenta dicha presión, puede ser que carreras como electricista, panadero, enfermero o profesor de primaria sean de hecho inaccesibles para los ricos.
Llegados a este punto, el lector podría preguntarse por qué la elección de mantenerse en un estatus social alto debería considerarse menos autónoma que la elección de perseguir una carrera o casarse con una pareja que no encaja bien con las expectativas asociadas a un estatus social alto. El lector podría pensar que las personas ricas pueden deliberar cuidadosamente sobre las opciones que implican un descenso de estatus y decantarse conscientemente por opciones profesionales y matrimoniales prestigiosas. En la medida en que una elección es autónoma en virtud de su historia y no de su contenido, la elección de mantener un estatus elevado puede concebirse como autónoma. Sin embargo, los estudios sociológicos sugieren que la educación y la socialización de la progenie de los ricos están diseñadas de tal manera que garanticen que las familias ricas mantengan su estatus a través de las generaciones (por ejemplo, Pinçon y Pinçon-Charlot 2009, 101–11). La segregación espacial y la endogamia actúan como salvaguardas contra las elecciones individuales que podrían amenazar la mera existencia e intereses de los muy ricos (Pinçon y Pinçon-Charlot 2009, 52–68). Para describir el fenómeno en términos de Pierre Bourdieu, los ricos se caracterizan por un habitus, es decir, un conjunto de disposiciones estables, que incluye creencias, deseos, valores y patrones de comportamiento. El habitus encarna nuestra pertenencia a una determinada clase social (Bourdieu 1979, 112–13; 1984 133–36). Este habitus no se adquiere libre y deliberadamente, se adquiere a través de la socialización y el condicionamiento de clase. El habitus contribuye a la reproducción de las condiciones de socialización de clase. Los burgueses ricos y la clase trabajadora tienen cada uno su propio habitus. Además, el habitus implica una clasificación jerárquica de los estilos de vida: el habitus de los ricos se clasifica por encima del habitus de los pobres (por ejemplo, sus gustos artísticos se considerarán más refinados que los de la clase trabajadora). Esta clasificación no elegida se convierte en una virtud en la feroz competencia por la riqueza y el poder, al inducir a los agentes a seleccionar opciones que encajen bien con su grupo social (Bourdieu 1979, 195). Por lo tanto, las trayectorias de estudio y carrera, la segregación espacial, la endogamia, los hábitos de consumo y los gustos estéticos forman parte de las estrategias que los ricos utilizan para conservar su posición social y asegurar la reproducción social a lo largo del tiempo. Tales estrategias son tanto más eficaces, pues se llevan a cabo de forma inconsciente (Bourdieu 1979, 285).16 Si una persona es plenamente consciente de que se casa con otra persona para conservar su estatus social, y no porque está genuinamente enamorada de su pareja, probablemente empezará a preguntarse si no debería considerar otras opciones matrimoniales, si esas opciones no son también valiosas, si el objetivo que persigue al casarse con una pareja rica es genuinamente suyo, etc. Los ricos, cuyos intereses son aquellos en tanto que miembros del grupo o clase social de los ricos, son los más propensos a verse amenazados por un cambio de estatus social a raíz de una elección matrimonial o profesional atípicas (ya que hay menos opciones de estatus social que les permitan mantener su posición social actual). Aunque el miedo a una caída de estatus está presente en todos los grupos sociales (excepto en los más bajos, que no tienen nada que perder), es probable que sea más fuerte en las capas superiores de la sociedad. Por lo tanto, ceteris paribus, y en la medida en que el miedo a la pérdida de estatus dificulta la capacidad de elaborar y revisar una concepción autónoma de la buena vida, los ricos podrían ser menos autónomos que otros grupos sociales.
La idea de que los obstáculos psicológicos (entendidos en sentido amplio) pueden restringir el número de opciones disponibles para el agente puede suscitar la siguiente preocupación: tener compromisos fuertes, como los religiosos o los éticos, parece también llevar al agente a desestimar una serie de opciones potencialmente valiosas.17 Pero la línea de razonamiento desarrollada anteriormente no implica que las teorías normativas basadas en la autonomía deban desconfiar de los compromisos fuertes (esto sería extraño). Desde una perspectiva basada en la autonomía, el problema crucial del tercer y cuarto mecanismo no es el mero hecho de que la riqueza limite las opciones de los ricos, sino se relaciona con el proceso a través del cual se induce a los ricos, o a algunos ricos, a no considerar una serie de opciones. Por lo tanto, este proceso no tiene nada que ver con la deliberación racional y los compromisos genuinos. Se desencadena por disposiciones irreflexivas como la habituación, el miedo y el habitus social. Asimismo, el mero hecho de que los agentes dejen de considerar una serie de opciones que otros podrían considerar valiosas como resultado de sus compromisos religiosos o éticos no es problemático desde una perspectiva basada en la autonomía. Sólo sería problemático si esos agentes adoptaran esos compromisos de forma equivocada, por ejemplo, como resultado de la ansiedad.18
3.5 La riqueza extrema puede ser incompatible con la transparencia con los propios valores
El quinto mecanismo puede resumirse así: en la medida en que, en un mundo de recursos finitos, un estilo de vida extremadamente rico es incompatible con la justicia social y medioambiental, y en la medida en que los seres humanos tendemos a rehuir la creencia de que nuestras propias conductas y valores son perjudiciales para los demás, la riqueza extrema no favorece la transparencia con respecto a las propias razones para actuar, que es una condición de la autonomía. Este último mecanismo está relacionado con la lógica expuesta en la teoría de la disonancia cognitiva de Festinger (Festinger 1962). En pocas palabras, la disonancia cognitiva se refiere tanto a las inconsistencias entre las creencias de uno, o entre los valores de uno y las acciones de uno, como al malestar que estas inconsistencias generan. La evidencia muestra que los seres humanos rehúyen estas inconsistencias. Tenemos motivaciones para resolverlas, ya sea revisando nuestras creencias o cambiando nuestras conductas. Recientemente, la investigación sobre la disonancia cognitiva se ha centrado en la hipótesis de que la principal motivación para superar la disonancia es mantener la creencia de que uno es una buena persona (Monin 2008). La teoría de la disonancia cognitiva puede explicar por qué, en las sociedades consumistas, existe una tendencia general a ignorar o minimizar la información sobre los problemas medioambientales que exigen cambios importantes en el comportamiento de consumo (Kollmuss y Agyeman 2002, 254). Cuando nos enfrentamos a un conflicto entre nuestros valores éticos (la preservación del medio ambiente o la justicia social) y nuestros deseos (vivir una vida cómoda y lujosa), resolvemos inconscientemente la inconsistencia percibiendo selectivamente la información que confirma la vía de comportamiento que queremos adoptar, o ignorando o minimizando la información que la contradice.
En cuanto a los ricos, es probable que su vía de comportamiento e incluso la mera existencia de personas extremadamente ricas sean incompatibles con una amplia gama de concepciones de la justicia social y medioambiental. En un mundo de recursos finitos, la apropiación de una cantidad significativa de recursos por parte de una pequeña minoría de personas amenazará el acceso de otras personas a su parte justa e incluso su capacidad para satisfacer sus necesidades básicas. Las personas ricas no sólo ahorran y consumen recursos sobre los que otros pueden tener derechos legítimos, sino que también tienden a adoptar prácticas incompatibles con la estabilidad de las instituciones justas, como la evasión fiscal y la presión política para reducir los impuestos sobre la renta y la riqueza. Además, los hábitos de consumo de lujo, como los viajes frecuentes, probablemente no son compatibles con la preservación a largo plazo de la capacidad de los ecosistemas para satisfacer las necesidades humanas. Algunos probablemente objetarían que los ricos también invierten su capital, que esas inversiones son necesarias para mejorar el futuro de los grupos sociales menos favorecidos (mediante la creación de empleo, por ejemplo) y que hay que incentivar a los ricos para que hagan esa contribución al producto social. Si esta lógica es cierta, el hecho de que algunas personas sean extremadamente ricas no es incompatible con la justicia social. Sin embargo, hay un par de razones para dudar de la validez de dicha lógica. En primer lugar, la historia económica reciente sugiere que, aunque algunas desigualdades podrían ser necesarias para incentivar a las personas a invertir su capital financiero y humano, esas desigualdades no tienen por qué ser tan extremas como lo son actualmente: la historia económica sugiere que los porcentajes de ingresos superiores eran sustancialmente más bajos en las décadas de la posguerra de lo que son ahora (por ejemplo, Atkinson et al. 2011). No se trata de argumentar a favor de una concepción específica de la justicia social, sino sugerir que es poco probable que una amplia gama de concepciones generalizadas y plausibles de la justicia social considere aceptable la existencia de personas extremadamente ricas. Si ése es el caso, la persona extremadamente rica que, como la mayoría de nosotros, quiere mantener la creencia de que es una buena persona podría enfrentarse a una inconsistencia entre su vía de comportamiento y las concepciones plausibles de la justicia social. Para evitar la disonancia cognitiva y resolver esta inconsistencia, dicha persona podría cambiar su comportamiento, donar su dinero (pero es poco probable que esto ocurra), o cambiar sus creencias sobre la justicia social (esto es más probable). Así, podría ser inducida a ignorar, minimizar o reinterpretar la información verdadera sobre los impactos perjudiciales de sus comportamientos y acciones. Podría evaluar las concepciones de la justicia social, así como la investigación empírica en economía y ciencias sociales, no con base en sus verdaderos méritos, sino con base en su consistencia con la existencia de su clase social. También podría llegar a creer que el cinismo es de buen gusto. Podría abrazar de todo corazón la creencia de que la riqueza tiene efectos derrame beneficiosos para los pobres, o que la caridad es más eficiente que los impuestos y las transferencias, no porque estas creencias sean válidas (aunque podrían serlo), sino porque son consistentes con mantener su vía de comportamiento, valores y estilo de vida.
La disonancia cognitiva es perjudicial para la autonomía porque ésta implica transparencia con los propios valores y razones para actuar. Una forma de recuperar la autonomía es minimizar la importancia de mantener una determinada vía de comportamiento o revisar nuestros deseos para que su satisfacción no contradiga nuestros valores. En la medida en que las personas ricas tienden a tener un estilo de vida rico, y las personas que tienen un estilo de vida rico tienden a querer mantenerlo, es probable que sean menos transparentes con respecto a sus valores y las razones de sus creencias y acciones, y que, por lo tanto, sean menos autónomas.
4. Justicia distributiva limitarista basada en la autonomía
En la sección anterior se expusieron cinco mecanismos que sugieren que, a partir de un determinado techo de riqueza, el hecho de que una persona tenga más recursos materiales no siempre aumenta su autonomía e incluso podría ser perjudicial para ella, al menos para algunas personas ricas. Vayamos un poco más allá y examinemos las implicaciones normativas de la filosofía política basada en la autonomía si es que los impactos negativos de la riqueza sobre la autonomía resultan ser verdaderos. Una forma de abordar estos impactos negativos consiste en prevenir que la gente tenga demasiado para proteger su autonomía. Las políticas distributivas, a través de las cuales se logra una asignación específica de la riqueza material y los recursos, son una posible herramienta para este fin. Si la riqueza socava el desarrollo y el ejercicio de la autonomía de varias maneras, prevenir los efectos de la riqueza excesiva sobre la autonomía proporcionará una razón, aunque no sea decisiva, para justificar una distribución limitarista. En una distribución limitarista, se impediría a los ciudadanos adquirir o recibir demasiados recursos materiales para proteger su autonomía.19 Esta distribución limitarista podría lograrse mediante un “impuesto limitarista”, es decir, un impuesto sobre la riqueza y la renta del 100% a partir de un determinado techo de riqueza.
4.1 Restableciendo el equilibrio paternalista liberal entre ricos y pobres
Llegados a este punto, es probable que al lector le preocupe que estemos derivando con demasiada rapidez una propuesta normativa controvertida a partir de conjeturas empíricas. Los filósofos políticos y los responsables de la elaboración de políticas no pueden leer la mente de los ricos para determinar con certeza si son realmente autónomos o no, por lo que podrían tratarlos injustificadamente como no autónomos. Sin embargo, cuando trasladamos nuestra atención de los ricos a los pobres, algunos filósofos, economistas y responsables de la elaboración de políticas de mentalidad liberal parecen dispuestos a respaldar políticas y prácticas que presuponen que algunas categorías de ciudadanos (no ricos) necesitan cierta ayuda para ejercer y desarrollar su autonomía. Ejemplos de estas políticas son la provisión pública de bienes y servicios en especie en lugar de en efectivo.20 Pocos filósofos, economistas, responsables de la elaboración de políticas o ciudadanos de mentalidad liberal abogan por sustituir la provisión pública de educación o sanidad por su equivalente en efectivo.21 Aunque la provisión pública de algunos bienes colectivos puede estar justificada por motivos de eficiencia,22 la provisión en especie de bienes como la vivienda o los subsidios alimentarios parece en gran medida motivada por preocupaciones paternalistas (por ejemplo, Musgrave 1959; Thurow 1976; Currie y Gahvari 2008). Como dice Thurow:
[…] Obviamente establecer el grado de incompetencia de cualquier individuo es un problema difícil, pero la existencia de la incompetencia es un problema que ni los gobiernos ni los economistas pueden ignorar.
[…] la ayuda en especie puede utilizarse para influir a los individuos a que tomen las decisiones que la sociedad cree que tomarían si pertenecieran a esas clases con una absoluta soberanía de consumo (Thurow 1976, 372–73).
La soberanía del consumidor se refiere aquí a la autonomía. Ahora bien, aunque la ayuda en especie presupone que algunos individuos no son suficientemente autónomos, no presupone que todos los beneficiarios no lo sean. Basta con que sólo algunos de ellos lo sean para justificar políticas ligeramente paternalistas. De ahí que varios pensadores de mentalidad liberal consideren aceptable tratar a los ciudadanos autónomos como agentes no autónomos para asegurarse de que sus conciudadanos menos autónomos no pongan en peligro su futuro bienestar y autonomía. Sin embargo, lo que llama la atención es que rara vez se considera la posibilidad de aplicar la misma línea de pensamiento a los ricos.23
Si creemos que las políticas ligeramente paternalistas (como la provisión en especie) dirigidas a los pobres son justificables en una democracia liberal, a pesar de que algunos miembros del grupo objetivo son suficientemente autónomos, deberíamos estar dispuestos a considerar políticas ligeramente paternalistas dirigidas a los ricos. Por supuesto, una alternativa liberal aparentemente genuina es no tener ninguna política paternalista, ya sea para los ricos o para los pobres. El problema es que, aunque una política de este tipo consiga tratar a las personas como si fueran suficientemente autónomas, puede fracasar a la hora de garantizar una autonomía real a largo plazo: la capacidad de ser autónomo es gradual y continúa desarrollándose a lo largo de la vida humana.
Estas consideraciones hablan a favor no sólo de una distribución limitarista de la riqueza, sino a favor de un patrón distributivo que combine el limitarismo y el suficientarismo. El suficientarismo contribuye a asegurar la autonomía por varias razones. La pobreza material y las desigualdades económicas importantes dificultan la independencia, la libertad y el acceso a un conjunto adecuado de opciones. La pobreza y las desigualdades ponen en peligro el poder de negociación de una persona y la someten a la voluntad de los demás. Además, cuando los ciudadanos extremadamente ricos tienen una influencia decisiva en los resultados de los procesos supuestamente democráticos, el “valor equitativo” de las libertades políticas ya no está garantizado (Rawls 2012, 200–03). El paralelismo entre la pobreza y la riqueza sugiere que es probable que una teoría limitarista coherente de la justicia respalde también el suficientarismo.
4.2 ¿Cuánto es demasiado?
Los lectores pueden preguntarse cuánto es demasiado. Dar una cifra es difícil porque el impacto de la riqueza material en la autonomía de un individuo depende de diversos factores, incluyendo condiciones económicas como la inflación y el nivel de vida actual. Además, el enfoque de las capacidades ha enseñado a los teóricos de la justicia distributiva que las personas con capacidades diferentes necesitan distintas cantidades de recursos para alcanzar el mismo nivel de vida (e.g. Robeyns 2011). Así, el techo de riqueza para que una persona con una condición médica duradera pueda desarrollar y ejercer su autonomía debe ser mayor que el de los individuos sanos. Sin embargo, es importante ofrecer formas de identificar el nivel de riqueza que debe limitarse para proporcionar orientación y permitirnos poner a prueba nuestras intuiciones.24
Si los mecanismos descritos en la sección anterior resultan ser ciertos, proporcionarán cierta orientación para establecer el límite máximo de riqueza adecuado. El primer mecanismo sugiere que una persona posee demasiado cuando ya no necesita tener en cuenta las limitaciones materiales en su deliberación práctica. El problema es que qué tanto hay que tener en cuenta esas limitaciones no sólo depende del nivel de riqueza, sino también de los costos financieros de la propia ambición, de la disponibilidad de la provisión de bienes y servicios con financiación pública (si la ambición de una persona incluye asistir a la universidad, esto presumiblemente será menos costoso en los países que proporcionan educación superior financiada por el Estado), así como de su propia percepción de lo rica que es. Al fin y al cabo, el pato multimillonario de Walt Disney, el tío Scrooge, sigue demasiado preocupado por las limitaciones materiales. Quizá la mejor regla general sería hacer una encuesta y preguntar a la gente cuánto debe poseer uno para estar financieramente cómodo.
El segundo mecanismo, el de las preferencias adaptativas, proporciona una orientación más directa cuando se combina con el tercero y el cuarto. El tercer mecanismo sugiere que una persona es demasiado rica cuando su riqueza es tal que se acostumbra a un nivel de confort y lujo al que le sería difícil renunciar. Esto sugiere que el techo de riqueza debe ser bastante bajo, ya que es probable que el nivel de vida promedio de la clase media de los países occidentales sea difícil de abandonar por el nivel promedio de confort de otras partes del mundo. Por lo tanto, el techo de riqueza podría ser apenas superior al umbral de “pobreza” básico de recursos materiales que una persona necesita para desarrollar y ejercer un nivel suficiente de autonomía (nótese que dicho umbral sería presumiblemente mucho más alto que la línea de pobreza propuesta por el Banco Mundial).
El cuarto mecanismo se desencadena por las desigualdades de estatus social, que están relacionadas con las desigualdades de riqueza e ingresos. Esto significa que, para evitarlo, la sociedad debería intentar acercarse a la igualdad de estatus social. En consecuencia, el techo de riqueza debe ser tal que la diferencia entre éste y el umbral de pobreza basado en la autonomía no dé lugar a una desigualdad significativa de estatus social. Una complicación es que la desigualdad de estatus social no sólo se debe a la desigualdad de ingresos y capital material, sino también a las desigualdades de capital social y cultural.
El quinto mecanismo sugiere que la distribución limitarista de la riqueza debe intentar evitar la disonancia cognitiva. En este caso, la disonancia cognitiva se produce cuando hay conflictos entre la voluntad de una persona de conservar su porción de los recursos materiales y su capacidad para evaluar las diferentes posturas normativas y empíricas de la justicia distributiva en función de sus verdaderos méritos (y no de su tolerancia a la preferencia de esta persona por conservar lo que tiene). Esto sugiere que el techo de riqueza debería ajustarse para prevenir que los ricos obtengan más de lo que justamente les corresponde. Sin embargo, es necesario hacer una importante aclaración al respecto. El conflicto entre la preferencia de una persona por conservar su dinero y una perspectiva de la justicia distributiva considerada válida por filósofos y economistas no es exactamente lo que desencadena la disonancia cognitiva. Es más probable que la disonancia cognitiva sea provocada por el posible conflicto entre la preferencia de una persona por conservar su dinero y las opiniones generalizadas sobre la justicia distributiva entre las personas de a pie, ya que dichas opiniones son más fácilmente accesibles. Por lo tanto, el techo de riqueza basado en la autonomía debería ser cercano a las creencias de la gente sobre cuánto es demasiado.
El resultado de esta breve discusión parece ser doble. En primer lugar, es probable que el techo de la riqueza se acerque a lo que las personas de a pie creen que debería ser el techo de la riqueza. Una forma de saber esto es realizar una encuesta sobre las creencias de la gente sobre el techo de riqueza. Esta tarea ha sido emprendida recientemente por Ingrid Robeyns (Robeyns 2018). Otra forma es inspirarse en las campañas y propuestas políticas existentes que intentan reflejar las intuiciones de los electores sobre la cuestión. En 2013, una iniciativa popular suiza denominada “1:12” propuso una ley que habría prohibido a las empresas ofrecer salarios más de doce veces superiores al salario más bajo (la iniciativa terminó siendo rechazada). En 2017, el candidato presidencial francés Jean-Luc Mélenchon propuso un impuesto del 100% sobre los ingresos anuales superiores a 400,000 euros (unos 460,000 dólares).25 Sin embargo, si queremos utilizar el límite de ingresos de 400,000 euros como regla general, debemos tener en cuenta que serían necesarios más ajustes para tomar en cuenta la inflación, la paridad del poder adquisitivo, las diferencias internacionales en los niveles de vida, la provisión de bienes y servicios públicos, así como las desigualdades interindividuales de capacidades. Así, el techo de riqueza para las personas con discapacidades o para quienes viven en ciudades caras como Nueva York, Londres o París podría ser más alto, pero esto también dependería de la disponibilidad de bienes públicos como servicios de salud o un transporte público asequible y eficiente. En segundo lugar, es probable que la diferencia entre el techo de riqueza basado en la autonomía y el umbral de suficiencia (probablemente alto) basado en la autonomía sea estrecha. Esto no se debe a que la desigualdad se considere mala en sí misma; este capítulo deriva el limitarismo del valor de la autonomía, no del valor de la igualdad. La razón es que la cantidad de riqueza material a la que cada uno tiene acceso debería ser lo suficientemente alta como para garantizar independencia, opciones adecuadas, así como el desarrollo y ejercicio apropiado de las capacidades mentales y críticas, pero también lo suficientemente baja como para evitar la habituación a un alto nivel de confort y lujo, el miedo a una caída de estatus y la disonancia cognitiva. Desde esta perspectiva, el techo de riqueza de 400,000 euros podría ser ya demasiado alto.26 Así, el techo de riqueza podría situarse en algún punto entre los 400,000 euros y la cantidad de dinero que cada individuo poseería en una sociedad estrictamente igualitaria en cuanto a recursos, y este techo se ajustaría en función del poder adquisitivo y la paridad de capacidades.
5. Limitarismo basado en la autonomía y coerción legítima
Hasta aquí, el capítulo ha sugerido hipótesis empíricas a favor de las tesis de que, a partir de un determinado techo de riqueza, el hecho de que una persona disponga de más recursos materiales no siempre aumenta su autonomía e incluso podría ir en detrimento de la misma. Después, argumenté que, si estas tesis resultan ser ciertas, una posible implicación normativa sería la implementación de una distribución limitarista de la riqueza a partir de un determinado techo. Lograr una determinada distribución de la riqueza requiere medidas impopulares como los impuestos. Para asegurar una distribución limitarista de la riqueza, podría ser necesario un tipo impositivo del 100% sobre la riqueza y la renta por encima de un umbral determinado. Sin embargo, esta propuesta da pie a un problema desconcertante. Por un lado, los impuestos parecen implicar el uso del poder coercitivo del Estado para proteger la autonomía de las personas. Por otro lado, la coerción es perjudicial para la autonomía. ¿Son los impuestos destinados a promover la autonomía del contribuyente necesariamente problemáticos desde una perspectiva liberal? Para abordar esta cuestión, me basaré en el análisis seminal de Joseph Raz sobre la relación entre coerción y autonomía.
Raz nos advierte que la coerción como método para incitar a la gente a actuar por su propio bien es sospechosa: “todos estamos demasiado familiarizados con el peligro de exagerar el grado en que se puede promover el bienestar de las personas en franca contradicción con sus juicios y preferencias formados” (Raz 1986, 151). Sin embargo, afirma que los liberales no deberían exagerar los males de la coerción. La coerción puede utilizarse legítimamente “para asegurar las condiciones naturales y sociales que permiten a los individuos desarrollar una vida autónoma” (Raz 1986, 156). La coerción es una noción que involucra dimensiones tanto descriptivas como evaluativas (Raz 1986, 148–57). Descriptivamente, la coerción se produce cuando el agente coercitivo amenaza a la agente coaccionada con empeorar su situación si realiza una acción A que el agente coercitivo quiere evitar que haga, y cuando dicha amenaza es efectiva (la creencia de que la amenaza se materializará forma parte de las razones para que la agente coaccionada no haga A). También hay dos dimensiones evaluativas de la coerción: una amenaza es coercitiva si (i) invade la autonomía del agente coaccionado y (ii) el hecho de que alguien actúe bajo coerción cuenta como justificación o excusa para su acción (Raz 1986, 150).
Cabe preguntarse si un impuesto es realmente coercitivo. En The Morality of Freedom, Raz sugiere que los impuestos, al igual que los subsidios, son medios no coercitivos que el Estado puede utilizar legítimamente para promover ciertos ideales (por ejemplo, Raz 1986, 416). Los impuestos no implican una amenaza manifiesta. Si esto es correcto, entonces no debemos preocuparnos por el uso ilegítimo del poder coercitivo del Estado para asegurar una distribución limitarista a través de los impuestos. Sin embargo, los impuestos no son tan inofensivos como parecen. Éstos son coercitivos en el sentido de que manipulan el menú de elección y los costos y beneficios asociados a cada opción (Waldron 1988, 1142). Esto significa que la decisión de los contribuyentes de ahorrar, dar o ganar dinero se ve alterada por el hecho de que la acción del Estado ha asignado nuevas consecuencias a estas opciones. Sin embargo, esto no tiene por qué ser siempre moralmente problemático. Algunos impuestos persiguen objetivos que justifican la coerción. ¿Es éste el caso del impuesto limitarista? Para abordar esta cuestión, analicemos más detenidamente la idea de que la coerción invade la autonomía. Basándonos en el análisis de Raz, parece que la coerción puede invadir la autonomía de tres maneras. En primer lugar, la coerción reduce la cantidad y la calidad de las opciones disponibles para el agente coaccionado. La coerción elimina una opción sin crear una alternativa deseable. En segundo lugar, incluso cuando sus efectos sobre la capacidad del agente para elegir libremente la vida que valora son insignificantes, un acto coercitivo sigue siendo problemático si insulta la autonomía del agente coaccionado al tratarlo como un agente no autónomo. En tercer lugar, los actos coercitivos interfieren en la autonomía porque modifican deliberadamente las razones del agente para actuar como lo hace. Incluso las formas más leves de coerción erosionan la autonomía porque aumentan los costos de oportunidad de actuar en contra de la voluntad del agente coercitivo y modifican parte de las razones del agente para actuar como lo hace.
¿Una medida coercitiva limitarista como un impuesto es problemática en alguno de estos aspectos? En cuanto a la reducción de las opciones disponibles, el impuesto limitarista podría en realidad aumentar la gama de opciones accesibles al agente. Si las hipótesis empíricas expuestas en la sección 3 son correctas, la riqueza excesiva desarrolla disposiciones tales que los ricos ya no pueden considerar seriamente opciones que de otro modo considerarían valiosas. Las medidas coercitivas limitaristas podrían crear opciones deseables para los previamente ricos, como la opción de convertirse en panadero profesional.
¿Y la segunda forma en que la coerción invade la autonomía? ¿Un impuesto limitarista invade la autonomía de quienes están sujetos a este impuesto al no tratarlos como agentes autónomos? El defensor del limitarismo basado en la autonomía podría decir que un Estado que aplica medidas coercitivas no expresa una falta de respeto por la autonomía de sus ciudadanos si estas medidas están motivadas precisamente por una preocupación por la autonomía individual (Raz 1986, 156–57).
Si es cierto que la riqueza socava la autonomía, un impuesto limitarista no invade seriamente la autonomía en los dos primeros aspectos. Sin embargo, sostengo que un impuesto limitarista justificado por una preocupación por la autonomía interferiría con la autonomía de los ricos en el tercer aspecto porque cambia deliberadamente sus razones para actuar como lo hacen. Un impuesto coercitivo cambia el contexto de elección y, por lo tanto, las razones para elegir una opción en lugar de otra (Waldron 1988, 1145–46). Un impuesto limitarista induciría a los ricos a ser menos ricos no porque crean realmente que la riqueza excesiva socava su autonomía, sino porque quieren evitar pagar multas aún mayores. Alentar a las personas a ejercer su autonomía mediante sanciones económicas no les hace comprender ni comprometerse con las razones basadas en la autonomía que motivan estas sanciones. Lo más probable es que, si los ricos no apoyan el objetivo que estas políticas fiscales intentan promover, se limiten a tratar de eludirlas y a esconder su dinero en paraísos fiscales. Además, recordemos que la concepción de la autonomía en la que se basa el argumento de este capítulo es relacional. Tratar a un grupo de personas como agentes que no son plenamente autónomos no cumpliría una de las condiciones de la autonomía. Una sociedad que promueve la autonomía debe permitir que el agente se considere capaz y autorizado para definir sus compromisos y actuar de acuerdo con ellos. Estas condiciones incluyen la confianza en sí mismo, el respeto por sí mismo y el ser reconocido y tratado por los demás (incluidos los agentes estatales) como agente autónomo. Incluso una educación obligatoria que promueva la autonomía requiere que los educadores reconozcan y traten a los niños, en la medida de lo posible, como agentes autónomos, tomando en cuenta su edad y su etapa de desarrollo.
Un impuesto limitarista basado en la autonomía puede, por lo tanto, invadir en lugar de promover la autonomía de los ricos en un aspecto, es decir, en el sentido de que puede impedir que los ricos actúen según sus razones propias y auténticas. Pero no es seguro que esta consideración deba alejar a las teorías normativas basadas en la autonomía de seguir tomando en consideración las medidas coercitivas limitaristas. En primer lugar, se podría conjeturar que, a través de los cinco mecanismos sugeridos anteriormente, la riqueza excesiva podría ser más perjudicial para la formación de concepciones autónomas de la vida buena que la limitación de la libertad que suponen los impuestos sobre la riqueza. Pero esto es una conjetura. En segundo lugar, si consideramos el impuesto limitarista no como una política aislada, sino como un complemento de otras medidas políticas, sus aspectos problemáticos se disipan.
Consideremos cómo el impuesto limitarista que promueve la autonomía encajaría en una teoría más general de la justicia distributiva.27 Aunque el propósito principal de un impuesto limitarista no es redistributivo, el argumento desplegado aquí sugiere que las implicaciones fiscales de la justicia distributiva podrían coincidir con la promoción de la autonomía. Las teorías liberales de la justicia basadas en la autonomía pueden responder a la objeción libertaria de que la tributación redistributiva es un uso ilegítimo del poder coercitivo (e.g. Nozick, 1991: 169–75) de la siguiente manera. El uso del poder coercitivo es legítimo si es necesario para evitar que el agente coaccionado cause daño a otros (Raz 1986, 412–20). Desde una perspectiva basada en la autonomía, una persona se ve perjudicada cuando su autonomía se ve disminuida. Si es necesaria una distribución suficientarista de la riqueza para asegurar la autonomía, la tributación obligatoria redistributiva que tiene como objetivo asegurar dicha distribución es moralmente legítima. Si los principios distributivos igualitarios rawlsianos (u otros principios distributivos, como los suficientaristas) fueran acordados por ciudadanos razonables, los impuestos podrían ser una herramienta permisible para lograr la distribución legítima de la riqueza. Ya sea que apoyemos una concepción monista, basada en la autonomía, de la justicia distributiva, o una pluralista, que combine la autonomía y la igualdad, el uso del poder coercitivo a través de los impuestos obligatorios para lograr la justa distribución de la riqueza parece legítimo. Sin embargo, esta línea de argumentación no puede, por sí sola, invalidar la afirmación de que la tributación redistributiva requiere una interferencia en la autonomía del contribuyente. Sólo puede justificar dicha interferencia bien por el hecho de que la redistribución aumenta en última instancia la autonomía de los beneficiarios, o bien por motivos distintos de la autonomía.28 En otras palabras, si aceptamos que la redistribución interfiere en la autonomía de los contribuyentes, la carga de la justificación recae inevitablemente sobre los hombros de los defensores liberales de los impuestos redistributivos. Éstos deben proporcionar justificaciones suficientes para demostrar que la tributación redistributiva aumenta la autonomía de otras personas o protege y promueve otros valores (como la igualdad), que deben equilibrarse con el valor de la autonomía. Pero, gracias al argumento limitarista, puede que no tengan que hacerlo. Si el supuesto estándar de que la riqueza es siempre beneficiosa para la autonomía no es cierto, como se sugiere en la sección 3, entonces la tributación redistributiva no interfiere con la autonomía (al menos por encima de las líneas limitaristas). Cuestionar este supuesto estándar aligera la carga de la justificación con la que deben cargar los defensores liberales de los sistemas de impuestos y transferencias redistributivos. Y la legitimación basada en la justicia distributiva de los impuestos coercitivos proporciona al limitarismo basado en la autonomía una vía de escape al desafío de que la coerción podría no ser la mejor manera de defender la autonomía.29
Otra línea de defensa contra la preocupación de que la coerción dañe la autonomía sugiere que el impuesto limitarista podría considerarse un catalizador más que una restricción. Es probable que el limitarismo basado en la autonomía implique que las instituciones educativas deberían fomentar el desarrollo de disposiciones limitaristas. Los educadores deberían desalentar la búsqueda de riqueza más allá de lo necesario para asegurar una autonomía adecuada. Tales prácticas educativas, si son coherentes con el desarrollo de habilidades de pensamiento deliberativo y crítico, dotarían a los alumnos de la capacidad de encontrar, reflexionar, respaldar y posiblemente desafiar las razones basadas en la autonomía para no hacerse demasiado rico. ¿Dispensarían tales políticas educativas a la sociedad de una tributación limitarista? Quizá no en una sociedad como la nuestra, en la que la riqueza y las aspiraciones materialistas son altamente valoradas. En una sociedad así, podría ser adecuado evitar que las personas se hagan demasiado ricas mediante la tributación obligatoria, incluso si apoyan los argumentos filosóficos a favor del limitarismo. En una sociedad así, esperar que las personas actúen por razones limitaristas puede ser excesivamente exigente, porque les demandaría ir en contra de las normas sociales establecidas. Quienes han recibido una educación orientada a cultivar disposiciones limitaristas pueden estar totalmente de acuerdo con los valores limitaristas y, sin embargo, verse incapaces de actuar en consecuencia. Fenómenos como la publicidad comercial, la presión social, las expectativas por parte de las parejas y los hijos, el modo en que se organiza el mercado laboral y de consumo, la forma en que se configura el entorno urbano, obstaculizan nuestra capacidad de vivir de forma autónoma. Por eso la educación, o al menos la educación escolar, puede ser insuficiente para desalentar la búsqueda de la riqueza material en nuestras sociedades. En cambio, si sólo se nos impidiera enriquecernos y, por lo tanto, adoptar estilos de vida costosos, podríamos reconciliar los valores que tenemos razones para sostener con nuestros patrones de conducta. Por lo tanto, si va acompañada de una educación realmente promotora de la autonomía, la tributación limitarista obligatoria puede ayudar a las personas a vivir de acuerdo con sus propias razones. Los impuestos serían un catalizador, no una interferencia.
El resultado de la discusión de la primera objeción potencial al impuesto limitarista basado en la autonomía puede resumirse del siguiente modo. La discusión se basa en la explicación de Raz de las relaciones entre la autonomía y la coerción. Un impuesto limitarista es una medida coercitiva. Una medida coercitiva es moralmente problemática si invade la autonomía o si puede contar como una justificación o como una excusa completa para el acto coaccionado (Raz 1986, 150).30 Parece improbable que el impuesto limitarista repercuta en si las acciones de los que pagarían este impuesto serían justificables o excusables. Por lo tanto, un impuesto limitarista está justificado sobre todo si no invade la autonomía. Si la tesis de que la riqueza puede restringir las opciones de los ricos es cierta, un impuesto limitarista no invade la autonomía al restringir las opciones de los ricos. Tampoco deja de tratar a los ricos como agentes autónomos, ya que el impuesto está motivado por una preocupación por la autonomía de los ricos.31 Sin embargo, el impuesto invade la autonomía de los ricos de una tercera manera, al cambiar deliberadamente sus razones para actuar. Pero esta consideración no debe hacernos desistir de seguir tomando en consideración el limitarismo basado en la autonomía. En primer lugar, las razones basadas en la autonomía pueden funcionar como una justificación complementaria a favor de los esquemas de impuestos y transferencias que pretenden asegurar una redistribución igualitaria o suficientarista. En segundo lugar, si los impuestos limitaristas se aplican junto con una educación limitarista, funcionarán como un catalizador al ayudar a las personas a vivir de acuerdo con los valores que adquirieron a través de la educación.
6. La objeción del incentivo
Supongamos que la sociedad se vuelve limitarista gracias a una combinación de políticas fiscales y prácticas educativas. Una sociedad limitarista podría enfrentarse al siguiente reto. En la medida en que los miembros de dicha sociedad limitarista siguieran siendo maximizadores de sus propios intereses,32 un ethos limitarista generalizado podría hacer que sustituyeran el ocio por los ingresos una vez que hayan alcanzado un determinado umbral de riqueza. Ahora bien, supongamos que algunas personas tienen capacidades más económicamente productivas que otras. Si esas personas dejaran de sentirse atraídas por la posibilidad de unos ingresos elevados, desaparecería uno de los incentivos para contribuir significativamente a la creación de riqueza mediante más trabajo. Quienes están por debajo del umbral suficientarista no se beneficiarían más de sus esfuerzos.
El reto parece similar al problema abordado por la teoría de la imposición óptima.33 Sin embargo, la teoría de la imposición óptima no se enfoca principalmente en la autonomía. La teoría de la progresividad tributaria óptima asume que las políticas deben tener como objetivo aumentar el bienestar social. Una teoría de la justicia derivada del principio de que la autonomía tiene una importancia moral primordial no tiene el bienestar social como objetivo principal. Por lo tanto, dicha teoría infiere conclusiones diferentes con respecto a la medida en que se debe motivar a las personas altamente cualificadas para que trabajen duro con el fin de contribuir a los ciudadanos menos afortunados. El objetivo social y económico es asegurar el capital material que la sociedad necesita para garantizar a todos la capacidad de desarrollar y ejercer la autonomía.
Si lo que importa es asegurar la condición económica, social y política de la autonomía, las personas altamente cualificadas sólo deberían estar motivadas para trabajar en la medida en que sea necesario para asegurar dichas condiciones. No es necesario incentivarlas a crear riqueza más allá de lo necesario para asegurar la autonomía. En la sección 4, sugerí que estas condiciones incluyen una distribución limitarista suficientarista de la riqueza. También incluirían los costos materiales de asegurar otras condiciones para el desarrollo de la autonomía, como la implementación de un sistema educativo que promueva la autonomía. Cuánta riqueza social sería necesaria para asegurar la autonomía sigue siendo una cuestión que no tengo espacio para abordar adecuadamente aquí. Se podría suponer que, en una sociedad así, las participaciones individuales de riqueza material no serían necesariamente muy elevadas. Sin embargo, el objetivo de desarrollar un nivel de autonomía razonablemente ambicioso podría requerir inversiones significativas en bienes colectivos, como instituciones educativas de diversa índole. También podría ser necesario proporcionar atención médica adecuada y una red de seguridad financiera. Por lo tanto, no podemos excluir que asegurar la autonomía pueda requerir un producto social bastante elevado. Si es así, los teóricos de la justicia distributiva basada en la autonomía tienen que reflexionar sobre las formas moralmente permisibles y deseables de inducir a los más competentes a crear altos niveles de productos sociales sin poder ganar por encima del techo de riqueza.
7. Conclusión
Este capítulo ha intentado defender la plausibilidad de dos hipótesis empíricas sobre el impacto de la riqueza excesiva en la autonomía: (i) por encima de un determinado techo de riqueza, el hecho de que una persona tenga más recursos materiales no siempre aumenta su autonomía; (ii) por encima de dicho techo de riqueza, la posesión material podría incluso ser perjudicial para el desarrollo y el ejercicio de la autonomía de los ricos, o al menos de algunos ricos. Partiendo de una concepción relacional de la autonomía, este capítulo ha analizado cinco mecanismos que pueden poner en tela de juicio el supuesto estándar de que la riqueza material siempre aumenta la autonomía. Dichos mecanismos sugieren incluso que una riqueza material excesiva podría ser perjudicial para la autonomía de varias maneras. El capítulo también ha sugerido (sección 4.2.) que estos mecanismos pueden proporcionar una orientación útil para determinar un techo de riqueza. En la siguiente parte del capítulo se investigó si, de ser cierto que la riqueza excesiva socava la autonomía, la promoción de la autonomía podría justificar medidas coercitivas como los impuestos. Esto podría ser el caso en un sentido: las medidas coercitivas por sí solas tienden a no comprometer a las personas sometidas a ellas con su razón de ser. Sin embargo, parece que, si un impuesto limitarista fuera acompañado de fines redistributivos o de políticas educativas que promuevan la autonomía, las preocupaciones que suscitan los efectos de la coerción de la autonomía podrían disiparse. En particular, si las políticas fiscales limitaristas se alinean con las prácticas educativas, una tasación que promueva la autonomía se convertiría en un dispositivo que ayudaría a las personas a actuar con base en aquello que tienen razones para valorar, en lugar de ser una medida coercitiva. Pero el problema de los incentivos podría seguir existiendo: en una sociedad limitarista, el incentivo material para contribuir más al producto social sería menos fuerte. El grado en que esto sería problemático dependería de la medida en que asegurar una autonomía suficiente requiriera crear altos niveles de riqueza.
Agradecimientos
Versiones de este capítulo fueron presentadas en el Political Philosophy and Philosophy of Law Video Workshop organizado en conjunto por las universidades de Córdoba y de Lovaina, en el Workshop in Economics & Philosophy (Universidad Católica de Lovaina), en el Political Theory Group (Universidad de Glasgow) y en el seminario Philosophie et théorie économique (Universidad de Reims). Estoy agradecida con todos los participantes por sus útiles comentarios y preguntas, y en particular con Antoinette Baujard, Jean-Sébastien Gharbi, Brian Girvin, Axel Gosseries, Cyril Hédoin, Carl Knight, Louise Lambert, Lucas Misseri, George Pavlakos y Pierre Van Zyl. También quisiera agradecerles a dos revisores anónimos por los comentarios detallados y perspicaces que hicieron a versiones previas del manuscrito. Todos los errores son míos. El trabajo reportado en esta publicación se ha beneficiado de una beca del Fonds Spécial de Recherche (FSR) de la Universidad Católica de Lovaina. Este capítulo se publicó originalmente en Ethical Theory and Moral Practice, 2018, 21: 1181–204.
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1 Uno podría atribuir la irresponsabilidad de Crouch más a un estilo de crianza de indulgencia y reluctancia para imponer limitaciones que a la riqueza. Ésta es, en efecto, una explicación plausible del comportamiento de Crouch. Pero el capítulo no pretende explicar por qué Crouch se comportó como lo hizo. Sólo intenta desarrollar la idea de que la riqueza puede socavar la responsabilidad, idea lo suficientemente significativa como para haber sido utilizada como defensa legal en un sistema de justicia penal.
2 Robeyns utiliza la distinción entre razones intrínsecas e instrumentales (o no intrínsecas) en lugar de la distinción entre razones referentes-a-uno-mismo y referentes-a-otros para plantear algo similar. Nótese, sin embargo, que las dos distinciones no coinciden necesariamente. Hay razones instrumentales y referentes-a-uno-mismo a favor del limitarismo. Por ejemplo, si la riqueza material es perjudicial para el bienestar, el limitarismo puede tener el valor instrumental de aumentar el bienestar de los ricos, independientemente de sus efectos positivos en los demás.
3 Véase la introducción de la sección 3.
4 Véase Dworkin (1988, 6)
5 Algunas discusiones fundamentales sobre las condiciones de autenticidad incluyen: Christman (1987); Dworkin (1988, 3–20); Frankfurt (1988); Friedman (1986)
6 Sobre esta dimensión de la autonomía, véase, por ejemplo Benson (2005); Mackenzie (2014); McLeod (2002); Westlund (2009).
7 Por ejemplo Raz (1986, 372–73).
8 Cf. Rawls (2002, 75–6).
9 Para una defensa de este enfoque de la autonomía relacional, véase Oshana (2006, 49–74).
10 Para una visión panorámica de la literatura empírica sobre la relación entre ingresos y felicidad, véase: Angelescu (2014).
11 La principal preocupación de Morton (2011) es la justificación de las normas de la deliberación práctica, pero aporta ideas útiles sobre los efectos del entorno en las capacidades deliberativas.
12 La escasez excesiva de recursos también podría obstaculizar el desarrollo de las capacidades deliberativas, por ejemplo, induciendo la fatiga de decisión (por ejemplo, Spears, 2014).
13 Agradezco a Carl Knight por señalarme esto.
14 Serene J. Khader (2011, 87–88) critica esta concepción de las preferencias adaptativas por dos motivos. En primer lugar, señala que la única manera para que los profesionales de desarrollo y los elaboradores de políticas sepan si las preferencias de otras personas son deficientes en cuanto a la autonomía es observar el contenido de las preferencias (ya que no pueden “leer la mente de otras personas”). Por lo tanto, sugiere que “están utilizando subrepticiamente una teoría del bien en lugar de la autonomía procedimental para distinguir” las preferencias adaptativas. Pero esto es un problema práctico más que una cuestión fundamental. El hecho de que sea difícil identificar un fenómeno no significa que debamos cambiar la definición de dicho fenómeno. Las preferencias adaptativas como déficit de autonomía pueden ser un concepto significativo y describir un fenómeno real socialmente relevante sin que sea fácil de diagnosticar. Por lo tanto, esta crítica no es fatal para las concepciones basadas en la autonomía de las preferencias adaptativas. En segundo lugar, a Khader le preocupa que esta definición clasifique demasiadas preferencias como adaptativas. Las preferencias acráticas y la corrección (inconsciente) de los gustos caros contarían como adaptativas. El problema es que no explica con precisión por qué es problemático considerar tales preferencias como adaptativas. Parece sugerir que no deberíamos ver tales preferencias como “dignas de sospecha pública”. De hecho, si pensáramos que las preferencias adaptativas siempre requieren intervenciones públicas coercitivas destinadas a impedir activamente que los agentes satisfagan sus preferencias, sería peligroso tratar demasiadas preferencias como adaptativas. Pero la literatura sobre las preferencias adaptativas no tiene por qué extraer implicaciones tan extremas de su definición de preferencias adaptativas. Puede limitarse a recomendar el establecimiento de condiciones sociales que favorezcan la formación de preferencias autónomas.
15 Tomo prestado el término de Maurin (2009), aunque Maurin lo utiliza de forma diferente y aborda una cuestión distinta: las consecuencias sociales y económicas del miedo a la pérdida del estatus de las personas con un grado universitario de clase media que tienen un trabajo estable.
16 Que yo sepa, Bourdieu (1984, 44–45) no defendió un impuesto limitarista como forma de hacer a las personas más autónomas. Sugirió que podíamos aumentar nuestra autonomía incrementando nuestro conocimiento sociológico y, en particular, tomando conciencia de nuestro habitus.
17 Agradezco a un revisor anónimo por haber planteado esta importante cuestión.
18 Estos compromisos no tienen por qué adquirirse de forma autónoma. La mayoría de nuestros compromisos no lo son: tendemos a adoptar las religiones y las opiniones éticas y políticas que aprueban las personas que nos rodean. Pero esto no tiene por qué ser un problema siempre que la educación nos dote de las capacidades necesarias para revisar estos compromisos y llegar a adoptarlos de la forma adecuada.
19 Hay que señalar que el limitarismo basado en la autonomía es una teoría parcial de la justicia y no excluye la relevancia normativa de otras exigencias de la justicia.
20 No menciono deliberadamente la educación obligatoria porque, en nuestras sociedades, consideramos que tratar a los niños como agentes no autónomos es más legítimo que tratar a los adultos como agentes no autónomos. Discutir si es justificable tratar a los niños como agentes no autónomos, y en qué condiciones, está fuera del alcance de este capítulo.
21 Hay excepciones, por supuesto, como la propuesta de Stuart White (2010) de sustituir los subsidios a la educación superior por un capital básico.
22 En el caso de algunos bienes, como la educación, puede ayudar a mitigar los costos de coordinación y abordar mejor la asimetría de información entre proveedores y usuarios. Por ejemplo, véase el debate de Colin Crouch (2003) sobre los problemas creados por la provisión de mercado de la educación.
23 La atención desproporcionada que la filosofía política, la economía y la administración pública prestan a la supuesta falta de autonomía de los pobres (en comparación con los ricos) parece equivaler a una injusticia epistémica sistemática de tipo testimonial. Las injusticias testimoniales se producen cuando un agente no recibe la cantidad adecuada de credibilidad por parte de un observador (u oyente) debido a los prejuicios del observador (Fricker 2007, 17). La cantidad correcta de credibilidad es la que coincide con la verdad (Fricker 2007, 18). La injusticia testimonial es sistemática cuando está conectada con otros tipos de injusticias, como las distributivas (Fricker 2007, 27). Dado que no todos los pobres son no autónomos, los pobres que son falsamente tratados como incompletamente autónomos reciben un déficit injusto de credibilidad y, por lo tanto, son víctimas de injusticias testimoniales. Como no todos los ricos son plenamente autónomos, los ricos que son falsamente tratados como plenamente autónomos reciben un injusto exceso de credibilidad y, por tanto, también son víctimas de injusticias testimoniales. Según Fricker, la mayoría de las injusticias epistémicas consisten en déficits de credibilidad. El exceso de credibilidad, sin embargo, constituye una injusticia epistémica cuando es acumulativo, es decir, cuando la capacidad de una persona como conocedora ha sido socavada, malformada e insultada por repetidas atribuciones excesivas de credibilidad. Fricker ilustra esta posibilidad con el caso de un miembro de la élite dirigente que desde su infancia habría sido repetidamente “inflado epistémicamente” por otros. El desarrollo de la capacidad de conocimiento de esta persona se habría visto gravemente obstaculizado. Habría quedado en ridículo (Fricker 2007, 18).
24 Agradezco a un revisor anónimo por haber insistido en este punto.
25 Obsérvese que el limitarismo exigiría que este impuesto sobre la renta se combinara con un impuesto sobre la riqueza.
26 Agradezco a un revisor anónimo por haberme señalado esto.
27 Este párrafo debe mucho a una discusión con George Pavlakos.
28 Por ejemplo, Rawls (2012, párr. 43) sostiene que los impuestos están justificados en la medida en que contribuyen a la provisión de bienes públicos y a la realización del principio de diferencia.
29 Otra posible objeción a los esquemas redistributivos coercitivos de impuestos y transferencias podría apelar al mérito. Según esta objeción, la tributación redistributiva es incorrecta cuando impide que las personas trabajadoras y competentes reciban dinero de acuerdo con lo que merecen (el mérito se mide según su nivel de esfuerzo o su nivel de contribución). La discusión de Rawls (1999, 246) sobre el merecimiento y el principio de la diferencia pone en duda la objeción del mérito al señalar que nuestros talentos, capacidad de contribuir y voluntad de esforzarnos a menudo pueden atribuirse a “contingencias inmerecidas” como “la clase y las habilidades naturales”. Obsérvese también que, incluso si la objeción del mérito fuera válida, no conduciría necesariamente a la conclusión de que a los ricos se les debe su riqueza, ya que ésta podría ser perjudicial para ellos. La sociedad no debería recompensar a las personas que lo merecen con bienes defectuosos. Agradezco a un revisor anónimo por haberme señalado esta objeción.
30 Podría haber otros motivos para condenar la coerción desde una perspectiva liberal, pero como el capítulo se refiere sobre todo al valor de la autonomía, me ceñiré al planteamiento de Raz.
31 Al decir “motivado por una preocupación por la autonomía de los ricos”, no quiero decir que los individuos reales, los representantes políticos, los responsables de la elaboración de políticas o los administradores, estén necesariamente motivados por dicha preocupación (lo que motiva a las personas a luchar por la realización de la justicia y la moralidad política es a menudo complejo y consiste en una mezcla de motivos morales, cuasi morales y no morales). Me refiero a que el impuesto podría justificarse por el hecho de que protege la autonomía de los ricos y tal justificación se derivaría de premisas fácticas y normativas válidas.
32 Tal vez actitudes no económicas, como el compromiso con el bienestar de la propia comunidad, bastarían para motivar a las personas altamente cualificadas a contribuir trabajando más en una sociedad limitarista. Pero esto es especulativo.
33 La contribución seminal que planteó el problema de la progresividad tributaria óptima en términos de la maximización de una función de bienestar social es un artículo de Mirrlees (1971). Para una síntesis de la evolución de la teoría de la imposición óptima desde el artículo de Mirrlees, véase: Slemrod (2006).